—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer.
El mono le dio un tirón a la oreja. Kenny intentó ignorar el dolor y siguió hablando, pero el animal siguió golpeándole hasta que por fin se estremeció, sollozó y colgó el auricular.
«Esto es una pesadilla —pensó Kenny—, una terrible pesadilla». Y pensando en esto se levantó y fue dando tumbos hasta la cama, con la esperanza que todo sería normal por la mañana, que el mono sería simplemente parte de un miserable sueño, sin duda provocado por una indigestión.
El despiadado mono ni siquiera le permitió dormir bien, descubrió Kenny. Estaba acostumbrado a reposar apoyado sobre la espalda, con las manos muy decorosamente cruzadas encima del estómago. Pero cuando se desnudó y trató de adoptar esta posición, los puños del mono cayeron como lluvia sobre la pobre cabeza de Kenny, igual que una furiosa y peluda granizada. Al parecer, el mono no estaba dispuesto a morir aplastado entre la mole de Kenny y las almohadas. Kenny chilló de dolor y se dio media vuelta. Estuvo muy incómodo así y tuvo dificultades para dormirse, pero fue la única forma para que el mono le dejara en paz.
A la mañana siguiente Kenny Dorchester flotó poco a poco hacia el estado insomne, con la mejilla aplastada contra las almohadas y el brazo derecho todavía dormido. Tuvo miedo de moverse. Todo era un sueño, pensó, no existía el mono, qué tontería, ¡un mono!, todo se debía a las explicaciones de «Huesudo» Moroney sobre aquel «tratamiento del mono», él había soñado en eso y había tenido una pesadilla. No notaba nada en la espalda, nada. La mañana era igual que cualquier otra. Abrió un nublado ojo. El dormitorio parecía perfectamente normal. De todas formas, tenía miedo de moverse. Se estaba muy tranquilo tumbado, sin mono, y él deseaba saborear la sensación. Por eso Kenny permaneció muy quieto durante largo rato, contemplando el lento cambio de los números en su reloj digital.
Después el estómago empezó a gruñirle.
—¡No hay ningún mono! —proclamó en voz alta, y se incorporó en la cama.
Notó que el mono se movía.
Kenny tembló y estuvo a punto de echarse a llorar otra vez, pero se dominó con esfuerzo. Ningún mono se aprovecharía de Kenny Dorchester, pensó. Tras hacer una mueca, se puso las zapatillas y caminó pausadamente hacia el cuarto de baño.
El mono atisbó cautelosamente desde detrás de su cabeza mientras Kenny se afeitaba. Kenny le lanzó una feroz mirada por el espejo del cuarto de baño. El animal parecía haber crecido un poco, pero eso apenas era sorprendente, teniendo en cuenta lo que había comido el día anterior. Kenny acarició la idea de intentar cortar el cuello al mono, pero decidió que su máquina de afeitar Norelco no era terriblemente apropiada para ese fin. Y aunque usara un cuchillo, dar tajos en su espalda mientras se miraba en el espejo constituía un asunto peligrosamente incierto.
Antes de salir del cuarto de baño, Kenny tuvo un capricho. Se puso encima de la báscula.
Los números se iluminaron al momento. Ciento sesenta y cinco. Igual que ayer, pensó Kenny. El mono no pesaba nada. Frunció el ceño. No, debía haber un error. Sin duda el mono pesaba un kilo o dos, pero su peso quedaba compensado por los kilos que había perdido Kenny. Él debía haber perdido algunos kilos, razonó, ya que no había podido comer nada desde hada muchas horas. Bajó de la báscula, y subió de nuevo rápidamente, para comprobar el peso. Seguía siendo de ciento sesenta y cinco. Kenny quedó convencido del hecho que había perdido peso. Tal vez obtuviera algún provecho de sus tormentos. El pensamiento le hizo sentirse raramente alegre.
