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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (6 page)

Se enseñaba a los gusahijos que el Gusano Blanco vendría por todos al final, pero que se arrastraba muy lentamente, y que en la prolongada decadencia del lugar había bonitos festejos y los brillantes y enfermizos colores de la podredumbre. Esa creencia la imponía el gusadulto del momento y sus caballeros de bronce, del mismo modo que sus antepasados la habían impuesto durante incontables generaciones. Así perduraba la Casa del Gusano, aunque los grounos reptaran debajo y el sol se apagara arriba.

Cada cuatro años los
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más brillantes, más ingeniosos y de mejor cuna, se reunían en la Cámara de Obsidiana para contemplar el sol y deleitarse con sus mortecinos rayos. La cámara era el único lugar apropiado para tan brillante mascarada. Se hallaba en lo alto de la Casa del Gusano, de forma que todos los túneles que conducían a ella tenían una inclinación ascendente, y el suelo, el techo y tres paredes eran capas de obsidiana fundida, fría y reluciente como un espejo y oscura como la muerte. Durante los cuatro años menos un día que transcurrían entre dos Mascaradas Solares, los gusahijos de peor cuna, llamados guardantorchas, trabajaban sin descanso en la cámara, pulían y frotaban de forma tal que, cuando los caballeros de bronce llegaban para encender las antorchas, los reflejos fulguraran en el negro vidrio que las rodeaba. Los invitados se reunían después, un grupo de mil, todos ataviados con llamativos vestidos y fantásticas máscaras, y la obsidiana torcía y distorsionaba sus brillantes caras y sus graciosas formas, hasta convertirlas en un remolineante calidoscopio de diablos que bailaban en una gran botella negra.

Y eso era sólo una parte de la Cámara de Obsidiana. Había más cosas; estaba la ventana. Ocupaba por completo la cuarta pared, detrás del hueco lleno de arena donde se enroscaba el gusadulto. Era transparente como cristal, pero más resistente que cualquier vidrio conocido por la comunidad. En ninguna parte de la Casa del Gusano existía otra ventana de tamaño comparable. El vidrio (suponiendo que fuera vidrio) permitía ver una llanura muerta y desolada donde ningún viento se agitaba. Todo era oscuridad allí, todo vacío, aunque había desmoronantes formas de piedra cerca del a veces visible horizonte, formas que tal vez sí, tal vez no, fueran ruinas. Resultaba difícil asegurarlo, la luz era muy pobre.

El sol ocupaba medio cielo; su arco iba de un extremo al otro del horizonte, y abultaba lo bastante para tocar el cenit. Por encima del astro había un interminable cielo negro, truncado por un puñado de estrellas. El mismo sol era de un tono negro más suave, el color de la ceniza, excepto en los escasos puntos donde todavía vivía. Corrían ríos a través de su fatigada cara. Los gusahijos los habían estudiado en tiempos, en los lejanos años en que jugaban con telescopios, y todos los ardientes canales habían recibido nombres en otra época, aunque casi todos estaban olvidados. En los puntos donde los ríos se encontraban y se unían, a veces se veían anaranjados lagos que ardían en rescoldo, y había otros lugares donde rayos rojos y amarillos vibraban bajo la corteza oscura como ceniza. Lo mejor de todo eran los mares, dos inmensos océanos de furioso rojo que empequeñecían y se hacían más oscuros mascarada tras mascarada. El primero, arriba y cerca del borde, continuaba en la cara nunca vista, y el segundo ardía cerca de la cintura del sol y con frecuencia perfilaba las posibles ruinas del horizonte.

