—Ningún honorario por el tratamiento del mono —repuso el hombretón, sonriente.
—Al menos déjeme llamar un taxi —dijo Kenny, pero era demasiado tarde: el hombretón había cerrado la puerta.
Kenny se acercó enfurecido y trató de abrirla de un tirón, pero fue imposible. Estaba cerrada con llave.
—¡Abra, el de adentro! —exigió Kenny con toda la fuerza de sus pulmones.
No hubo réplica. Gritó de nuevo, y notó de pronto, desagradablemente, que alguien estaba observándole. Se volvió. A lo largo de la calle tres viejos borrachines estaban sentados en el porche de una tienda cerrada con tablas. Se pasaban una botella en una pardusca bolsa de papel y miraban a Kenny con ojos fatigados.
En ese momento, Kenny Dorchester recordó que estaba en la calle a plena luz del día, con un mono a la espalda.
El rubor trepó por su cuello y se extendió por sus mejillas. Se sentía muy ridículo.
—¡Una mascota! —gritó a los borrachines, mientras esbozaba una forzada sonrisa—. ¡Sólo es mi pequeña mascota!
Siguieron mirándole. Kenny lanzó una última mirada de enojo a la cerrada puerta y se fue calle abajo, alzando y bajando furiosamente las piernas. Tenía que ir a algún sitio privado.
Al doblar la esquina, encontró una oscura callejuela detrás de dos viejas casas de pisos de alquiler, y se adentró en ella, respirando como un asmático. Tomó asiento pesadamente en un bote de basura, sacó el pañuelo y se enjugó la frente. El mono varió un poco su posición, y Kenny notó el movimiento.
—¡Largo! —exclamó.
Se llevó el brazo a la espalda otra vez para intentar aferrar por el cogote al animal…, y éste le esquivó de nuevo. Kenny guardó el pañuelo y buscó a tientas detrás de su cabeza, pero no consiguió agarrar al mono. Por fin, agotado, se detuvo y trató de pensar.
¡Las patas!, pensó. ¡Las patas debajo de mis barbillas! ¡Ahí está la solución! Con gran calma y deliberación, alzó el brazo y buscó las patas del mono, y envolvió ambas con sus carnosas manazas. Respiró profundamente y de un modo salvaje trató de separarlas, como si fueran los dos extremos de una gigantesca espoleta de ave.
El mono le atacó.
Una mano retorció su oreja derecha dolorosamente, hasta que Kenny pensó que iba a arrancársela. La otra mano golpeó su sien, tocando un furioso tamborileo. Kenny Dorchester aulló de angustia y soltó las patas del mono…, que no se habían separado pese a todos sus esfuerzos. El animal dejó de golpearle y le soltó la oreja. Kenny sollozó, en parte de alivio y en parte de frustración. Se sentía destrozado.
Estuvo sentado en el inmundo callejón durante siglos, derrotado en sus esfuerzos para deshacerse del mono y temeroso de volver a la calle, donde la gente le señalaría con el dedo y se reiría, o haría groseros e insultantes comentarios en voz baja. Era difícil ir por la vida siendo un hombre gordo, pensó Kenny. Mucho peor, por tanto, enfrentarse al cruel mundo siendo un hombre gordo con un mono a la espalda. Kenny no quería saber cuánto peor. Decidió seguir sentado en el cubo de basura de la oscura callejuela hasta que muriera él o el mono, antes que arriesgarse a la vergüenza y al ridículo en las calles.
Su determinación duró cerca de una hora. Después Kenny Dorchester empezó a tener hambre. Tal vez la gente se riera de él, pero así había sido siempre. ¿Qué importaba eso? Se levantó y se sacudió el polvo, mientras el mono se colocaba más cómodamente en su cuello. Kenny no prestó atención al animal y decidió ir en busca de una pizza de salchicha picante.