Kenny se alegró aún más durante el desayuno. Por primera vez desde que consiguiera el mono, logró meterse comida en la boca.
Al llegar a la cocina, consideró comer una torrija o huevos con jamón, pero sólo unos instantes. Decidió que jamás lograría probar nada de eso. Con sombrío fatalismo, Kenny tomó un tazón y lo llenó de cereales y leche. Seguramente el mono se lo robaría de todas formas, pensó Kenny, y era absurdo buscar problemas.
Con la máxima rapidez posible se llevó la cuchara a la boca. El mono la vació. Kenny lo esperaba, sabía que iba a pasar eso, pero cuando el animal le arrebató la cuchara sintió un brusco y terrible pesar.
—No —dijo inútilmente—. No, no, no.
Oyó el ruido de los cereales masticados por aquella asquerosa boca de mono, y notó que corrían gotas de leche por su nuca. Las lágrimas se amontonaron en sus ojos al contemplar el tazón de cereales, tan cercano y sin embargo tan lejano.
Entonces tuvo una idea.
Kenny Dorchester se agachó de improviso y metió la cara en el tazón.
El mono le retorció la oreja, chilló y le golpeó la sien, pero Kenny no se preocupó. Succionó leche jubilosamente y engulló tantos cereales como su boca podía contener. Cuando la cola del mono restalló como un látigo y lanzó el tazón de la mesa al suelo, donde se hizo añicos, Kenny tenía una enorme boca llena y húmeda. Sus mejillas sobresalían y la leche goteaba de su mentón, y sin saber cómo se le había metido una hojuela en el orificio derecho de la nariz, pero Kenny estaba en el paraíso. Masticó y engulló con la máxima rapidez posible, y casi se atragantó con la comida.
En cuanto terminó, se relamió y se levantó con aire de triunfo.
—¡Ja, ja! —se rió—. ¡Ja, ja, ja!
Volvió al dormitorio con gran dignidad y se vistió mientras se burlaba del mono en el espejo de cuerpo entero. Lo había derrotado.
En los días y semanas que siguieron, Kenny Dorchester fijó una nueva clase de rutina diaria e inquieta adaptación a su mono. Fue más fácil de lo que Kenny supuso, excepto en las comidas. Cuando no tenía que luchar para meterse comida en la boca, casi era posible olvidarse por completo del animal. En el trabajo, el mono descansaba pacíficamente en su espalda mientras Kenny revolvía sus papeles y hacía sus llamadas telefónicas. Sus compañeros de trabajo no veían al mono o eran lo bastante educados para no hacer comentarios al respecto. La única dificultad se presentó un día durante el descanso para tomar café, cuando Kenny se acercó temerariamente al hombre que atendía la máquina para tratar de conseguir un pastelillo de queso. El mono se comió nueve antes que Kenny pudiera alejarse dando tumbos, y el encargado insistió en que Kenny lo había hecho cuando él estaba de espaldas.
Simplemente evitando los espejos, un hábito que Kenny Dorchester empezó a cultivar con tanta asiduidad como un vampiro, lograba apartar sus pensamientos del mono durante buena parte del día. Sólo tenía una dificultad, aunque se presentaba tres veces diarias: el desayuno, la comida y la cena. En esas ocasiones el animal se imponía por la fuerza y Kenny se veía obligado a soportarlo. Con el paso de las semanas, adoptó poco a poco la costumbre de pedir comida en tazones, para poder practicar lo que él denominaba «maniobra Kellogg». Mediante esta estratagema, Kenny solía conseguir al menos unos bocados todos los días.