Desde el mediodía, cuando comenzaba la Mascarada Solar (todas las horas eran arbitrarias entre los gusahijos, porque la luz era la misma, día y noche) hasta la medianoche, todos los festejantes llevaban máscara, incluso el Gusadulto, y se extendían largas cortinas de grueso terciopelo rojo en la gran ventana, para tapar el sol. Silenciosos guardantorchas portaban el festín en negras bandejas de hierro, y lo disponían en la alargada mesa: gruesas setas con salsa de crema, hongos sutilmente sazonados, minúsculas babosas envueltas en tocino, fragante vino verde repleto de forcejeantes lombrices aromáticas, reptiles fritos, asado de puerco de madriguera procedente de la despensa del Gusadulto, pan de hongo picante y otros exquisitos bocados. Y como plato central, si había suerte, una rolliza cría (¡o dos!) de grouno de seis patas, a punto de alcanzar la pubertad, untada con grasa con esmero y servida entera, con una carne blanca y jugosa. Los comensales comían hasta hartarse, bromeaban y reían bajo sus velos y dominós, y después bailaban a la luz de las antorchas durante interminables horas, mientras fantasmas de obsidiana imitaban sus movimientos en las paredes y en el suelo. Cuando por fin llegaba medianoche, se iniciaba el acto de quitarse los disfraces. Y cuando todos habían descubierto sus caras, los caballeros broncíneos conducían al Gusadulto reinante a la cuarta pared, y él tiraba de la cuerda de la cortina (si aún tenía manos; en caso contrario lo harían los caballeros) y dejaba al descubierto el sol.

El Gusadulto de ese año era el Segundo Vermintor, el decimocuarto de su estirpe que gobernaba a los
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de la Alta Madriguera de la Casa del Gusano. Había reinado ya doce años, y su tiempo acabaría pronto, porque los cirujanos-sacerdotes habían hecho su trabajo durante esos años y no quedaba nada más que purificar aparte de la cabeza demasiado humana que pendía en lo alto del sinuoso y serpenteante torso. Pronto se uniría al Gusano Blanco. Pero su hijo ya estaba preparado.

El caballero broncíneo Groff, enorme y rígido en su armadura, condujo a Vermintor a la ventana y actuó en lugar de las manos de éste. El terciopelo se descorrió con suavidad, y quedó al descubierto el viejo sol mientras el Gusadulto entonaba las antiguas palabras de adoración y los gusahijos se reunían alrededor para mirar.

Anelin, rodeado por sus amigos y acólitos, era uno de los que estaba más cerca del vidrio, tal como correspondía. Anelin siempre estaba delante. Era un joven esbelto y espléndido, alto y garboso. Todos los
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de alta cuna poseían una piel suave y flexible, pero la de Anelin era la más suave. Casi todos sus compañeros tenían pelo rubio o rubio rojizo, pero el de Anelin era de brillantísimo color amarillo oro; coronaba su cabeza con rizos delicadamente esculpidos. Numerosos gusahijos poseían ojos azules, pero ninguno los tenía tan azules e intensos como Anelin.

Él fue el primero en hablar en cuanto se corrieron las cortinas.

—Las partes negras crecen —observó a los que le rodeaban, en voz suave y clara—. Pronto no harán falta las cortinas. El sol se enmascara solo.

Se echó a reír.

—Muere —dijo Vermillar, un joven delgado de hundidas mejillas y pelo de color pajizo que se preocupaba demasiado—. Mi abuelo me explicó una vez que hubo una época en que las llanuras negras eran de color rojo ahumado, y los ríos y los mares eran fuego blanco y mirarlos te hacía daño.

El abuelo de Vermillar había sido segundo hijo del Gusadulto, y sabía toda clase de cosas que transmitió a su nieto.

—Tal vez fue así —dijo Anelin—, pero no en su tiempo, apostaría yo, ni siquiera en el tiempo de su abuelo.

Anelin no tenía lazos de sangre con la estirpe del Gusadulto, carecía de fuentes secretas de conocimiento, pero siempre se mostraba muy seguro de sus opiniones, y sus amigos (Vermillar, el intrépido Riess y la bella Caralí) le consideraban el más sabio e ingenioso de los hombres. Una vez mató un grouno.

