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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (28 page)

—Cuidado —dijo Jill—. Voy a ponerme celosa. Mi compañera de piso y yo nos despreciamos cordialmente. —Sonrió—. ¿Y qué ocurrió?

Ted se encogió de hombros.

—La historia de siempre —dijo—. Nos graduamos, nos separamos. Recuerdo la última noche en la vieja casa. Fumamos una tonelada de droga, y nos pusimos muy tontos. Nos juramos amistad eterna. Nunca seríamos extraños, pasara lo que pasara, y si alguno necesitaba ayuda, bien, los otros siempre estarían allí. Cerramos el trato con…, bueno, con una especie de orgía.

Jill sonrió.

—Conmovedor —observó—. Jamás soñé que fueras así.

—Aquello no duró, claro —continuó Ted—. Lo intentamos, debo admitir eso. Pero las cosas cambiaron mucho. Yo me matriculé en la facultad de derecho, y acabé aquí, en Chicago. Michael consiguió un empleo en una editorial de Nueva York. Ahora es editor de
Random House
, casado y divorciado, dos hijos. Solíamos escribirnos. Ahora intercambiamos postales de Navidad. Anne es maestra. Estaba en Phoenix, es lo último que sé, pero eso fue hace cuatro o cinco años. A su marido no le gustamos demasiado los demás, la única vez que nos reunimos. Creo que Anne debió contarle lo de la orgía.

—¿Y tu huésped?

—Melody. —Ted suspiró—. Se convirtió en un problema. En la universidad era maravillosa. Atrevida, bonita, un espíritu realmente libre. Pero después no supo cambiar. Intentó ganarse la vida como pintora durante dos años, pero no tenía habilidad suficiente. No llegó a ninguna parte. Tuvo un par de relaciones amorosas que al final se avinagraron, se casó luego con un tipo una semana después de conocerlo en una taberna. Eso fue terrible. Él solía emborracharse y la golpeaba. Melody aguantó seis meses, y por fin consiguió el divorcio. El ex marido siguió persiguiéndola durante un año para darle palizas, hasta que finalmente se asustó y se marchó. Después de eso Melody se dio a las drogas, malo. Pasó cierto tiempo en una casa de caridad. Cuando salió, todo continuó más o menos igual. Es incapaz de conservar un empleo, no puede mantenerse apartada de la droga. Sus relaciones afectivas no duran más de unas semanas. Ha dejado estropear su cuerpo.

Ted meneó la cabeza.

Jill se mordió los labios.

—Parece una mujer necesitada de ayuda —dijo.

Ted se sonrojó, y contestó con enfado.

—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no hemos intentado ayudarla? ¡Dios! Cuando estaba intentando ser artista, Michael le consiguió un par de portadas para la editorial donde trabajaba. Melody no sólo no respetó el plazo de entrega sino que además se enzarzo en una discusión a gritos con el director artístico. Eso casi le costó el empleo a Michael. Yo viajé a Cleveland y me encargué de su divorcio, gratis. Volví dos meses más tarde, y estuve bastante tiempo allí para intentar que la policía la protegiera de su ex marido. Anne la acogió en su casa porque no tenía ningún sitio donde vivir, consiguió que siguiera un programa de rehabilitación para drogadictos. A cambio, Melody trató de seducir al novio de Anne…, dijo que deseaba compartirlo, como habían hecho en los viejos tiempos. Los tres le hemos prestado dinero. Ella jamás ha devuelto un centavo. Y hemos prestado atención a sus problemas, Dios, la hemos escuchado. Hubo un período, hace pocos años, en que ella telefoneaba todas las semanas, por lo general teniendo que pagar yo la llamada, para contar una nueva tristeza. Lloraba mucho por teléfono. Si «Reina por un día» siguiera en la programación, ¡Melody sería la participante ideal!

—Empiezo a comprender por qué no te emociona su visita —dijo secamente Jill—. ¿Qué piensas hacer?