A decir verdad, hubo problemas. La gente le miraba más bien extrañada cuando practicaba en público la maniobra Kellogg, y a veces hacía groseros comentarios sobre sus modales en la mesa. En una tienda especializada en comidas picantes muy frecuentada por Kenny, el propietario supuso que su cliente había sufrido un ataque cardíaco cuando se lanzó hacia las guindillas, y se enojó mucho con él después. En otra ocasión un plato de sopa le produjo quemaduras faciales y le dio el aspecto de un hombre que se sonroja constantemente. Y la última escena se produjo cuando Kenny fue echado corporalmente de la marisquería que era su favorita en todo el mundo, sólo porque metió la cara en una sopa de cangrejos y se puso a succionar el líquido ruidosamente. Kenny acabó en la calle y reprendió en voz alta y enérgica a los propietarios, recordándoles cuánto dinero había gastado allí a lo largo de los años. A partir de entonces comió a solas en su casa.
Pese al limitado éxito de la maniobra Kellogg, Kenny Dorchester siguió perdiendo nueve décimas partes de todas las comidas y la totalidad de algunas por culpa del voraz mono que ocupaba su espalda. Al principio siempre tenía hambre, se sentía deprimido con frecuencia y urdía planes para librarse del animal. El único problema de estos planes era que ninguno de ellos daba resultado. Un sábado Kenny fue al recinto de los monos en el zoo, con la esperanza que su animal saltara para jugar con otros de su raza, o que tal vez fuera en persecución de algún atractivo mono del sexo opuesto. En realidad, en cuanto Kenny entró en el recinto de los monos, todos los monos encarcelados allí corrieron a los barrotes de las jaulas y empezaron a gritar, chillar, escupir y dar alocados saltos. El mono de Kenny respondió del mismo modo, y cuando algunos de los animales enjaulados se pusieron a lanzar cortezas de cacahuete y otros desechos, Kenny se tapó las orejas con las manos y huyó. En otra ocasión Kenny visitó una taberna de la localidad y pidió varios vasos de whisky con cerveza, una bebida que consideraba particularmente arrolladora. Su intención era dejar al mono tan borracho que le fuera fácil quitárselo de encima. También este experimento tuvo consecuencias bastante desagradables. El animal bebió los vasos con tanta rapidez como Kenny los pedía, pero después del tercero empezó a seguir el ritmo de la música de discoteca que sonaba en el tocadiscos automático, tamborileando en la cabeza de su portador. A la mañana siguiente fue Kenny el que despertó con el martilleante dolor de cabeza; el mono parecía encontrarse muy bien.
Al cabo de un tiempo, Kenny acabó por renunciar a todos sus planes. El fracaso lo había desanimado, y además el problema parecía menos urgente que al principio. Kenny apenas tenía hambre después de la primera semana, de hecho. Pasó por un breve período de debilidad, caracterizado por frecuentes momentos de mareo, y luego una especie de euforia se apoderó de él. Se sentía maravillosamente, incluso mejor. ¡Estaba perdiendo peso!
A decir verdad, la pérdida de peso no se reflejaba en su báscula. Todas las mañanas Kenny se ponía encima del aparato, y todas las mañanas se iluminaba la cifra ciento sesenta y cinco. Pero ello se debía únicamente a que pesaba al mono además de a sí mismo. Kenny sabía que estaba perdiendo kilos; casi notaba los gramos y los milímetros que se fundían, y algunos de sus compañeros de trabajo también repararon en ello. Kenny lo confesaba sinceramente, con el rostro encendido. Cuando le preguntaban cómo estaba lográndolo, guiñaba un ojo y replicaba:
—¡El tratamiento del mono! ¡El misterioso tratamiento del mono!
No decía nada más. La única vez que intentó explicarse, el mono le asestó un golpe tan fuerte que casi le cercenó la cabeza, y los amigos de Kenny empezaron a murmurar sobre sus extraños espasmos.
Finalmente llegó el día en que Kenny tuvo que pedir a su tintorero que encogiera todos sus pantalones algunos centímetros. Esa fue una de las tareas más deliciosas de su vida, pensó Kenny.
