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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (10 page)

—Tú no crearás nada —dijo Groff.

Dio un paso al frente, y la luz de las antorchas recorrió la afilada hoja de su hacha.

—¿No? —dijo el Carnicero.

Y de pronto extendió las manos, agarró las dos enormes puertas y las cerró a sus espaldas antes de agacharse bajo la sibilante hoja del hacha de Groff, con el mismo fluido movimiento. Las puertas se unieron con desgarrador estruendo.

Oscuridad.

Y el Carnicero.

Se reía.

Anelin arremetió alocadamente la negrura con su espadín, en el punto donde había estado el Carnicero. Nada. Atravesó el aire.

—¡Riess! —gritó frenéticamente—. ¡La antorcha, nuestra antorcha!

Escuchó el segundo golpe del hacha de Groff, y una vibración metálica, y un chillido. Una cerilla se encendió un momento. Riess, con los ojos muy abiertos, la sostenía con las manos ahuecadas. Luego, antes que Anelin lograra siquiera orientarse, un cuchillo centelleó en el pequeño círculo de llama y la redondeada cara de Riess se desintegró en un torrente de sangre. La cerilla cayó y de nuevo hubo oscuridad y risas. El Carnicero, el Carnicero. Anelin se hallaba ciego e impotente, con el espadín en sus fláccidos dedos. Riess, muerto. ¿Y Groff? No lo sabía. Y el Carnicero se reía y él era el siguiente, él, Anelin, y no podía ver…

El conducto de aire estaba detrás de él. Anelin soltó el espadín, retrocedió, buscó a tientas la cuerda del pozo. En la oscuridad, un ruido como el de un carnicero que corta carne, un tajo en gruesa carne, y gemidos. Anelin encontró la cuerda y saltó afuera, empezó a bajar. Algo aferró su tobillo. Extendió una mano para soltarse y de repente su otra mano fue incapaz de sostenerle, y cayó, cayó con una mano en la cuerda y la palma ardiéndole, cayó, se sumergió en la infinita negrura. Echó el cuerpo hacia atrás y chocó con una pared del pozo. Se deslizó varios metros antes que sus rodillas se alzaran y su cuerpo quedara dolorosamente encajado. Anelin logró asir con más firmeza la cuerda. Luego la aferró de nuevo con ambas manos.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. El Carnicero estaba arriba. Y Anelin recordaba lo que había dicho Groff acerca de cortar la cuerda. El Carnicero cortaría la cuerda. Y él caería eternamente.

Movió el pie, y su bota sólo encontró metal. Con la máxima rapidez, inició el descenso, una mano por debajo de la otra, en la oscuridad total, moviendo los pies sin cesar. Por fin uno de sus pies sobresalió del hueco. Un nuevo nivel, ¡y no había rejilla!

Salió del pozo y quedó jadeante en el suelo. Era un hombre ciego, pensó, y se estremeció. Luego recordó. Cerillas. Tenía cerillas. Todos, él, Vermillar y Riess, todos habían llevado muchísimas cerillas. Pero la antorcha la llevaba Riess.

Anelin aguzó el oído. No llegaban ruidos por el pozo. Se levantó, con la mano todavía temblorosa, y buscó a tientas hasta encontrar la caja de cerillas, su hermosa caja tallada con espléndido metal y madera. Encendió un fósforo y se inclinó sobre el conducto de aire.

La cuerda había desaparecido.

Movió la mano de un lado a otro, sólo para asegurarse. Pero la cuerda no estaba. Cortada, sin duda, y había caído en silencio. Anelin no tenía forma de saber cuán cerca había estado de la muerte…, pero el Carnicero lo sabría. El Carnicero sabría exactamente dónde estaba Anelin. Y vendría por él.

La cerilla le quemó los dedos. Sobresaltado, la apagó y la lanzó humeante por el pozo. Luego siguió pensando.

