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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (7 page)

Anelin lo hizo callar; él se consideraba inclinado al cinismo y al escándalo.

—Tal vez tengas algo de razón respecto al honor —dijo al Carnicero—. Los librepensadores como yo también cuestionamos la costumbre, pero…

El Carnicero se rió de nuevo de él, con la cabeza echada hacia atrás, estrepitosamente. Anelin se ruborizó y bebió su vino de un trago, gusano incluido, mientras se esforzaba por guardar la calma.

—¡Librepensadores! —dijo por fin el Carnicero, casi sofocado, en cuanto cedió su risa—. Dudo que una sola vez hayas tenido un pensamiento libre. Tú eres nada, menos que el Gusadulto.

Apartó a Anelin y llenó de vino su copa.

—He matado un grouno —dijo Anelin, rápidamente, sin pensar, y se arrepintió de sus palabras en el mismo instante que las pronunciaba.

El Carnicero se limitó a volverse para mirarle, y sonrió, y en ese momento todos prorrumpieron en carcajadas. No hacían falta comentarios. Todos los gusahijos sabían que el Gusadulto había matado quizá cien grounos, no uno solo. Incluso Caralí participó de la risa general, aunque Vermillar y Riess guardaron misericordioso silencio. Alto como era, Anelin se sintió de pronto como si el Carnicero fuera un gigante. Bajó los ojos y vio su cara mirándole, ridícula y temblorosa, en la fría obsidiana.

El Carnicero examinó a Caralí con aprobación.

—Comparte mi cama esta noche —dijo de repente, tan brusco como un guardantorchas cualquiera.

El Carnicero no tenía vergüenza.

Anelin alzó los ojos, sobresaltado. Caralí vestía de azul y gris araña, al igual que él. Evidentemente, estaban unidos. ¡Y él le había dado a ella la copa de los gusanos apareados!

Caralí miró un momento a Anelin, y luego pareció despreciarlo con la agitación de sus brillantes rizos al volverse hacia el Carnicero.

—Sí —dijo ella, con extraña excitación en su voz.

Los dos se fueron al vasto espejo negro de la pista de baile para remolinear, retorcerse y deslizarse juntos según la compleja y antigua usanza de los
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.

—Nos ha humillado —dijo furiosamente Anelin a Riess y a Vermillar mientras observaba al Carnicero, que parodiaba torpemente los graciosos movimientos de Caralí.

—Deberíamos recurrir al Gusadulto —sugirió Vermillar.

Riess no dijo nada, pero su redondeada cara estaba torcida cuando extendió la mano hacia otra araña picante.

—No —dijo Anelin.

Más allá del mar de serpenteantes bailarines y sus espléndidos colores, Groff había llevado de nuevo al Gusadulto al hoyo de arena. Rechonchos guardantorchas se movían alrededor de los bordes de la cámara y apagaban dos de cada tres llamas. La obsidiana no tardó en empañarse con la oscuridad, y los brillantes reflejos se redujeron a franjas rojas en el vidrio. En sombríos rincones, algunas parejas atrevidas habían comenzado ya el desenmascaramiento de los cuerpos; otras seguirían pronto su ejemplo. Anelin había planeado desenmascarar a Caralí. Pero estaba solo.

—¿Por qué no? —quería saber Vermillar—. Ya lo has oído. Él me ha llamado animal, y soy nieto de un hombre que pudo haber sido Gusadulto.

Anelin le hizo callar con un gesto.

—Tendrás tu venganza —dijo—. Pero a mi manera, a mi manera. —Sus ojos azul oscuro miraron el otro lado de la sala. El Carnicero estaba llevando a Caralí hacia un rincón—. A mi manera —repitió, y agregó—: Vamos.

Y los condujo fuera de la sala.