No fue fácil. La abismal barriada donde se había perdido tenía un exceso de borrachos, quinceañeros de peligroso aspecto y casas destrozadas o tapiadas, pero contaba con escasas pizzerías. Y no había taxis. Kenny recorrió la calle principal con enérgica dignidad, sin mirar a los lados, encaminándose hacia barrios más seguros con la máxima rapidez que le permitían sus rollizas y cortas piernas. Dos veces se topó con cabinas telefónicas y sacó ansiosamente una moneda para pedir transporte, pero en ambas ocasiones los teléfonos estaban averiados. «Vándalos —pensó Kenny Dorchester—, tan malos como las ratas».
Por fin, tras lo que pareció un paseo de horas, encontró una cafetería barata. El letrero de la entrada decía John's Grill y había un anuncio luminoso donde se leía simplemente Comidas. Kenny conocía muy bien esas encantadoras letras, y vio el anuncio luminoso a dos manzanas de distancia. Le atrajo como un faro. Antes de entrar ya conocía las escasas posibilidades que un local así incluyera pizzas de salchicha picante en su carta, pero por entonces Kenny había dejado de preocuparse por eso.
Al empujar la puerta para abrirla, Kenny experimentó un breve momento de aprensión, en parte porque se sentía desplazado en la cafetería, donde el resto de clientes tenían aspecto de asesinos, y en parte porque temía que no quisieran servirle a causa del mono que llevaba a la espalda. Sumamente incómodo en la entrada, se dirigió enseguida a una mesa en un oscuro rincón, donde esperaba eludir las miradas de curiosidad. Una enjuta camarera de cabello cano, vestida con un descolorido uniforme de color rosa, avanzó resuelta hacia él, y Kenny tomó asiento con la mirada baja. Manoseó nerviosamente el salero, la pimienta y el ketchup, temiendo el momento en que la mujer llegara y dijera: «¡Eh, no puede entrar con ese bicho!».
Pero cuando llegó a la mesa, la camarera se limitó a sacar una libreta del bolsillo de su delantal y permaneció a la espera, bolígrafo en mano.
—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué va a ser?
Kenny alzó los ojos, asombrado, y sonrió. Tartamudeó un poco, pero después se recobró y pidió tortilla de queso con una doble ración de tocino, café y un buen vaso de leche, y tostadas de mantequilla con canela y azúcar.
—¿Tienen pan de trigo? —preguntó esperanzado, pero la camarera meneó la cabeza y se fue.
Qué mujer tan maravillosa y amable, pensó Kenny mientras aguardaba su comida y desmenuzaba pensativamente una servilleta de papel. ¡Qué lugar tan maravilloso! ¡Vaya, ni siquiera habían mencionado su mono! Qué educados.
La comida no tardó en llegar.
—Ahhh —dijo Kenny, mientras la camarera la dejaba delante de él en la mesa de formica.
Estaba hambriento. Eligió una tostada y se la llevó a la boca.
Y una mano de mono salió como una flecha por detrás de su cabeza y le quitó limpiamente la tostada.
Kenny Dorchester permaneció sorprendidamente inmóvil un momento, con la mano de pronto vacía ante sus labios. Oyó que el mono comía la tostada, oyó su ruidoso masticar. Después, antes de comprender exactamente lo que pasaba, la larga cola del mono se extendió por debajo de la axila de Kenny, se cerró en torno al vaso de leche, lo levantó y se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Eh! —exclamó Kenny.
