George R. R. Martin, ganador de un premio Nébula y tres Hugo por sus obras de ciencia ficción, nos presenta en esta antología una selección de sus mejores relatos de terror, que atrapan irremediable y fatalmente al lector desde la primera frase. Evidenciando su gran maestría para atemorizar, nos traslada desde el corazón ardiente de un ghetto de gran ciudad al gélido espacio interestelar.
Junto a relatos de terror contemporáneo y futurístico, encontramos otros de terror puro, como «El tratamiento del mono», que oscila entre el miedo aterrador y el cómico; un obeso que desea ser delgado, sigue un insólito tratamiento…
«Los reyes de la arena» añade al terror unos componentes de ciencia ficción: en el futuro lejano de un mundo remoto, un excéntrico millonario se divierte haciendo guerrear entre sí unas colonias de insectos de las que él es el dios. Pero los insectos empiezan a actuar por su cuenta…
Pero hay más… Modernos ladrones de cadáveres que operan en Chicago; un mundo poblado por gusanos gigantescos y por razas degeneradas; la exótica araña de los sueños…
George R. R. Martin
Canciones que cantan los muertos
ePUB v1.0
Crubiera02.04.13
Título original:
Song the Dead Men Sing
George R. R. Martin, 1983.
Traducción: César Terrón.
Diseño portada: Ediciones Martínez Roca.
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Kenny Dorchester era un hombre obeso.
No siempre había sido obeso, por supuesto. Llegó al mundo como un bebé perfectamente normal de modesto peso, pero la normalidad fue efímera en el caso de Kenny, y al cabo de poco tiempo se convirtió en una criatura de sonrosadas mejillas bien empañada en grasa de bebé. A partir de entonces todo fue cuesta abajo y báscula arriba por lo que a él concernía. Fue un niño gordinflón, un corpulento adolescente y un universitario definitivamente porcino, todo ello a su debido tiempo, y al llegar a la edad adulta dejó atrás esas etapas intermedias y se graduó en plena obesidad.
Las personas se vuelven obesas por una diversidad de complejas razones, algunas fisiológicas y otras psicológicas. La razón de Kenny era relativamente sencilla: comida. A Kenny Dorchester le encantaba comer. A menudo parafraseaba a Will Rogers mientras guiñaba el ojo y comentaba a sus amigos que jamás había encontrado un alimento que no le gustara. Esto no era exactamente cierto, ya que Kenny odiaba el hígado y el zumo de ciruela. Tal vez, si su madre se los hubiera servido con más frecuencia durante la infancia, no habría alcanzado la circunferencia y la gravedad que tanto le obsesionaron en su madurez. Por desgracia, Gina Dorchester se mostraba más inclinada a la lasagna y al pavo relleno estofado y a los boniatos y al budín de chocolate y a la ternera de primera y a las mazorcas de maíz con mantequilla y al montón de pastelillos de frutas (aunque no todo ello en una sola comida), que al hígado y al jugo de ciruela. Y en cuanto Kenny expresó sus preferencias al respecto vomitando en el plato el hígado, su madre, muy servicial, jamás volvió a ofrecerle ni hígado ni zumo de ciruela. De esta forma, sin saberlo, Gina Dorchester puso a su hijo en el blando y seboso camino que llevaba al tratamiento del mono. Pero eso fue hace mucho tiempo y en realidad es imposible culparla, puesto que fue el mismo Kenny el que, comiendo, se abrió paso hacia allí.