—¿No te preocupa que el sol muera? —le preguntó Caralí, agitando suavemente sus rubios rizos al volverse para mirarle. Se parecía tanto a Anelin que habría podido ser su hermana gemela; tal vez por eso él la deseaba tanto—. ¿Ni las madrigueras cada vez más frías?

Anelin rió de nuevo, y Riess le acompañó. (Riess siempre reía cuando reía Anelin, aunque éste sospechaba que el grueso muchacho raramente entendía el chiste.)

—El sol ya estaba agonizando mucho antes que yo llegara a la Casa del Gusano, y seguirá agonizando mucho después que yo me vaya —dijo mientras se apartaba de la ventana.

Estaba espléndido aquella noche, con su vestido de seda azul claro y gris araña, y la cresta de theta bordada en la pechera.

—En cuanto al frío —continuó Anelin mientras guiaba a sus tres compañeros hacia la mesa del banquete—, no creo que el viejo sol tenga algo que ver con el calor, de ningún modo.

—No es cierto —dijo Vermillar, que había acudido al festín vestido con harapos, igual que un cultivador de setas.

Él y Caralí seguían la zancada de Anelin por la obsidiana y sus imágenes se apresuraban a sus pies. Riess iba detrás resoplando, haciendo esfuerzos para ir al paso de los demás, ataviado con la imitada armadura de un caballero broncíneo.

—¿Te dijo eso tu abuelo? —preguntó Anelin.

Riess se echó a reír.

—No —repuso Vermillar, frunciendo el ceño—. Pero ¿te has dado cuenta, Anelin, de cuánto se parece el sol a un ascua robada de una caja de fuego?

—Es posible —dijo Anelin.

Se detuvo junto a la fuente de vino, y buscó hasta encontrar dos gusanos atados con un serpenteante nudo. Los metió con una cuchara en la bebida de Caralí, y ésta sonrió ante la propuesta cuando él le entregó el vaso. La segunda copa, con un solo gusano, la bebió Anelin mientras se volvía hacia Vermillar.

—Si el sol es simplemente una gran ascua —continuó Anelin—, no hace falta preocuparse, puesto que disponemos de muchísimas ascuas parecidas, y los guardantorchas siempre pueden recoger más en la oscuridad.

Riess rió. Había dejado su casco de caballero en la mesa y estaba masticando el contenido de un plato de arañas picantes.

—Eso puede ser cierto —dijo Vermillar—. Pero entonces admites que el sol es un ascua, que contribuye a calentar las madrigueras.

—No —dijo Anelin—. Sólo es una conjetura. En realidad, creo que el sol es una especie de adorno, dispuesto en el cielo por el Gusano Blanco para darnos luz y motivo para celebrar mascaradas.

De pronto, en forma alarmante, se oyó una risa ronca y débil. La sonrisa de Anelin se convirtió bruscamente en una mirada ceñuda en cuanto el joven comprendió que la persona que reía no lo hacía por su ingenio, sino que se reía de él. Se irguió y dio media vuelta, enojado.

El Carnicero (así le llamaban; si poseía un nombre más auténtico, no lo empleaba) dejó de reír. Se hizo el silencio. Era un hombre bajo y corpulento, una cabeza más bajo que Anelin y más feo que cualquier
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con su cabello blanco y tieso, su piel con motas de color rosa oscuro y su enorme nariz chata. Su imagen de color anaranjado y carmesí, grabada al agua fuerte por la luz de las antorchas en la obsidiana, era más alta y atractiva que el Carnicero en toda su vida.

Se había presentado en la Mascarada Solar solo y sin disfraz, horriblemente fuera de lugar, admitido por la sola razón de la cría de grouno que aportaba. En lugar de atavío para la mascarada, vestía su acostumbrado traje de cuero blanco como la leche, hecho con piel de grounos, y una incolora media capa tejida con pelo del mismo animal. Sus alardes eran conocidos de punta a punta de la Casa del Gusano: vestía las pieles y el pelaje de los grounos que él mismo mataba. Era el Carnicero, el que se adentraba a solas en profundas madrigueras carentes de ventanas. Caralí lo miró con gran curiosidad.