La cuerda estaba cortada. Eso significaba…, eso significaba que no había sombra de duda; el Carnicero había vencido, Groff yacía muerto arriba. Sí. Eso significaba que no había regreso posible. No, espera. Sólo significaba que ese camino de regreso estaba cerrado, a menos que el Carnicero echara otra cuerda, y Anelin no podía imaginar cuándo sucedería eso, o si sucedería. Pero debían existir otras vías de ascenso, caminos que pasaban por el nivel del Carnicero y por la Cámara de los Maestros Cambiadores, como los llamaba el Carnicero. Debía buscar un camino de ascenso. Anelin no recordaba con exactitud por dónde habían venido (Groff tenía razón, sí), pero podría averiguarlo. Tenía que ponerse en marcha, antes que el Carnicero lo encontrara. Sí.

En primer lugar, necesitaba una antorcha.

Encendió otra cerilla, la mantuvo en alto, y durante el breve parpadeo miró alrededor. Un puño de bronce, sin dedos y sin antorcha, estaba encima de su cabeza a un lado del conducto del aire. Anelin vio poca cosa más; la cerilla proporcionaba escasa luz. Después, el fósforo se apagó, y de nuevo no hubo iluminación alguna.

Anelin meditó. Sin duda encontraría otro puño a pocos metros del primero, y otro más lejos. Uno de ellos podía tener una antorcha utilizable. Anelin empezó a caminar, una mano aferrada a las cerillas, la otra tanteando la invisible pared para asegurarse del hecho que ésta continuaba allí. Cuando creyó haberse alejado bastante, encendió otra cerilla. Y vio otro puño vacío.

Después de gastar cuatro cerillas, Anelin probó un nuevo método. Se metió en el bolsillo la caja de fósforos y pasó la mano cuidadosamente por la pared para buscar a tientas los puños. Encontró ocho de esa forma, y un afilado resto metálico que le hirió la mano y que seguramente había sido un noveno puño. Todos estaban vacíos, oxidados. Por fin, desesperado, Anelin se echó al suelo.

No habría antorchas. Había bajado demasiado. Ahí abajo, aunque los
yaga-la-hai
habían habitado aquellas madrigueras en otro tiempo, los grounos gobernaban desde hacía incontables siglos. Los grounos odiaban las antorchas. La situación era desesperada. Estando en el Túnel Inferior, sí, e incluso en las zonas limítrofes, los llamados rediles grounos, sí. Pero no allí.

No obstante, sin una antorcha…, las cerillas de Anelin eran prácticamente inservibles. Nunca le permitirían salir.

«Quizá pueda hacer una antorcha», pensó Anelin. Trató de recordar cómo se hacían las antorchas. Las mechas eran normalmente de madera. Las torcidas se arrancaban de un árbol muy curvado de color amarillo cuyo fruto se llamaba sangra, después de poner las hojas y las bayas blanquirrojas en los tanques de cría de los gusanos para comer. Y estaba la antorcha recta, más larga y más blanca. Las mechas se hacían uniendo gruesas tiras del tallo de un hongo y mojándolas con…, ¿con qué?…, con algo hasta que se endurecían. Y después se ataba algo alrededor del extremo. Un trapo, empapado en alguna cosa, o una aceitosa bolsa de seta seca, o algo. Eso era lo que ardía. Pero Anelin desconocía los detalles. Además, sin una antorcha, ¿cómo iba a encontrar un sangro o una seta gigante? ¿Y cómo encontrar el
hongo
apropiado y secarlo, si es que era eso lo que había que hacer? No. Él no podía hacer una antorcha, era más difícil que encontrar una.

Anelin estaba asustado. Empezó a temblar. ¿Por qué estaba allí abajo, por qué, por qué? Podía estar arriba con los
yaga-la-hai
, vestido con seda llameante y gris de araña, bromeando con Caralí o comiendo arañas picantes en una mascarada. Pero en lugar de comer, seguramente acabaría comido él. Por los grounos, si lo encontraban, o por el Carnicero. Anelin recordaba vívidamente cómo el Carnicero había tragado sin respirar la copa llena con la sangre vital de Vermillar.