A Kenny le gustaba la pizza de salchicha picante, o una pizza sencilla, o la pizza de picadillo de cualquier cosa que contuviera anchoas. Kenny era capaz de comerse un costillar entero hecho a la brasa, tanto de vaca como de puerco, y cuanto más picante fuera la salsa, más la aprobaba, Le gustaban muchísimo las costillas de primera calidad, y el pollo asado, y las gallinas estilo Rock Cornish rellenas de arroz, y no era la clase de persona que pone reparos a un sabroso solomillo, una bandeja de gambas a la plancha o una buena ración de kielbasa. Le gustaban las hamburguesas acompañadas de cualquier cosa, y las frituras con aros de cebolla al lado (por favor). Nada se podía hacer con su amiga la patata que le pusiera en contra de ella, pero además tenía predilección por las pastas y el arroz, y por las batatas en almíbar y sin almíbar, e incluso por el puré de nabos. «Los postres son mi ruina», decía a veces, porque le gustaba el dulce de todas las clases, en especial la tarta de chocolate, el pastel de manzanas con queso (Cheddar, si hace el favor) o quizás un pastel de fresas con nata. «El pan es mi ruina», decía en otras ocasiones, cuando creía probable que no hubiera postres, y dicho esto cortaba otro trozo de pan, o ponía mantequilla en otro bollo, o extendía la mano hacia otra rebanada de pan de ajo, que era un vicio especial. Kenny tenía infinidad de vicios especiales. Se consideraba una autoridad en restaurantes selectos y cadenas de comidas rápidas, y podía disertar interminable y expertamente sobre ambos temas. Gozaba con la comida griega, china, japonesa, coreana, alemana, italiana, francesa e hindú, y siempre estaba a la expectativa de nuevos grupos étnicos para poder «expandir mis horizontes culturales». Tras la caída de Saigón, Kenny especuló sobre cuántos refugiados vietnamitas podrían inaugurar restaurantes. Cuando viajaba, Kenny daba siempre mucha importancia a devorar la especialidad de la región, y podía informar de los mejores lugares para comer en cualquiera de veinticuatro importantes ciudades norteamericanas, al mismo tiempo que recordaba orgullosamente las comidas que había disfrutado en todas ellas. Sus autores favoritos eran James Beard y Calvin Trillin.
«¡Tengo una vida sabrosa!», proclamaba Kenny Dorchester, con el semblante iluminado. Y era cierto. Pero Kenny tenía además un secreto. No solía pensar en ello con frecuencia y jamás lo mencionaba, pero estaba ahí a pesar de todo, en el centro de su ser, bajo sus enormes michelines, y ni todas las salsas del mundo podían ahogarlo, como tampoco su leal tenedor podía mantenerlo a raya.
A Kenny Dorchester no le gustaba ser gordo.
Kenny era como un hombre torturado por tener dos amantes, porque si bien amaba la comida con permanente pasión, también soñaba en otros amores, en mujeres, y sabía que para asegurar lo primero tenía que renunciar a lo segundo, y esa certeza era su secreta pena. A menudo forcejeaba con el dilema planteado por su situación. Creía que, si bien era preferible ser delgado y tener una mujer que ser gordo y tener únicamente una sopa de mariscos, no por fuerza había que desdeñar lo último. Ambas cosas eran fuente de felicidad, al fin y al cabo, y la verdadera pena afligía a las personas que renunciaban a una de ellas y no lograban conseguir la otra. Nada deprimía o entristecía tanto a Kenny como la visión de una persona obesa comiendo requesón. Esos seres humanos tan patéticos nunca parecían adelgazar de modo apreciable, pensaba Kenny, y estaban condenados a pasar por la vida faltos de mujeres y mariscos, un destino demasiado sombrío para considerarlo.
Sin embargo, pese a todos sus recelos, la secreta pena de Kenny Dorchester se encendía violentamente a veces, y le llenaba de una sensación de firmeza que le hacía creer que cualquier cosa era posible. La visión de una mujer particularmente hermosa o la noticia de una dieta nueva, indolora y maravillosamente efectiva eran en especial propensas a excitar lo que Kenny consideraba como sus «aberraciones». Cuando se presentaba ese mal humor, Kenny se sentía impulsado a la dieta.