Pero fue demasiado lento. Escuchó detrás ruidosos sorbos y succiones, y de repente el vaso apareció volando por encima de su hombro izquierdo. Lo atrapó antes que cayera y se rompiera, y lo dejó en la mesa nerviosamente. La cola del mono brotó furtivamente y se dirigió hacia el tocino. Kenny tomó un tenedor y trató de pinchar la cola, pero el animal fue más rápido. El tocino se esfumó, y las púas del tenedor se doblaron vanamente al chocar con la dura formica. Kenny sabía ya que aquello era una carrera de velocidad. Tras dejar el torcido tenedor, usó la cuchara para partir un trozo de tortilla que rezumaba queso, y se inclinó mientras alzaba el bocado con la máxima rapidez posible. El mono fue más veloz. Una mano apareció surgida de la nada, y la cuchara sólo tenía una tentadora gota de queso semifundido cuando llegó a la boca de Kenny. Éste arremetió de nuevo contra el plato y llenó de nuevo la cuchara, pero estaba perdido pese a toda su rapidez. El mono tenía dos garras y una cola, e incluso usó una vez una pata para arrebatarle otro bocado. En menos que canta un gallo, la comida de Kenny Dorchester había desaparecido. Kenny permaneció inmóvil, contemplando el vacío y grasiento plato, y notó que se formaban lágrimas en sus ojos.
La camarera volvió a presentarse sin que Kenny se diera cuenta.
—¡Dios mío, usted sí que tiene hambre! —le dijo. Arrancó la hoja de la libreta y la puso delante de Kenny—. Se ha zampado todo esto en menos tiempo que nadie que yo conozca.
Kenny alzo los ojos hacia la mujer.
—¡Pero no he sido yo! —protestó—. ¡El mono se lo ha comido todo!
La camarera le miró de una forma muy extraña.
—¿El mono? —dijo en tono de incertidumbre.
—El mono —repitió Kenny.
No le importaba que la mujer le mirara de aquella forma, como si estuviera loco o algo parecido.
—¿Qué mono? —preguntó ella—. ¿No habrá entrado a escondidas algún animal, eh? Sanidad no permite la entrada de animales, señor.
—¿Qué es eso de «a escondidas»? —dijo Kenny, irritado—. Pero si el mono está en…
No tuvo oportunidad de acabar la frase. En ese momento el mono le atacó, le propinó un duro golpe en la mejilla izquierda. La fuerza del impacto le hizo ladear la cabeza, y Kenny aulló de dolor y de espanto. La camarera parecía preocupada.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó—. ¿No irá a darle un ataque, eh, retorciéndose de esa forma?
—¡No es culpa mía! —exclamó Kenny, casi a gritos—. ¡Ese maldito mono me ha pegado! ¿Es que no lo ve?
—Ah —dijo la camarera, y dio un paso atrás—. Ah, claro. Su mono le ha pegado. Qué bichos tan cargantes, ¿verdad?
Kenny golpeó la mesa con los puños, frustrado.
—No importa —dijo—, no importa.
Tomó la cuenta (el mono no se la quitó, observó Kenny), y se levantó.
—Tenga —dijo tras sacarse la cartera—. Y tendrán un teléfono aquí, ¿no? Pídame un taxi, ¿de acuerdo? Podrá hacerlo, ¿no?
—Claro —dijo la camarera. Se dirigió a la caja para cobrar la comida. Todos los clientes de la cafetería estaban mirando a Kenny—. Claro, señor —murmuró—. Un taxi. Vamos a pedirle un taxi ahora mismo.
Kenny aguardó, echando humo. El taxista no hizo comentario alguno sobre el mono. En vez de volver a casa, Kenny dirigió el taxi hacia su pizzería favorita, a tres manzanas de su piso. Después irrumpió en el local y pidió una gran pizza de salchicha picante. El mono la devoró, a pesar del hecho que Kenny intentó confundirlo tomando un trozo en cada mano y llevándoselos simultáneamente a la boca. Por desgracia, el animal también tenía dos manos, ambas más veloces que las de Kenny. En cuanto desapareció la pizza, Kenny pensó unos momentos, llamó a la camarera y pidió otra. Esta vez pidió una pizza de anchoas. Pensó haber sido muy listo. Kenny Dorchester no conocía nadie aparte de él mismo que se deleitara con la pizza de anchoas. Aquellos pececillos salados iban a ser su salvación, pensó. Para aumentar las posibilidades, Kenny tomó la pimienta negra en cuanto llegó la pizza, y cubrió ésta con granos suficientes para provocar un importante incendio. Acto seguido, pictórico de confianza, intentó comer un trozo.
