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Authors: Paul Ekman

Tags: #Ensayo, Psicología

Como detectar mentiras en los niños (7 page)

Teniendo en cuenta que sus resultados no pueden encajar en cada niño a nivel individual, examinemos su estudio, haciendo hincapié en aquellos descubrimientos que han resistido el escrutinio y las pruebas de otros investigadores en los casi sesenta años transcurridos desde su publicación. Encontraremos no uno, sino muchos factores asociados con la mentira.

¿SON LOS MENTIROSOS MENOS INTELIGENTES?

Tener un coeficiente intelectual por debajo de la media era algo más común entre los niños mentirosos que entre los sinceros. Un tercio de los niños de coeficiente más bajo mintieron e hicieron trampa. Ninguno de los niños con coeficientes más elevados mintió ni engañó. Incluso entre estos dos extremos, las cifras muestran de manera clara que cuanto más alto el coeficiente intelectual, más bajo el porcentaje de niños que mienten. Como demuestran casi todos los estudios sobre la inteligencia infantil de los últimos cincuenta años, los niños más listos mienten menos
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.

Hartshorne y May pensaron en la posibilidad de que el trasfondo socioeconómico podría tener un papel influyente en explicar por qué los niños listos mienten menos. Ellos sabían que los niños de hogares más privilegiados de clase media-alta sacan mejores resultados en los tests de coeficiente. También tenían pruebas que el nivel cultural del hogar (la cantidad de arte, música y literatura a que los niños se veían expuestos) tiene relación con la mentira. Para descubrir si el coeficiente de inteligencia era una variable importante, aparte de la riqueza o del coeficiente de inteligencia de la familia, estudiaron a niños de escuelas privadas que procedían todos de hogares similarmente privilegiados. Incluso al poder descartar los beneficios que conlleva el bienestar económico, principalmente porque todos esos niños disfrutaban de él, descubrieron que el coeficiente de inteligencia seguía estando relacionado con el engaño.

¿Por qué los niños inteligentes tendrían que mentir menos? Quizá no necesiten hacer trampa. Saben que tienen las facultades intelectuales necesarias para conseguir buenas notas sin engañar ni mentir. Si esa explicación es correcta, pensaron Hartshorne y May, entonces los niños listos podrían engañar tanto como los que no lo son cuando se vieran enfrentados a una situación en la que pensaran que sus aptitudes intelectuales excepcionales no podrían ayudarles. No es sorprendente que descubrieran que las trampas en juegos colectivos, pruebas atléticas, o de habilidad mecánica, así como los robos, no estaban relacionados con el coeficiente intelectual. En lugar de decir que los niños inteligentes engañan y mienten menos, deberíamos especificar que los niños con talentos especiales —sea el que sea ese talento— tienen menos probabilidades de engañar cuando ese talento les puede llevar al éxito. Estoy asumiendo que los niños con habilidades atléticas probablemente harían menos trampas cuando esa habilidad fuera sometida a examen, pero por lo que yo sé nadie ha realizado un estudio así.

El psicólogo Roger Burton, que ha estado estudiando la falta de honradez durante los últimos veinticinco años, lo expresa así: «La relación de honradez con el coeficiente de inteligencia, por tanto, estaba esencialmente limitada a exámenes de tipo académico en los cuales las experiencias previas de fracaso en situaciones escolares similares había llevado a (algunos) sujetos de coeficiente bajo y con historial de malas notas a hacer trampas. El engaño para esos niños se había convertido en un medio para conseguir lo que parecía imposible a través de caminos honrados»
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.

El doctor Burton puede que haya exagerado un poco el caso. El éxito no era del todo imposible de alcanzar para todos los niños que engañaron y mintieron. Los niños con un coeficiente medio disponían de la suficiente inteligencia para sacar buenos resultados en los exámenes si se esforzaban, y sin embargo hacían más trampas que los niños con coeficiente más elevado. En otras palabras, quizás engañaban para evitar el esfuerzo. Quizá si los niños listos, que presumiblemente no tenían que esforzarse, se enfrentaran a exámenes más difíciles que precisaran más estudios, una mayor cantidad de ellos también habría hecho trampas. Del resultado que existe no podemos deducir con seguridad si algunos niños engañan y mienten para evitar el fracaso o para evitar la necesidad de tener que trabajar más duro que otros compañeros de clase.

