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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (21 page)

Abajo, en la bodega, vio el cadáver de Cath m’Lane.

Estaba tendida al pie de un tramo de las escaleras con las piernas torcidas, como si hubiera caído. Móviles blancos pululaban a su alrededor y, mientras Kress los contemplaba, el cuerpo se movió de un tirón en el suelo extremadamente sucio.

Kress rió y puso la iluminación al máximo. En el rincón más alejado, entre dos estantes de botellas de vino, se veía un castillo achatado, formado en parte por barro, y un oscuro agujero. Kress vislumbró un tosco rasgo de su rostro en el muro de la bodega.

El cadáver cambió de posición por segunda vez, moviéndose algunos centímetros hacia el castillo. Kress tuvo una repentina visión del vientre blanco esperando ansiosamente. El vientre podría meterse un pie de Cath en la boca, pero nada más. Demasiado absurdo. Se rió de nuevo y comenzó a bajar a la bodega, con un dedo fijo en el disparador de la manguera que serpenteaba a lo largo de su brazo derecho. Los reyes de la arena, cientos de ellos moviéndose al unísono, abandonaron el cadáver y adoptaron la formación de batalla, una muralla blanca entre Kress y el vientre de los móviles.

De repente, Kress tuvo otra inspiración. Sonrió y bajó la mano con la que pensaba disparar.

—Cath siempre fue difícil de tragar —dijo, complacido por su ingenio—. Es especial para alguien de vuestro tamaño. Bien, permítanme que los ayude. ¿Para qué están los dioses, después de todo?

Se retiró a la planta, regresando poco después con un hacha. Los reyes de la arena, pacientes, esperaron y observaron a Kress mientras desmenuzaba a Cath m’Lane en trozos pequeños y fácilmente digestibles.

Kress durmió aquella noche con el traje de plástico encima y el insecticida a mano, pero no tuvo problemas. Los blancos, saciados, permanecieron en la bodega y Kress no vio rastro alguno de los demás.

Por la mañana concluyó la limpieza de la sala. Cuando terminó, no quedó más traza de la pelea que el tanque destrozado.

Comió un poco y emprendió nuevamente su caza de los reyes de la arena que faltaban. A plena luz del día no tuvo dificultades. Los negros se habían establecido en su jardín rocoso y construido un castillo repleto de obsidiana y cuarzo. Los rojos estaban en el fondo de la piscina, largo tiempo en desuso, que se había ido llenando de arena con el paso de los años. Vio móviles de ambos colores recorriendo sus tierras, muchos de ellos cargados con pastillas de veneno que llevaban a sus vientres. Kress estuvo a punto de ponerse a reír. Decidió que su insecticida era innecesario. ¿Para qué arriesgarse a una pelea, si le bastaba que el veneno surtiera su efecto? Los dos vientres habrían muerto por la tarde.

Sólo quedaba encontrar a los reyes de la arena anaranjados. Kress circundó la mansión varias veces, describiendo una espiral cada vez más amplia, mas no encontró un solo vestigio de ellos. Al comenzar a sudar bajo su traje de plástico —era un día caluroso y seco—, pensó que el asunto no era tan importante. Si los anaranjados se encontraban allí, probablemente su vientre estaría comiendo las pastillas venenosas, igual que los otros.

Al volver a la casa aplastó varios reyes de la arena con cierta satisfacción. Una vez en el interior, se quitó el traje de plástico, descansó para tomar una deliciosa comida y finalmente se tranquilizó. Todo estaba bajo control. Dos de los vientres pronto habrían muerto, el tercero se hallaba bien localizado, en un lugar donde podría disponer de la criatura en cuanto ésta hubiera prestado sus servicios, y no dudaba que descubriría al cuarto. En cuanto a Cath, todo rastro de su visita había sido eliminado.

Su ensueño fue interrumpido cuando la pantalla de comunicación empezó a brillar de forma intermitente ante sus ojos. Era Jad Rakkis, que llamaba para alardear de dos gusanos caníbales que pensaba exhibir por la noche en los juegos de guerra.

Kress había olvidado la cita, pero se recuperó rápidamente.

—Oh, Jad, perdóname. Olvidé explicártelo. Estaba empezando a cansarme de todo eso y me deshice de los reyes de la arena. Esas asquerosas pequeñas cosas… Lo siento, pero no habrá fiesta esta noche.

—¿Y qué voy a hacer con mis gusanos? —Rakkis estaba indignado.

—Ponlos en una cesta con fruta y envíalos a una persona de tu estimación —dijo Kress, y cortó la comunicación.

Se apresuró a llamar a los otros. No podía arriesgarse a que le visitaran ahora, con los reyes de la arena vivos e infestando la mansión.

Mientras llamaba a Idi Noreddian, Kress se dio cuenta de un descuido fastidioso. La pantalla empezó a despejarse, indicando que alguien había respondido al otro lado. Kress cortó.