El pensamiento hizo que Anelin se pusiera en pie de un salto. El Carnicero vendría por él. Debía ir a alguna parte, aunque no viera adónde. Frenético, sacó su espadín con una mano mientras con la otra buscó a tientas la tranquilizadora pared, y siguió caminando.

El túnel era interminablemente negro, y estaba lleno de terrores. La pared era lo único sensato, con sus puños y sus conductos de aire en los lugares adecuados. Lo demás… Había ruidos alrededor, susurros y fugas precipitadas, y Anelin nunca estaba seguro de si los imaginaba él o no. A menudo, durante el largo paseo hacia la nada, creyó oír la risa del Carnicero, la misma risa que en la Mascarada Solar hacía tanto tiempo. Anelin la escuchó débilmente, lejana, encima, debajo, detrás de él. Una vez la oyó delante de él, y se detuvo, y contuvo el aliento y aguardó una hora o quizás una semana sin moverse ni un momento, pero allí no había nadie. Al cabo de un rato Anelin vio luces: vagas formas sombrías, globos flotantes y seres agazapados que relucían y se iban corriendo. ¿O sólo creyó verlas? Siempre estaban lejos, o junto a un recodo, o brillaban detrás de él y no estaban allí cuando se volvía para verlas. Atisbó una decena de antorchas, lejos y delante de él, con una llama que brillaba y crepitaba esperanzadoramente, pero todas desaparecían o se apagaban antes que él pudiera echar a correr hacia ellas. Sólo encontró vacíos puños de bronce, y eso cuando encontró algo.

Anelin apretó el paso, corrió incluso, y sus pisadas arrancaron ecos ensordecedores, como si todos los ejércitos de los
yaga-la-hai
trotaran hacia la batalla. Anelin no recordaba cuándo había empezado a correr. Simplemente corría, se mantenía por delante de los ruidos en busca de las luces que brillaban ante él, y al parecer estaba corriendo desde hacía mucho tiempo.

Había estado corriendo y corriendo y corriendo durante lo que parecían días cuando perdió el rastro de la pared.

En un momento dado su mano estaba sobre el muro, rozando la roca y las oxidadas púas de las rejillas de los conductos de aire. Luego nada, y su mano se agitó en el aire, y Anelin perdió el equilibrio y cayó.

Oscuridad. No había luces. Silencio. No había ruidos. Los ecos se habían apagado. Anelin estaba totalmente desorientado. ¿Dónde se hallaba? ¿Por dónde había venido? Había perdido el cuchillo.

Se arrastró por el suelo, y por fin encontró el cuchillo en el punto donde había caído. Después se levantó, con los brazos buscando a tientas, y caminó hacia el lugar donde debía estar la pared. ¿No estaba allí? Tuvo que caminar más tiempo que el lógico. ¿Dónde estaba la pared? Si se hallaba simplemente en una encrucijada, algo debía haber allí. Anelin tuvo una idea.

—¡Socorro! —gritó, con la máxima fuerza posible.

Sonaron ecos, fuertes y luego más flojos, rebotaron y se apagaron. La garganta de Anelin estaba muy seca. No se encontraba en una madriguera, había salido a una gran cámara. Comenzó a contar los pasos. Llevaba trescientos, y había perdido la cuenta, cuando por fin topó con una pared.

La palpó con cuidado, la exploró con las manos. Era muy lisa; no de piedra, sino de algún tipo de metal. Algunas de sus partes estaban frías, otras tenuemente calientes, y uno o dos lugares (puntos no mayores que una uña) parecían muy fríos al tacto, casi helados. Anelin decidió arriesgarse a encender una cerilla. La breve llama le mostró solamente una lisa extensión de opaco metal que se extendía a ambos lados. Nada más. Nada que indicara por qué algunas partes estaban más calientes que otras.

El fósforo se apagó. Anelin guardó de nuevo la caja y se dispuso a seguir el extraño muro. La pauta de temperaturas continuó un rato, cesó, se reanudó, cesó. Las pisadas de Anelin arrancaron fuertes ecos. Y su mano no encontró puño alguno, ningún conducto de aire.