Al mono le gustaba la pizza de anchoas con mucha pimienta negra. Kenny Dorchester estuvo a punto de echarse a llorar.
De la pizzería fue al Slab, del Slab a un selecto restaurante griego, del restaurante a un MacDonald, del MacDonald a una pastelería que hacía los más maravillosos pasteles rellenos de chocolate. Tarde o temprano, pensó Kenny, el mono estaría harto. Sólo era un monito, al fin y al cabo. ¿Cuánto podía comer?
Él
seguiría pidiendo comida, decidió Kenny, y el mono llegaría a su límite o reventaría y moriría.
Ese día Kenny gastó más de doscientos dólares en comida.
No consiguió comer absolutamente nada.
El mono parecía un pozo sin fondo. En caso de tener alguna, su capacidad era mayor que la de la cartera de Kenny. Finalmente éste se vio forzado a reconocer la derrota. Era imposible hartar al mono lo suficiente para que se rindiera.
Kenny trató de encontrar otra táctica, y por fin lo consiguió. Los monos eran tontos, al fin y al cabo, aunque fueran invisibles y tuvieran prodigiosos apetitos. Sonriendo astutamente, Kenny fue a un supermercado de la vecindad y compró una caja de budín de plátano (parecía muy apropiado) y otra de veneno para ratas. Canturreando una tonada, regresó a casa y preparó el budín. Vertió generosas cantidades de veneno mientras lo calentaba. El polvo era agradablemente inodoro. El budín tenía un aroma delicioso. Kenny puso un poco en varios vasos de postre para que se enfriara, y estuvo viendo televisión durante una hora. Finalmente se levantó con aire indiferente, se acercó al refrigerador y sacó un budín y un bonito cucharón. Se sentó delante del televisor, tomó con el cucharón un buen grumo de budín y se lo llevó a la abierta boca. E hizo una pausa. Y otra pausa. Y aguardó.
El mono no hizo nada.
Tal vez estaba harto por fin, pensó Kenny. Dejó a un lado el envenenado budín y volvió corriendo a la cocina, donde sacó una caja de barquillos de vainilla escondida en un estante, y además unos olvidados higos secos.
El mono se lo comió todo.
Una lágrima goteó por la mejilla de Kenny. El mono le permitía quedarse con cuanto budín envenenado le apeteciera, al parecer, pero con nada más. Kenny estiró fríamente la mano hacia atrás y trató una vez más de aferrar al animal, pensando que tanta comida podía haberlo apaciguado un poco, pero la esperanza fue vana. El mono esquivó la mano y, ante la insistencia de Kenny, le mordió un dedo. Kenny lanzó un aullido y apartó bruscamente la mano. Su dedo estaba sangrando. Se lo chupó. Eso, al menos, se lo permitió el mono.
En cuanto se lavó la herida y la tapó con un esparadrapo, Kenny volvió al cuarto de estar y tomó asiento, pensativo, fatigado y derrotado delante del televisor. Estaban ofreciendo la reposición de
El Gastrónomo Galopante
. Kenny no pudo soportarlo. Tocó violentamente el mando del control a distancia para cambiar de canal, y vio ciegamente los programas durante cuatro horas, sumido en la desesperación, lloroso cuando contempló los anuncios de comidas. Finalmente, en el transcurso del último programa, se excitó un poco con uno de los frecuentes anuncios de los servicios públicos. Eso era, pensó Kenny; tenía que reclutar a otras personas, necesitaba ayuda.
Tomó el teléfono y marcó el número de Consuelo Telefónico.
La mujer que contestó parecía amable, simpática y encantadora, y Kenny empezó a contarle sus penas, el mono que no le dejaba comer, que nadie parecía reparar en el animal, que… Pero apenas había empezado a dar rienda suelta a sus penas cuando el mono le golpeó con fuerza la sien. Kenny gimió.