Idi llegó puntual, una hora más tarde. A la mujer le sorprendió que la fiesta hubiera sido anulada, pero se alegró mucho de poder pasar la tarde a solas con Kress. Éste la deleitó con su historia de la reacción de Cath ante la grabación holográfica que ambos habían realizado. Mientras lo explicaba, Kress se las arregló para averiguar que Cath no había mencionado la jugarreta a nadie. Satisfecho, volvió a llenar de vino los vasos. Pero sólo quedaban unas gotas en la botella.

—Tendré que ir por otra —dijo Kress—. Acompáñame a la bodega y ayúdame a elegir una buena cosecha. Siempre has tenido mejor paladar que yo.

Idi obedeció entusiasmada, pero se detuvo ante las escaleras cuando Kress abrió la puerta y le hizo un gesto para que pasara.

—¿Dónde están las luces? —preguntó ella—. Y ese olor… ¿Qué olor tan raro es éste, Simon?

Al recibir el empujón de Kress, Idi se quedó desconcertada.

Gritó al caer por las escaleras. Kress cerró la puerta y empezó a sellarla con las tablas y martillo neumático que había dejado allí para dicho fin. Cuando terminaba, oyó los gemidos de Idi.

—¡Estoy herida! —gritó Idi. Simon, ¿qué significa esto?

Prorrumpió en repentinos chillidos, que se convirtieron en alaridos poco después.

Los gritos no cesaron durante varias horas. Kress fue a su sensorio y sintonizó una atrevida comedia para borrar aquel sonido de su mente.

Cuando estuvo seguro que Idi había muerto, Kress voló con el helicóptero de su amiga hacia el norte, rumbo a los volcanes, y se deshizo del aparato. El accesorio de remolque estaba mostrando ser una excelente inversión.

Extraños ruidos, rascaduras, surgían del otro lado de la puerta de la bodega al día siguiente, cuando Kress se disponía a inspeccionar. Escuchó durante unos instantes angustiosos, preguntándose si Idi habría logrado sobrevivir. ¿Estaría ella escarbando para tratar de salir? Esto le pareció improbable. Tenía que tratarse de los reyes de la arena. A Kress no le gustaron las implicaciones del hecho. Decidió mantener la puerta cerrada, al menos durante un tiempo. Salió al exterior de la casa con una pala, dispuesto a enterrar los vientres en sus mismos castillos.

Las fortalezas estaban mucho más pobladas.

El vidrio volcánico del castillo negro lanzaba destellos y los reyes de la arena ocupaban por completo la fortaleza, reparándola y mejorándola. La torre más elevada llegaba hasta la cintura de Kress y en ella se encontraba una espantosa caricatura de su rostro. Conforme iba acercándose, los negros abandonaron su trabajo y formaron dos amenazadoras falanges. Kress miró a sus espaldas y vio a otros móviles que cerraban su retirada. Asustado, soltó la pala y echó a correr para salir de la trampa, aplastando a varios móviles con sus botas.

El castillo rojo trepaba por las paredes de la piscina. El vientre se hallaba a salvo en un hoyo, rodeado de arena, hormigón y almenas. Los rojos se arrastraban por todo el fondo de la piscina. Kress observó que estaban metiendo una rata y una lagartija enorme en el castillo. Horrorizado, se apartó del borde de la piscina y notó que algo crujía. Al bajar los ojos vio a tres móviles que trepaban por su pierna. Se los quitó de encima de un manotazo y los aplastó, pero otros se acercaron con rapidez. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos casi del tamaño de su pulgar.

Kress se alejó corriendo.

Cuando se puso a salvo en la casa, su corazón latía con violencia y su respiración era jadeante. Cerró la puerta en cuanto entró y se apresuró a echar la llave. Se suponía que su mansión se hallaba a prueba de plagas. Se encontraría a salvo en ella.

Una bebida fuerte calmó sus nervios. Así que el veneno no les hace nada, pensó. Debía haberlo supuesto. Jala Wo le había advertido que el vientre comía de todo. Tendría que usar el insecticida. Bebió un poco más, se puso el traje de plástico y fijó el recipiente de insecticida a su espalda. Abrió la puerta.

En el exterior, los reyes de la arena estaban aguardando.

Dos ejércitos hicieron frente a Kress, aliados contra la amenaza común. Más reyes de la arena de los que podía haberse imaginado. Los malditos vientres debían estar procreando como ratas. Los móviles se encontraban en todos lados, formaban un mar reptante.

Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una niebla gris cubrió la formación más próxima de los reyes de la arena. Movió la mano de un lado a otro.

Donde caía la niebla, los móviles se retorcían violentamente y morían tras repentinos espasmos. Kress sonrió. No eran rivales para él. Los roció describiendo un arco ante él y avanzó confiadamente sobre un revoltijo de cuerpos blancos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress prosiguió su avance, resuelto a romper la defensa y llegar hasta los vientres.

La retirada de los reyes de la arena cesó de repente. Mil móviles se lanzaron hacia Kress.

Pero Kress ya esperaba el contraataque. Mantuvo su posición, extendiendo ante él la espada de niebla en amplios arcos. Los móviles se abalanzaban hacia Kress y morían. Algunos alcanzaron su objetivo, ya que Kress no podía rociar todos los lugares a la vez. Notó que trepaban por sus piernas, sintió las mandíbulas mordiendo inútilmente el plástico reforzado de su traje. Hizo caso omiso al ataque y continuó lanzando insecticida.