Exhausto al fin, con la esperanza de haberse alejado lo suficiente del Carnicero, Anelin se echó al suelo para descansar. Durmió. Y despertó cuando algo le tocó.

El estilete estaba junto a él. Anelin chilló, extendió la mano y atacó, todo en el mismo momento, y notó que la hoja se hundía en algo… ¿Ropa? ¿Carne? Imposible saberlo. Anelin se puso en pie después y acometió a ciegas con el estilete. A continuación, mientras brincaba y describía círculos, mientras peleaba con la vacía oscuridad, buscó una cerilla en su bolsillo. Encontró una, y la encendió.

El grouno lanzó un chillido.

Anelin lo vio fugazmente iluminado antes que éste retrocediera en la infinita negrura que lo rodeaba. Era una criatura de escasa altura, agazapada, recubierta de piel blanca y fláccida, pelo incoloro, vestida con harapos grisáceos. Sus dos patas traseras y una del par central lo sostenían, y tenía estirados hacia Anelin sus dos brazos y la otra pata central. Todos sus brazos, patas y extremidades centrales (por denominarlas de alguna forma) eran casi medio metro demasiado largas, y muy delgadas, y ese grouno en particular sostenía algo, quizás una red. Anelin supuso para qué era eso. Los ojos del grouno eran el peor detalle, porque no eran ojos: eran hoyos en la cara situados donde debían estar los ojos, hoyos blandos, oscuros y húmedos, que de algún modo permitían a los grounos ver en la oscuridad total.

Anelin miró al grouno menos de un segundo, después saltó hacia delante, blandiendo el estilete y lanzando la cerilla a la criatura. Pero el grouno se había ido ya, tras un breve chillido y un momento de indecisión. Anelin lo imaginó rodeándole, preparado para lanzar la red, observando todo cuanto hacía él aunque no pudiera ver. Se revolvió neciamente, intentó mirar en todas direcciones al mismo tiempo, encendió otra cerilla. Nada. Luego quedó inmóvil, con la esperanza de oír al grouno y acuchillarlo. Nada. Los grounos poseían unos pies enormes, blandos y almohadillados, recordaba Anelin, y se movían en silencio.

Anelin echó a correr.

No tenía la menor idea respecto adonde iba, pero tenía que huir. No podía hacer frente al grouno, no sin antorcha o alguna luz que le permitiera ver, y la criatura le capturaría si se quedaba quieto, pero quizá consiguiera superarla corriendo. Al fin y al cabo, había herido al grouno con la primera puñalada.

Anelin corrió en la oscuridad, con el cuchillo en su agitada mano, rogando al Gusano Blanco que no topara con una pared, ni con el Carnicero, ni con un grouno. Corrió hasta perder nuevamente el resuello. Y entonces, de improviso, dejó de haber suelo bajo sus pies.

Cayó dando chillidos. Luego la oscuridad aumentó, aumentó, y Anelin ni siquiera tuvo miedo de iluminar el descenso.

No tenía nada en absoluto.

Él y Vermillar estaban de pie junto a las grandes puertas de hierro de la Alta Madriguera del Gusadulto. Groff también estaba allí, mortalmente inmóvil con su armadura de bronce, montando guardia según la antigua costumbre. Pero al otro lado de las puertas no había ningún caballero, sólo un enorme grouno disecado. Tenía el doble del tamaño que un ejemplar ordinario, espantoso y blanco, con las dos patas superiores inmovilizadas en un amenazador gesto de captura.

—Horrible criatura —dijo Vermillar, estremeciéndose.

Anelin le sonrió.

—Ah —dijo con despreocupación—, pero es muy fácil hacerlo hermoso.

—No. —Vermillar frunció el ceño—. ¿De qué estás hablando, Anelin? Es imposible hacer hermoso a un grouno. Mi abuelo era hijo del Gusadulto, y yo lo sé. Es imposible.

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