—¿Por qué ríes? —preguntó la joven.

—Porque tu amigo es divertido —dijo el Carnicero.

Su voz era demasiado débil, demasiado ronca.

Anelin se sentía un poco ridículo, insultado por un hombre moteado que gruñía igual que un guardantorchas. Y un curioso grupo de gente empezó a congregarse alrededor. Los
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siempre se interesaban por lo raro, y el Carnicero era lo más raro que existía. Además, todos estaban aburridos de mirar el sol.

—Siempre me ha gustado complacer a alguien que aprecia el ingenio —dijo Anelin.

Intentaba deliberadamente transformar en cumplido el velado insulto del Carnicero.

—Aprecio el ingenio —repuso el Carnicero—. Ojalá lo encontrara alguna vez. Esta mascarada carece de ingenio.

«No sabe ser sutil», decidió Anelin.

—Sólo si se compara con otra cosa —dijo—. Tal vez estás acostumbrado a tus deliciosas burlas con los grounos…

Riess rió entre dientes, y el Carnicero le sonrió furiosamente.

—Los grounos tienen más ingenio que ese amigo tuyo de la sonrisa tonta, y más conocimiento que tú.

Hubo risas contenidas alrededor, bien por la ridiculez de las palabras del Carnicero, bien por el insulto. Anelin no lo sabía.

—Así pues, conoces secretos de los grounos —dijo sin seriedad.

—Ellos tienen secretos, sí. Y yo los conozco, sí. Y otras cosas.

—Los grounos son animales —intervino Vermillar.

—Igual que ustedes —dijo el Carnicero.

Vermillar se ruborizó.

—Visto harapos esta noche, pero sólo para la mascarada. Mi abuelo era hijo del Gusadulto.

—Mejor tu abuelo que tú —dijo el Carnicero.

Esta vez fue Caralí la que se rió. Anelin la miró, horrorizado al ver que ella encontraba humor en tanta vulgaridad.

—¿Te burlas del honor? —preguntó Anelin—. ¿Del gran conocimiento? ¿De las responsabilidades?

—Yo tengo responsabilidades más duras —dijo el Carnicero con voz serena—. Igual que los demás que intentan bajar y volver con carne de grouno. El Gusadulto tiene solamente deberes anticuados, deberes rituales que nadie comprende. En cuanto a su gran conocimiento, también tengo más de eso. Los
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no saben nada, ni de ellos ni de la Casa del Gusano, aparte de verdades a medias y mentiras distorsionadas. ¿Y honor?

Señaló hacia la ventana. Groff, con su herrumbrosa armadura de compleja elaboración, permanecía rígido con el Gusadulto en sus brazos. Otro caballero broncíneo estaba cerrando las cortinas. El baile se había reanudado.

—¿Sí? —le instó Anelin, inexpresivo.

—El honor no es más que dolor espantoso —dijo el Carnicero, y el Gusadulto, como si quisiera subrayar estas palabras, levantó de pronto la cabeza y su albo cuerpo se agitó alocadamente en los brazos de Groff—. Sometido a los escalpelos una y otra vez, despertando siempre como un hombre que cada vez lo es menos. Y todo eso acaba en deformidad y muerte. ¿Honor?

El grupo que los rodeaba reflejaba ya escándalo, con excepción de los pocos que habían escuchado con anterioridad al Carnicero y conocían su divertida irreverencia.

—El Gusadulto está purificado —dijo Riess. Por más que intentara ocultarlo, era serio y ortodoxo en el fondo, y todos lo sabían—. ¡Está uniéndose al Gusano Blanco!

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