—No lo sé —replicó Ted—. No debí dejarla entrar. Las últimas veces que telefoneó, yo le colgaba el teléfono, y eso pareció dar buen resultado. Al principio me sentí culpable, pero eso pasó. Y esta mañana Melody tenía un aspecto tan patético que no supe como echarla. Supongo que tendré que acabar como un bruto, y soportar una escena. No hay otra solución. Ella me acusará de todo, me recordará que fuimos muy buenos amigos, las promesas que nos hicimos, amenazará con suicidarse… Me esperan momentos divertidos.

—¿Puedo ayudar? —preguntó Jill.

—Recoge mis restos después —dijo Ted—. Siempre es agradable tener una persona cerca después, una persona que te diga que no eres un hijo de perra por más que hayas tirado a las cloacas a una vieja y querida amiga.

Estuvo fatal en el juicio esa tarde. Sus pensamientos estaban ocupados con Melody, y la estrategia que más le preocupaba era la relativa a cómo librarse de ella con el menor dolor posible, en lugar del caso que le ocupaba. Melody había bailado flamenco en su psique demasiadas veces, Ted no iba a consentir que le desangrara en esta ocasión, ni que le dejara como recuerdo un fracaso emotivo.

Cuando regresó a su apartamento con una bolsa de comida china bajo el brazo (había decidido que no deseaba invitarla a un restaurante), Melody estaba sentada, desnuda en el centro de la sala, riéndose como una tonta y olisqueando un polvillo blanco. Levantó la cabeza muy contenta al ver a Ted.

—Ven —dijo—. He conseguido un poco de coca.

—Dios —maldijo Ted. Soltó la comida y el maletín y avanzó furioso por la alfombra—. ¡No puedo creerlo! —rugió—. ¡Soy abogado, por el amor de Dios! ¿Quieres que me expulsen del colegio?

Melody tenía la coca en un papelito cuadrado, y estaba aspirándola con un billete de dólar. Ted le arrebató todo con brusquedad y ella se echó a llorar. El abogado fue al cuarto de baño y tiró la droga por el retrete, con billete de dólar incluido. Pero no era de un dólar, observó Ted mientras el papel era succionado. Era de veinte dólares. Eso le enfureció aún más. Cuando volvió a la sala, Melody continuaba sollozando.

—Basta ya —dijo él—. No quiero oírte más. Y ponte algo encima. —Tuvo otra sospecha—. ¿De dónde sacaste el dinero para comprar esa porquería? —inquirió—. ¿Eh, de dónde?

Melody gimoteó.

—Vendí algunas cosas —dijo tímidamente—. No pensé que te importara. Era coca de primera.

Melody se apartó de él y se tapó la cara con un brazo, como si Ted fuera a pegarle.

Ted no tenía que preguntar de quién eran las cosas que ella había vendido. Lo sabía. Melody había hecho la misma jugarreta a Michael hacía años, o eso le habían dicho. Suspiró.

—Vístete —repitió en tono de fatiga—. He traído comida china.

Más tarde comprobaría qué faltaba en la casa, y llamaría por teléfono a la compañía de seguros.

—La comida china no te sienta bien —dijo Melody—. Está llena de glutamato monosódico. Te produce dolor de cabeza, Ted.

Pero Melody se levantó muy obediente, si bien con poca firmeza, y se dirigió al cuarto de baño. Y volvió al cabo de unos minutos vestida con una prenda que dejaba al descubierto hombros y espalda, y unos andrajosos pantalones cortos. Nada más, supuso Ted. Hacía un par de años Melody debía haber decidido que la ropa interior no le sentaba bien.

Olvidando el comentario sobre el glutamato monosódico, Ted tomó unos platos y sirvió la comida china en la parte del salón dedicada a comedor. Melody cenó con aceptable docilidad, mojando todos los bocados en salsa de soja. De vez en cuando se reía tontamente de algún chiste secreto, luego se ponía seria y seguía comiendo. Al abrir su galleta china, una amplia sonrisa iluminó su semblante.

—Mira, Ted —dijo muy contenta, y le mostró la envoltura de papel.

Ted la leyó. «Los viejos amigos son los mejores amigos», decía.