Existe una explicación totalmente diferente de por qué el coeficiente de inteligencia puede estar relacionado con la mentira. Hartshorne y May pensaron que quizá los niños más brillantes eran más cautelosos, que reconocían los riesgos que implicaba el hacer trampas. Aunque no tenían manera de comprobar esta idea, las investigaciones subsiguientes de otros científicos demostraron que tenían razón. En un experimento de 1972, se les pasaron a niños de quinto curso unos exámenes muy parecidos a los de Hartshorne y May. Todos los chicos tenían la posibilidad de hacer trampa cambiando las respuestas al puntuar sus exámenes. Los investigadores plantearon la situación de manera que el riesgo de engañar pareciera más alto a la mitad de los niños, mientras que para la otra mitad el riesgo de ser descubierto parecía menor. Los resultados demostraron que para los niños que pensaban que no iban a ser descubiertos, el coeficiente intelectual no importaba. Los niños inteligentes hicieron trampa con igual frecuencia que los menos inteligentes. Fue sólo cuando las posibilidades de ser pillados eran más altas que los niños listos no engañaron tanto como los menos inteligentes
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Existe aún una tercera explicación de cómo la inteligencia puede estar relacionada con el no mentir o engañar, una que los doctores Hartshorne y May no tuvieron en cuenta. Puede que los niños inteligentes mientan y engañen mejor
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. Los niños listos pueden contar mejores mentiras, que sean más difíciles de detectar. Esto no podría haber ocurrido en la investigación de Hartshorne y May porque diseñaron el estudio de manera que pudieran saber con seguridad quién mentía. Pero en la vida real no existe tal investigador. No se atrapa a todos los mentirosos. Los padres o los profesores no siempre saben quién ha hecho trampas. Al contrario que el mítico Pinocho, no existen narices que crezcan para mostrarnos si nuestros niños están o no mintiendo. Siguiendo esta línea de pensamiento, podemos inferir que los niños muy inteligentes pueden mentir incluso más que los otros si descubren que pueden salirse con la suya, y aún más si sus padres les presionan más para que consigan resultados.

Así pues, no deberíamos pensar en inteligencia como protección o salvaguarda contra la mentira. Si su hijo tiene un coeficiente de inteligencia superior a lo normal, eso no es ninguna garantía de que él o ella no vaya a engañar o a mentir. De hecho, puede que un niño inteligente sea un mentiroso más hábil, y que por ello evite ser detectado. Dependerá de la oportunidad, de la presión y de otros factores.

Aunque algunos datos sugieren lo contrario, no es que los niños inteligentes entiendan que mentir y engañar está mal. Simplemente no mienten ni engañan cuando piensan que les pueden pillar, y/o cuando pueden alcanzar el éxito sin tener que recurrir a la mentira o al engaño.

Si su hijo tiene un coeficiente intelectual cercano a la media, puede que sienta más tentaciones de hacer trampa en la escuela, especialmente si usted le presiona para que consiga buenas notas y la competencia es intensa. Eso no significa que él o ella tenga que engañar o mentir, solamente que puede tener más motivos para pensar en hacerlo.

LA HISTORIA DE JAMES: ¿SON LOS MENTIROSOS UNOS INADAPTADOS?

Conozco a James desde que tenía siete años. Eso fue cuando su madre, Alice, se casó con Karl, uno de mis mejores amigos. El primer matrimonio de Karl había terminado cuatro años antes. James era un niño guapo. Parecía llevarse bien con los demás niños y adultos, pero incluso entonces sus notas escolares no eran muy buenas. En tercer curso, poco después de la segunda boda de su madre, los profesores dijeron que James mentía. Karl se sintió fatal. No existía nada que le molestara más que las mentiras. Para él, la sinceridad era una de las reglas básicas que todo el mundo debería seguir; la mentira era el peor bofetón que pudieran darle. Me habló sobre el tema, pero yo todavía no había empezado el estudio sobre las mentiras infantiles y no le pude aconsejar demasiado.

James siguió mintiendo. Cuando llegó a los once años, había robado dinero del monedero de su madre, había negado que fue él quien rompió una de las cámaras de su padrastro. Seguía sacando malas notas en la escuela. A los catorce años James era un haragán y le habían pillado fumando marihuana. Desesperados y admitiendo su fracaso, los padres enviaron a James a un internado. Tampoco tuvieron mucho éxito. James es un adulto que no consigue mantener un puesto de trabajo fijo y ya ha comparecido en más de una ocasión ante un tribunal por delitos menores.

Antes de asumir que las mentiras infantiles conducen a unas consecuencias de conducta negativa como adulto, pensemos en otra historia —de mi propia vida— que aporta pruebas de lo contrario. Yo mentía con frecuencia cuando era un adolescente de trece o catorce años, pero no me convertí en un tunante. Empecé a fumar en secreto a los doce años. A los trece descubrí el jazz. Al vivir en Nueva Jersey, a sólo una hora de los mejores clubs de jazz de Manhattan, falsifiqué un permiso de conducir que legalizaba mi edad como dieciocho. En secreto compré la ropa que un seguidor del jazz debe llevar. Los viernes por la noche les decía a mis padres que me iba a Nueva York a casa de un amigo. Me iba a la estación de autobuses, donde tenía una consigna secreta, me cambiaba mi ropa de escolar de trece años y me ponía unos pantalones azules de pinza, un suéter de cuello cisne amarillo vivo y una chaqueta de punto marrón. Vestido así, me encontraba con mi amigo frente a un club de jazz. En la tenue luz del local, con mi ropa y mi permiso de conducir falsificado, me dejaban entrar en el club nocturno, donde escuchábamos jazz y bebíamos cerveza hasta las cuatro de la madrugada.