Se reunieron a la mañana siguiente, temprano, entre el polvo y las descoloridas cortinas del Túnel Inferior, que unía casi todas las madrigueras de los
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antes de curvarse y alejarse en su largo descenso hacia lo infinito. Anelin fue el primero en llegar. Iba vestido todo de negro, liso y reluciente, con una capucha del mismo color para ocultar su brillante cabello. Su única concesión a la vanidad era una theta dorada, bordada en su pecho. Un cinto de cuerda negra aguantaba un espadín y un estilete.

Riess no tardó en aparecer, vestido con una ajustada camisa de malla y cuero y una gruesa capa de color gris araña. Él y Anelin tomaron asiento en un pétreo suelo frente a una negra boca que eructaba aire caliente y húmedo a través de una oxidada rejilla. La luz, la que había, procedía de antorchas diseminadas dispuestas en soportes en las paredes, y de las ventanas, estrechas rendijas en el techo, a seis metros de altura, que filtraban un tenue fulgor rojo. Las ventanas estaban dispuestas cada tres metros a lo largo del Túnel Inferior, hasta que éste empezaba a hundirse. Una vez, siendo niño, Anelin había amontonado trastos viejos en el centro de una madriguera y se había subido encima para mirar, pero no había nada que ver: el cristal, igual que la piedra de los muros, superaba en grosor la altura de un hombre. Era una suerte que ninguna luz lo atravesara.

Vermillar llegó tarde. Anelin estaba sentado con las piernas cruzadas, con los ojos fijos en las suspendidas cortinas cuyas imágenes se habían convertido todas en gris moteado. Riess se hallaba muy excitado. Estaba hablando de imaginativas torturas que podían imponer al Carnicero.

—Cuando lo atrapemos, deberíamos colgarlo boca abajo, sujeto con cuerdas por los tobillos —propuso el intrépido joven—. Luego podemos conseguir un bote de sanguijuelas de los sacerdotes-cirujanos y ponérselas por todo el cuerpo para que le chupen hasta la última gota de sangre.

Anelin dejó parlotear a su amigo, y por fin apareció Vermillar, vestido de negro y gris, y portando una antorcha y una larga daga. Los otros dos se levantaron de un salto para recibirlo.

—No debería haber venido —dijo Vermillar. Tenía la cara muy ojerosa, pero pareció tranquilizarse un poco con la presencia de sus amigos—. Soy biznieto del mismo Gusadulto —prosiguió. Envainó la daga mientras Riess le tomaba la antorcha—. Y no debería escucharte, Anelin. Los grounos nos devorarán.

—Los grounos no devoran al Carnicero, y él es uno mientras que nosotros somos tres —dijo Anelin.

Empezó a recorrer el Túnel Inferior, hacia el interminable gris donde las franjas de luz roja dejaban de rayar la piedra, y los otros le siguieron.

—¿Estás seguro que él viene por aquí? —preguntó Vermillar. Pasaron junto a otra de las bocas cuadradas y negras, y sus capas se agitaron y aletearon con el cálido aliento. Vermillar señaló la abertura—. Tal vez baja por una de éstas, hacia donde viven los grounos.

—Son muy escarpadas y hace mucho calor —le explicó Anelin—, y él caería o se quemaría si fuera por ese camino. Además, muchas personas han visto al Carnicero ir y venir por el Túnel Inferior. He preguntado a los guardantorchas.

Pasaron bajo la última ventana. Delante, el Túnel Inferior se inclinaba hacia abajo y el techo carecía de rasgos característicos. Vermillar se detuvo en la zona de luz.

—Grounos —dijo—. Anelin, hay grounos ahí abajo. Lejos de las ventanas.

Se humedeció los labios.

—Yo he matado a uno —le recordó Anelin—. Además, ya hemos hablado de esto. Tenemos nuestra antorcha, y todos llevamos cerillas. Hay viejas antorchas por todo el túnel, así que podemos encender muchas. Por otra parte, los grounos nunca suben tanto. Nadie ha visto un grouno en el Túnel Inferior desde hace un siglo.

—Hay gente que desaparece todos los meses —insistió Vermillar—. Cultivadores de setas. Cazadores de grounos. Niños.

Anelin empezaba a enfadarse.