—Oh, mierda —murmuró.

Ni siquiera desenvolvió su galleta. Melody quiso saber el motivo.

—Deberías leerlo, Ted —le dijo—. Da mala suerte no leer tu galleta china.

—No quiero leerla —repuso él—. Voy a quitarme el traje. —Se levantó—. No hagas nada.

Pero cuando volvió, Melody había puesto un álbum en el estéreo. Al menos no había vendido eso, pensó Ted, tranquilizado.

—¿Quieres que baile para ti? —preguntó Melody—. ¿Recuerdas cómo bailaba para ti y para Michael? Muy sexy… Tú solías comentarme que bailaba muy bien. Que podía ser bailarina si quisiera.

Dio algunos pasos en el centro del salón, tropezó y estuvo a punto de caerse. Fue grotesco.

—Siéntate, Melody —dijo Ted, con la máxima severidad posible—. Tenemos que hablar.

Melody se sentó.

—No llores —advirtió Ted antes de empezar—. ¿Me has entendido? No quiero que llores. No podemos hablar si lloras en cuanto digo alguna cosa. Ponte a llorar y la conversación habrá terminado.

Melody asintió.

—No lloraré, Ted —prometió—. Ahora me siento mucho mejor que esta mañana. Ahora estoy contigo. Me haces sentir mejor.

—No estás conmigo, Melody. Olvida eso.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—Eres mi amigo, Ted. Tú, Michael y Anne, los amigos especiales.

Ted suspiró.

—¿Qué pasa, Melody? ¿Por qué estás aquí?

—Perdí mi empleo, Ted —dijo ella.

—¿El de camarera? —preguntó él.

La última vez que la había visto, hacía tres años, Melody atendía las mesas de un bar de Kansas City.

Melody parpadeó, confusa.

—¿Camarera? —dijo—. No, Ted. Eso fue antes. Eso fue en Kansas City. ¿No te acuerdas?

—Me acuerdo muy bien —dijo Ted—. ¿Qué empleo perdiste?

—Era un trabajo asqueroso —contestó ella—. En una fábrica. En Iowa. En Des Moines. Es un sitio asqueroso. No fui a trabajar, por eso me echaron. Estaba agotada, ¿sabes? Necesitaba un par de días de reposo. Habría vuelto al trabajo. Pero me echaron. —De nuevo estaba al borde del llanto—. Hace tiempo que no consigo un buen empleo, Ted. Me especialicé en arte. ¿Te acuerdas? Tú, Michael y Anne tenían mis dibujos colgados en vuestras habitaciones. ¿Todavía tienes mis dibujos, Ted?

—Sí —mintió él—. Por supuesto. Están por ahí.

Se había desembarazado de ellos hacía años. Le recordaban demasiado a Melody, y eso era espantoso.

—En fin, cuando perdí mi empleo, Johnny dijo que yo no traía dinero a casa. Johnny era el tipo que vivía conmigo. Dijo que no pensaba mantenerme, que tenía que conseguir trabajo, pero no pude. Lo intenté, Ted, pero no pude. Johnny habló con un hombre, y me dieron un empleo en una sala de masajes, ¿sabes? Y me llevó allí, pero era un local de mala muerte. Yo no quería trabajar en una sala de masajes, Ted. Yo estaba graduada en arte.

—Lo recuerdo, Melody —dijo Ted.

Al parecer ella esperaba que contestara algo.

Melody asintió.

—Por eso no lo acepté, y Johnny me echó a la calle. No tenía sitio adonde ir, ¿comprendes? Y pensé en ti, en Anne, en Michael. ¿Recuerdas la última noche? Todos dijimos que si alguno necesitaba ayuda…

—Lo recuerdo, Melody —repuso Ted—. No tan a menudo como tú, pero lo recuerdo. Ni siquiera nos permites olvidar eso, ¿eh? Pero vamos a dejarlo. ¿Qué quieres esta vez?

Su tono era seco y frío.

—Eres abogado, Ted —dijo ella.

—Sí.