Entonces empezó a sentir débiles impactos en la cabeza y espalda.

Kress se estremeció, dio la vuelta y alzó la mirada. La parte delantera de su mansión estaba pululante de reyes de la arena. Negros y rojos, a centenares, se lanzaban contra Kress, caían sobre él como lluvia. Uno de ellos aterrizó en su máscara facial, las mandíbulas arañando sus ojos un terrible instante antes que lograra quitárselo de encima.

Kress levantó más la manguera y roció el aire y la casa hasta que todos los reyes de la arena aéreos estuvieron muertos o agonizantes. La niebla descendió sobre él y le hizo toser. Pero continuó lanzándola. No volvió a fijar su atención en el suelo hasta que toda la parte delantera de la casa estuvo limpia.

Los móviles le rodeaban, estaban encima de él. Algunos se arrastraban por su cuerpo, centenares más se apresuraban a imitarlos. La manguera dejó de funcionar. Kress escuchó un agudo siseo y la neblina letal formó una gran nube a la altura de su cuello, cubriéndole, ahogándole, haciendo que sus ojos ardieran y se empañaran. Tanteó a medias la manguera y su mano se apartó cubierta de móviles agonizantes. La manguera estaba cortada, la habían perforado a mordiscos. Kress estaba rodeado por un velo de niebla, cegado. Se tambaleó, gritó y se puso a correr hacia la casa, quitándose móviles del cuerpo al mismo tiempo.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se derrumbó en la alfombra, girando de un lado al otro hasta asegurarse que había aplastado a todos los reyes de la arena. El atomizador ya estaba vacío por entonces y siseaba débilmente. Kress se quitó el traje de plástico y se duchó. El agua caliente le escaldó y su piel quedó enrojecida y dolorida, pero sirvió para que la carne dejara de hormiguear.

Se puso la ropa más gruesa que tenía, unos pantalones y una chaqueta de cuero, después de sacudir las prendas nerviosamente.

—Malditos, malditos —murmuró una y otra vez.

Tenía la garganta seca. Tras examinar el recibidor de forma concienzuda para asegurarse que estaba limpio de móviles, se sentó y tomó un trago de licor.

—Malditos —repitió.

Le temblaban las manos al servirse y vertió líquido en la alfombra.

El alcohol le apaciguó, pero no acabó con su miedo. Llenó un segundo vaso y se acercó furtivamente a la ventana. Los reyes de la arena se movían sobre la gruesa hoja de plástico. Kress se estremeció y retrocedió hasta el tablero de su videoteléfono. Tenía que pedir ayuda, pensó enloquecido. Llamaría a las autoridades, los policías vendrían con lanzallamas y…

Kress se detuvo cuando ya había comenzado a llamar y gimió. No podía llamar a la policía. Debería informarles de los blancos que tenía en la bodega y encontrarían los cadáveres. Quizá el vientre hubiera dado cuenta de Cath por entonces, pero no de Idi Noreddian. Kress ni siquiera había desmenuzado el cadáver. Además quedarían los huesos. No, a la policía sólo la llamaría como último recurso.

Se sentó ante el tablero de comunicaciones, con el semblante muy grave. El videoteléfono ocupaba toda la pared. Kress podía contactar desde aquí con cualquier persona de Baldur. Tenía dinero en abundancia y contaba con su astucia. Siempre había estado orgulloso de su astucia. Resolvería el problema de alguna forma. Pensó por un momento en llamar a Wo, pero pronto abandonó la idea. Wo sabía demasiado, haría preguntas y él no confiaba en aquella mujer. No, necesitaba de alguien que hiciera lo que él quisiera sin reparos.

Su enojo fue convirtiéndose lentamente en una sonrisa. Kress tenía contactos. Llamó a un número que no había utilizado durante largo tiempo.

El rostro de una mujer cobró forma en la pantalla: cabello canoso, expresión vacía y nariz larga y en forma de gancho. Su voz fue enérgica y eficiente.

—Simon —dijo—. ¿Cómo van los negocios?

—Perfectamente, Lissandra —contestó Kress—. Tengo un trabajo para ti.

—¿Un traslado? Mi precio ha subido desde la última vez, Simon. Han pasado diez años, después de todo.

—Serás bien pagada —dijo Kress—. Ya sabes que soy generoso. Te necesito para controlar una plaga.

Lissandra sonrió ligeramente.

—No hace falta que uses eufemismos, Simon. La llamada no está controlada.

—No, hablo en serio. Tengo un problema con ciertos insectos. Son peligrosos. Encárgate de ellos. Sin preguntas. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Perfecto. Necesitarás…, oh, tres o cuatro ayudantes. Vengan con ropa resistente al calor y lanzallamas, o láseres, algo así. Vengan a mi casa, ya verán el problema. Bichos, montones y montones de bichos. En mi jardín y en la vieja piscina encontrarán castillos. Destrúyanlos, maten todo lo que haya en ellos. Luego llamen a la puerta y les explicaré el resto del trabajo. ¿Puedes venir enseguida?

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