—Los cazadores de grounos bajan mucho, es lógico que los atrapen. Los demás, bueno, ¿quién sabe? ¿Te asusta la oscuridad?

Dio una patada con la bota, impaciente.

—No —dijo Vermillar, y siguió andando para reunirse con sus amigos.

Pero tenía la mano apoyada en la empuñadura de su daga.

Anelin no continuó de inmediato. Se acercó a la parte del muro que se curvaba, extendió la mano y tomó una antorcha de un soporte de bronce. La encendió con las llamas de la que llevaba Riess, y de pronto hubo doble iluminación.

—Ya está —dijo mientras entregaba la antorcha a Vermillar—. Vamos.

Iniciaron el descenso por la alargada y oscura madriguera, que se curvaba y se hundía de modo casi imperceptible. Pasaron junto a cortinas que eran podridas hebras y otras convertidas en gruesas marañas de amontonados hongos; junto a una interminable serie de soportes para antorchas (uno de cada dos vacío, y sólo uno de cada cincuenta con la tea encendida); junto a incontables bocas de túneles tapadas con ladrillos, y algunas con los ladrillos destrozados o convertidos en polvo; junto a la invisible calidez de los conductos de aire, los tres amigos en fila india. Caminaron en silencio, sabedores del hecho que sus voces producirían ecos, esperando que la tierra apagara el ruido de sus pisadas. Caminaron hasta perder de vista la última ventana, y una hora después de eso. Y por fin llegaron al lugar donde acababa el Túnel Inferior. Por delante había dos entradas cuadradas cuyas puertas metálicas se habían desmoronado hacía tiempo, quedando convertidas en escamas de orín. Riess introdujo una antorcha en una entrada y vio solamente algunos gruesos cables, retorcidos y enmarañados, que se hundían en la oscura boca de un pozo muy profundo. Asustado, Riess retiró la antorcha, que estuvo a punto de caérsele.

—Con cuidado —advirtió Anelin.

—¿Qué es eso? —dijo Riess.

—Tal vez una trampa —sugirió Vermillar. Introdujo su antorcha por la segunda entrada, y todos vieron una escalera de piedra que descendía con rapidez—. ¿Ven? Había dos puertas aquí, en tiempos. Un enemigo o un grouno podía elegir la mala, y caer hacia la muerte por ese pozo. Es posible que fuera simplemente un pozo de ventilación con una puerta delante.

Anelin se acercó a Riess.

—No —dijo mientras escudriñaba el pozo—. Hay cuerdas. Y está frío. —Meneó la cabeza y su capucha cayó hacia atrás, dejando al descubierto rubios rizos que brillaban tenuemente a la inquieta luz de las antorchas—. No importa —añadió—. Aguardaremos aquí. Si bajamos más encontraremos grounos. Además, no sé adonde conduce esa escalera. Es mejor esperar, y que el Carnicero nos guíe.

—¿Qué? —Vermillar estaba sobresaltado—. ¿No tienes intención de sorprenderlo aquí?

Anelin sonrió.

—¡Ja! Eso sería la venganza de un niño. No, lo seguiremos, nos adentraremos en el país de los grounos. Aprenderemos todos sus secretos, todo el conocimiento del que tanto alardea. Averiguaremos por qué vuelve una y otra vez, siempre con comida, mientras que otros cazadores de grounos se esfuman. Entonces lo mataremos.

—No habías dicho eso —objetó Riess, boquiabierto.

—Ya nos hemos alejado mucho de las ventanas —dijo Vermillar, y se dispuso a marcharse.

Anelin se echó a reír despreocupadamente.

—Niño —dijo a Riess—. Yo vine hasta aquí cuando tenía la mitad de años que tú. Aquí maté al grouno. —Señaló la escalera—. Salió por ahí, arrastrándose con cuatro de sus patas, sin miedo alguno al fuego, y me enfrenté a él sólo con mi antorcha.

Vermillar y Riess estaban mirando el oscuro portal de la escalera.