—Bien, pensé… —Sus largos y delgados dedos dieron nerviosos tirones a sus mejillas—. Pensé que podrías conseguirme trabajo. Puedo ser secretaria. En tu despacho. Estaríamos juntos otra vez, todos los días, como antes. O tal vez —su rostro se iluminó visiblemente—, tal vez podría ser una de esas personas que toman fotos en la sala del tribunal. Ya me entiendes. Fotos de Patty Hearst y gente así. Para televisión. Yo lo haría muy bien.

—Esos artistas trabajan para las emisoras de televisión —explicó con paciencia Ted—. Y no hay vacantes en mi despacho. Lo siento, Melody. No puedo conseguirte un empleo.

Melody lo aceptó asombrosamente bien.

—De acuerdo, Ted —contestó—. Puedo encontrar trabajo, supongo. Buscaré uno yo sola. Pero…, déjame vivir aquí, ¿de acuerdo? Podemos volver a ser compañeros de piso.

—Oh, Dios —dijo Ted. Se recostó y cruzó los brazos—. No —añadió llanamente.

Melody apartó la mano de su cara y miró a Ted con aire suplicante.

—Por favor, Ted —gimoteó—. Por favor.

—No —repitió él.

La palabra permaneció suspendida en el aire, fría y definitiva.

—Eres mi amigo, Ted —dijo ella—. Lo prometiste.

—Puedes quedarte aquí una semana —repuso Ted—. Nada más. Tengo mi vida personal, Melody. Tengo mis problemas. Estoy cansado de resolver los tuyos. Los tres estamos cansados. No eres más que problemas. En la universidad, eras una chica divertida. Pero has dejado de serlo. Te he ayudado, te he ayudado y te he ayudado. ¿Qué más quieres de mí? —Estaba enfadándose más conforme hablaba—. Las cosas cambian, Melody —prosiguió brutalmente—. Las personas cambian. No puedes atarme para siempre a una promesa tonta que hice cuando estaba fuera de juicio en la universidad. No soy responsable de tu vida. Endurécete, maldita sea. Haz un esfuerzo. Yo no puedo hacerlo por ti, estoy harto de todos tus conflictos. Ni siquiera deseo volver a verte, Melody, ¿lo sabías?

Ella gimoteó.

—No digas eso, Ted. Éramos amigos. Tú eres especial. Mientras te tenga a ti, a Michael y a Anne, nunca estaré sola, ¿no lo entiendes?

—Estás sola —dijo él.

Melody le enfurecía.

—No, no es verdad —insistió ella—. Tengo mis amigos, mis amigos especiales. Ellos me ayudarán. Tú eres mi amigo, Ted.

—Fui tu amigo en otro tiempo —replicó él.

Melody le miró fijamente, con los labios temblorosos, tan herida que se había quedado muda. Por unos instantes Ted pensó que la presa iba a reventar, que Melody estaba a punto de estallar y a iniciar una de sus maratonianas borracheras de lágrimas. En vez de ello, se produjo un cambio en el semblante de la mujer. Palideció de forma visible, y contrajo los labios poco a poco, y su expresión formó una terrible máscara de cólera. Era espantosa cuando se enfadaba.

—Bastardo —dijo Melody.

Ted ya había pasado por eso. Se levantó del sofá y se acercó al mueble bar.

—No empieces —contestó mientras se servía un whisky con hielo—. A la primera cosa que tires, te echaré de inmediato a la calle. ¿Has oído eso, Melody?

—Eres una basura —dijo ella—. Nunca fuiste mi amigo. Ninguno de ustedes lo fue. Me mintieron, me hicieron confiar en ustedes, me utilizaron. Ahora han subido mucho y son muy poderosos, y yo no soy nadie, y no quieren saber nada de mí. No quieren ayudarme. Nunca han querido ayudarme.

—Yo te he ayudado —observó Ted—. Varias veces. Me debes una cantidad cercana a los dos mil dólares, creo.

—Dinero —repuso ella—. Eso es lo único que te preocupa, bastardo.

Ted sorbió el whisky y la miró ceñudamente.

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