Con el paso de los años ensayó todas las dietas posibles, breve y secretamente. Probó la del doctor Atkins, la del doctor Stillman, la de pomelos y la de arroz integral. Probó la dieta de proteína líquida, que fue francamente desagradable. Vivió una semana con pastillas para adelgazar, hasta que agotó los sabores y se hartó. Se hizo socio de un club para adelgazar y asistió a varias reuniones, hasta que descubrió que la compañía de sus colegas no le servía para nada, ya que todos hablaban solamente de comida. Inició una huelga de hambre que duró hasta que empezó a sentirse hambriento. Ensayó la dieta de jugo de fruta, y la dieta del bebedor (aunque él no era bebedor), y la de martinis con nata (omitió los martinis). Un hipnotizador le dijo que sus comidas favoritas tenían mal sabor y que de todas formas no tenía hambre, pero era una maldita mentira, y ahí acabó la hipnosis. Modificó su conducta de modo que dejaba el tenedor en la mesa entre dos bocados, usaba platos pequeños que parecían llenos con muy poca cosa, y apuntaba todo lo que comía en una libreta. Todo eso acabó con un montón de libretas, muchísimos platillos que lavar y una habilidad manual poco común para dejar y tomar el tenedor. Su dieta favorita era la que explicaba que podías comer cuanto quisieras de tu comida favorita, siempre que no comieras más que eso. El único problema era que Kenny no podía decidir cuál era realmente su plato favorito, y por eso comía costillas una semana, pizza otra semana y pato pequinés otra más (esa semana era muy costosa), y no perdía un gramo, pero lo pasaba muy bien.
La mayor parte de las aberraciones de Kenny Dorchester duraban una semana o dos. Después, como hombre que sale de la niebla, miraba alrededor y comprendía que era un miserable acabado, que había perdido relativamente poco peso y que estaba en peligro inminente de convertirse en uno de aquellos gordos devoradores de requesón que tanta pena le producían. En ese momento rechazaba la dieta, salía a disfrutar una buena comida y volvía a su personalidad normal durante otros seis meses, hasta que su pena secreta emergía de nuevo.
Un viernes por la noche vio a Henry Moroney en el Slab.
El Slab era la taberna favorita de Kenny para comer carne a la brasa. Su especialidad eran las costillas, tostadas, carnosas y servidas goteando una salsa que Kenny aprobaba por completo. Y los viernes el Slab ofrecía todas las costillas que pudieras comer por sólo quince dólares, un precio prohibitivamente elevado para muchas personas, pero una ganga para Kenny, capaz de comer muchísimas costillas. Ese viernes en particular, Kenny acababa de tragarse la primera ración y estaba aguardando la segunda, bebiendo cerveza y comiendo pan, cuando levantó la cabeza por casualidad y vio, sobresaltado, que el delgado y macilento tipo de la mesa contigua era en realidad Henry Moroney.
Kenny Dorchester se quedó perplejo. La última vez que había visto a Henry Moroney ambos eran infelices socios del club de obesos, y aquel hombre era el único miembro que pesaba más que Kenny. Una enorme ballena grasosa, Moroney ostentaba el cruel apodo de «Huesudo», como había confesado a los compañeros del club. Pero en ese momento el apodo parecía conveniente. Moroney, además de estar tan delgado que se le veían las costillas, tenía la mesa llena de huesos. Ese fue el detalle que intrigó a Kenny Dorchester. Todos aquellos huesos. Empezó a contarlos, y perdió la cuenta al cabo de unos instantes, ya que los huesos estaban en desorden, dispersos en los vacíos platos entre salsa casi seca. Pero de la simple masa de huesos se deducía con claridad que Moroney había devorado como mínimo cuatro costillares, o quizá cinco.
Kenny Dorchester pensó que Henry «Huesudo» Moroney sabía el secreto. Si existía un medio de perder decenas de kilos y a pesar de todo se podían consumir cinco costillares de una sentada, Kenny debía conocerlo desesperadamente. Así pues, se levantó, se acercó a la mesa de Moroney, y se sentó no sin esfuerzos delante de él.