Al día siguiente regresaba a la estación de autobuses, me cambiaba de nuevo de ropa y volvía a casa. Mis padres nunca descubrieron mi vida secreta, aunque dos años más tarde me pillaron fumando. Aunque me expulsaron de la escuela secundaria por replicar a un profesor, nunca tuve una conducta antisocial como adolescente ni adulto, y hace más de treinta años que tengo el mismo empleo. No obstante ahora, como cualquier otro padre, me preocupa que mi hijo Tom pueda intentar los mismos engaños que cometí yo a su edad.

¿De qué historia deberíamos aprender, de la de James o de la mía? ¿Acaso los niños que mienten son los que están peor adaptados? ¿Es la mentira uno de los primeros pasos en el camino de la inadaptación, de la conducta antisocial y quizá del delito? Las pruebas científicas apuntan a que la respuesta puede ser afirmativa, para algunos niños.

Aunque Hartshorne y May descubrieron que había más inadaptados entre los mentirosos que entre los niños que no mintieron ni engañaron, las diferencias no eran muy altas. Los profesores ponían peor nota sobre conducta en clase a algunos más de los mentirosos, y algunos de ellos obtuvieron notas más bajas en un test de tendencias neuróticas. Las investigaciones recientes han descubierto muchas más pruebas de que la mentira está relacionada con la inadaptación.

Se ha descubierto que los niños cuyos problemas de adaptación les han llevado a ser tratados por algún medio de salud mental mienten con más frecuencia que otros. Este resultado proviene de siete estudios diferentes que se han llevado a cabo en los últimos quince años. Las edades de los niños iban de cinco a quince años. Al repasar estos estudios, descubrí que la frecuencia de la mentira es dos veces y media más alta entre estos niños inadaptados que entre los normales. Los tipos de inadaptación que parecen estar más conectados con las mentiras frecuentes son desórdenes de conducta y comportamiento agresivo. Por ejemplo, en un estudio se decía que el 65 por ciento de los niños con desórdenes de conducta eran mentirosos, comparados con el 13 por ciento de otros con problemas de neurosis. De los niños que mienten también se dice que toman alcohol o drogas, frecuentan malas compañías y pertenecen a pandillas, son testarudos, provocan incendios y echan la culpa a los demás. No es un cuadro muy bonito.

Uno de los estudios de mayor envergadura
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consistió en comparar los comentarios expresados por los padres sobre niños que habían tenido que pasar por una clínica de salud mental y otros que no habían necesitado tales cuidados. En total había 2.600 niños, con edades entre los cuatro y los dieciséis años, representando tanto varones como hembras, blancos y negros, así como diversas clases sociales. La mitad de ellos había precisado cuidados («inadaptados») y la otra mitad supuestamente no tenía problemas (los «controles»)
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.

Los padres ofrecieron información sobre 138 aspectos diferentes de la conducta de sus hijos. Una de esas cuestiones era si su hijo mentía o engañaba a menudo, a veces, o nunca. Casi la mitad de los niños inadaptados mentían o engañaban, mientras que solamente lo hacía una quinta parte de los niños de control. Existen muchas diferencias entre los niños inadaptados y los controles, pero la discrepancia sobre el hecho de mentir fue una de las más destacadas. Esta diferencia en mentir y engañar era independiente de la condición socioeconómica, del sexo o de la raza. (Es interesante destacar que los sentimientos de tristeza, infelicidad y depresión, así como los malos resultados escolares, eran puntos donde existían las diferencias más notorias entre los inadaptados y los controles).

Aunque se decía que los niños inadaptados mentían y engañaban más que los niños control de cualquier edad, las diferencias más notables se daban a los dieciséis años. Casi el 90 por ciento de los chicos inadaptados de dieciséis años, y casi el 70 por ciento de chicas de la misma edad, mentían y engañaban. Como contraste, menos del 20 por ciento de chicos y chicas control del mismo grupo de edad lo hacían.

En el transcurso de su investigación, los doctores Thomas Achenbach y Craig Edelbrook descubrieron otras características frecuentemente asociadas con niños inadaptados que mentían y engañaban, entre ellas robar, tener malas amistades, cometer actos vandálicos y hacer novillos. Actualmente, una de las investigadoras más activas sobre el tema de la mentira y la conducta antisocial, la psicóloga Magda Stouthamer-Loeber, y su marido, Rolf Loeber, han estudiado a chicos de cuarto, séptimo y décimo curso de veintiún distritos escolares metropolitanos distintos del estado de Oregón
[7]
. Han descubierto que la frecuencia de las mentiras, según contaban los padres y profesores, se asociaba con el robo, el consumo de drogas y las peleas. La relación era más fuerte en los de décimo, aunque también resultaba evidente en los de cuarto y séptimo. (Los chicos de décimo no se pelean tanto como los de séptimo, y por lo tanto la relación entre mentir y pelearse no destacaba tanto entre los chicos mayores como entre los más jóvenes).

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