No obstante, todo el placer se perdió en el mismo momento de salir de la tienda, cuando por casualidad miró a un lado y vio su reflejo en el escaparate. En su casa había quitado todos los espejos desde hacía tiempo, y por ello la visión de su mono le causó conmoción. Había engordado. Ya no era un animalillo. Estaba encogido en su espalda como un diabólico y deforme chimpancé, y la sonriente cara asomaba por encima de la cabeza de Kenny en vez de atisbar desde detrás. El mono era excesivamente grueso por debajo de su escaso pelo marrón, casi tan ancho como alto, y su gran cola llegaba hasta el mismo suelo. Kenny lo contempló horrorizado, y el mono le devolvió una risueña mirada. No eran extraños sus recientes dolores de cabeza, pensó Kenny.
Regresó a casa poco a poco, tras haber perdido todo el garbo de su paso, y se esforzó en pensar. Algunos perros del barrio le siguieron calle arriba, ladrando al mono. Kenny no les prestó atención. Sabía desde hada tiempo que los perros veían a su mono, igual que los monos del zoo. Sospechaba que los borrachos también lo veían. Un hombre le miró fijamente largo rato la noche en que visitó la taberna. Naturalmente, quizás el individuo miraba tan sólo los vasos de whisky y cerveza que se esfumaban.
Ya en su apartamento Kenny Dorchester se tendió de bruces en el sofá, metió un cojín bajo su mentón y encendió el televisor. Pero no prestó atención a la pantalla. Intentó explicarse la situación.
Hasta los anuncios de pizzas fueron insuficientemente distraídos, pese a que Kenny murmuró con aire ausente «Ah-h-h-h» como se supone que debe hacer cualquiera cuando el trozo de pizza, del que caen largas hebras de queso, se levanta por primera vez del plato.
Al terminar el programa, Kenny se levantó, apagó el televisor y se sentó ante la mesa del comedor. Tomó una hoja de papel y un lápiz corto y grueso. Con sumo cuidado, escribió una fórmula de lado a lado de la hoja y la contempló.
YO + MONO = 165 KILOS.
Había ciertas implicaciones perturbadoras en aquella fórmula, pensó Kenny. Cuanto más las consideró, menos le gustaron. Él estaba perdiendo peso, cierto, y no había que burlarse de eso… Sin embargo, la torva inflexibilidad de la fórmula sugería que buena parte del provecho tradicionalmente atribuido a la pérdida de peso jamás sería disfrutado por él. A despecho de la cantidad de grasa que lograra quitarse de encima, Kenny seguiría cargando con ciento sesenta y cinco kilos, y la tensión que soportaría su cuerpo sería la misma. En cuanto a ser esbelto, garboso y atractivo para las mujeres, ¿cómo pensar en eso mientras estuviera con el mono? Kenny pensó cómo le iría con una cita en una cena, y se estremeció.
—¿Dónde acabará todo esto? —dijo en voz alta.
El mono se movió, y emitió una vil risita.
Kenny frunció los labios en gesto de firme censura. Esto no podía continuar, decidió. Resolvió ir directamente a la fuente al día siguiente, y con esa idea firmemente implantada en su cabeza, se acostó.
Al día siguiente, después del trabajo, Kenny Dorchester regresó con un taxi al miserable barrio donde había sido sometido al tratamiento del mono.
La entrada había desaparecido.
Kenny permaneció en el asiento trasero del taxi (en esta ocasión tuvo la cordura de no bajarse, y además había dado una generosa propina por adelantado al conductor) y parpadeó sumido en confusión. Un suave, húmedo y gelatinoso gemido escapó de sus labios. La dirección era correcta, él lo sabía, aún conservaba el trozo de papel que le llevó allí la primera vez. Pero donde debía estar la sucia entrada de ladrillo adornada por un descolorido anuncio de Coca-Cola y flanqueada por dos solares desocupados, había sólo un gran solar vacío, repleto de hierbajos, basura y ladrillos rotos.