—Oh —dijo Riess.

—¿De verdad? —dijo otra voz detrás.

Vermillar soltó la antorcha y sacó su daga. Los tres amigos se volvieron.

En el borde de la luz, un hombretón de roja barba, vestido de negro, los miraba fijamente, con un hacha de bronce al hombro. Sin la armadura, Anelin apenas lo reconoció, pero de pronto llegó el recuerdo.

—Groff —dijo Anelin.

El caballero broncíneo asintió.

—Les he seguido por todo el Túnel Inferior. Son muy ruidosos.

Nadie dijo nada. Vermillar recogió su caída antorcha.

—De modo que pretenden matar al Carnicero —dijo Groff.

—Sí —repuso Anelin—. No te metas en esto, Groff. Sé que el Carnicero proporciona mucha carne de grouno a los
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, pero nosotros haremos lo mismo cuando conozcamos sus secretos. El Gusadulto no tiene razón alguna para ponerse de su lado.

Su boca esbozaba un gesto de terquedad.

Groff se rió entre dientes, guturalmente, y alzó su pesada hacha.

—No se inquieten, pequeños gusahijos. Todos conseguirán su carroña. A mí también me han enviado a matar al Carnicero.

—¿Qué? —dijo Riess.

—¿Lo ha ordenado el Gusadulto? —preguntó ansiosamente Vermillar.

—El Gusadulto no piensa en nada aparte de su inminente unidad con el Gusano Blanco —repuso Groff. Sonrió—. Y en el dolor, tal vez. Quizá piensa en eso. No, sus consejeros lo ordenaron. El Carnicero está rodeado de muchos misterios. No pertenece enteramente a los
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, piensan los consejeros, y no está sereno. Es feo y molesto, y miente. Además, desde que reparamos en el Carnicero, hace dos años, cada vez vuelven menos cazadores de abajo, excepto él. Bien, yo cazaba grounos, hace tiempo. Tal vez no llegué a bajar tanto como el Carnicero, que afirma haber descendido al lugar donde los caballeros broncíneos pelearon hace un millón de años. No llegué tan lejos, pero he recorrido los caminos de los grounos, y no me asustan las madrigueras oscuras. —Miró a Anelin—. ¿De verdad te enfrentaste a un grouno aquí?

Anelin notó la fija mirada de los ojos del caballero, bajo sus espesas y rojas cejas.

—Sí —contestó, quizá con excesiva rapidez, temeroso del hecho que Groff pudiera saber la verdad.

El grouno estaba tendido en lo alto de la escalera, murmurando el estertor de la muerte cuando Anelin lo encontró. El muchacho observó, aterrorizado, el temblor irregular (y breve) de las seis larguiruchas patas de la criatura y la absurda agitación de las húmedas y hundidas pozas de carne que los grounos tenían en vez de ojos. En cuanto el animal estuvo totalmente inmóvil, Anelin chamuscó el cadáver con su antorcha y lo arrastró después a las madrigueras de los
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.

Groff meneó la cabeza.

—Raramente cruzan el muro grouno —dijo el caballero broncíneo—. Durante mis últimos años de cacería, raramente aparecían. El Carnicero debe descender francamente mucho. —Sonrió—. Pero lo mismo haremos nosotros.

—¿Nosotros? —preguntó Vermillar.

Groff asintió.

—No soy reacio a la colaboración, y la idea de Anelin es buena. Conoceremos los secretos del Carnicero antes de matarlo. —Hizo un amplio gesto con su hacha—. Por la escalera.

La entrada era negra como el azabache y siniestra, y Anelin empezó a sentirse nervioso. Una cosa era impresionar a Riess y a Vermillar con el osado plan de bajar al territorio de los grounos, pero sin duda alguna sus amigos le habrían hecho desistir de la idea a su debido tiempo. Quizá los tres hubieran caído sobre el Carnicero allí mismo…, más allá de la luz, cierto, pero a poca distancia, y Anelin había visitado el lugar antes. Pero bajar realmente…

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