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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (5 page)

—Oh, no —dijo Kenny—. Oh, no.

—¿Está bien? —preguntó la mujer que conducía el taxi.

—Sí —musitó Kenny—. Pero…, espere, por favor. Tengo que pensar.

Se agarró la cabeza con las manos. Temía el principio de un agudo dolor de cabeza. De pronto se sentía débil y mareado. Y tenía un hambre enorme. El taxímetro hizo un tic. La taxista se puso a silbar. Kenny meditó. La calle estaba igual que él la recordaba, aparte de la desaparecida entrada. Estaba igual de sucia, los viejos borrachines continuaban en su porche, el…

Kenny bajó el cristal de la ventanilla.

—¡Usted, señor! —gritó a uno de los borrachos. El viejo le miró fijamente—. ¡Acérquese, señor! —chilló Kenny.

Cautelosamente, el viejo arrastró sus pies para cruzar la calle.

Kenny sacó un billete de dólar de la cartera y lo apretó en la mano del viejo.

—Tenga, amigo —dijo—. Vaya y cómprese una botella de buen vino, si le apetece.

—¿Por qué me da esto? —preguntó con suspicacia el borrachín.

—Deseo que me responda a una pregunta. ¿Qué se ha hecho el edificio que había aquí hace algunas semanas? —Kenny señaló con el dedo.

El hombre se apresuró a meterse el dólar en el bolsillo.

—Hace años que no hay ningún edificio aquí —dijo.

—Eso me temía —repuso Kenny—. ¿Está seguro? Yo estuve aquí en el pasado no muy distante y recuerdo con claridad…

—Ningún edificio —dijo firmemente el borrachín. Dio media vuelta y se alejó, pero después de dar unos pasos se detuvo y miró atrás—. Usted es uno de esos gordinflones —dijo en tono acusador.

—¿Qué sabe usted de esos…, ejem…, hombres obesos?

—Los veo vagar por aquí, siempre. Locos, además. Dan gritos a la nada, juegan con alguna clase de animales. Sí. Le recuerdo. Usted es uno de esos gordinflones, sí. —Miró ceñudamente a Kenny, confuso—. Pero parece que usted ha perdido un poco de grasa. Muy bien. Gracias por el dólar.

Kenny Dorchester lo vio volver al porche y conversar animadamente con sus colegas. Tras un tembloroso suspiro, Kenny subió el cristal de la ventanilla, contempló de nuevo el vacío solar y rogó a la taxista que le llevara a casa. Es decir, a él y a su mono.

Las semanas pasaron poco a poco y Kenny Dorchester vivía como si estuviera en trance. Iba a trabajar, revolvía sus papeles, murmuraba ocurrencias a sus compañeros de trabajo, urdía planes y luchaba por magros bocados de comida, evitaba los espejos… La báscula indicaba ciento sesenta y cinco kilos. La carne abandonaba a Kenny con atropellado ritmo. Le salieron unas papadas flojas y caídas, y la piel empezó a colgarle por todo el vientre, con el aspecto fláccido y penoso de un condón usado. Comenzó a sufrir períodos de desmayo, provocados por el hambre. A veces iba tambaleándose y haciendo eses por la calle; sus piernas cada vez más delgadas y débiles no podían soportar el peso del cada vez más gordo mono. Su vista se hizo turbia. En cierta ocasión incluso pensó que empezaba a caérsele el cabello, pero eso al menos fue una falsa alarma; el que perdía el pelo era el mono, gracias a Dios. Los pelos caían por todo el piso, arruinaban los muebles y ni siquiera la limpieza diaria con la aspiradora parecía ser de mucha ayuda. Kenny no tardó en renunciar a la limpieza. Le faltaba energía. De hecho, le faltaba energía para casi todo. Levantarse de una silla era un importante empeño. Preparar la cena, un tormento increíble…, pero Kenny la preparaba de todas formas, ya que el mono le daba fuertes golpes cuando no lo alimentaba. Nada parecía importar mucho a Kenny Dorchester. Nada excepto el terrible cómputo de la báscula todas las mañanas, y la fórmula que había pegado con cinta adhesiva a la pared del cuarto de baño.

YO + MONO = 165 KILOS.

Kenny se preguntaba cuánto quedaba de YO, y cuánto era MONO, pero en realidad no deseaba averiguarlo. Un día, siguiendo los dictados de algo así como un débil capricho, Kenny alargó de pronto las manos hacia las patas del mono por debajo de su mentón, aferrado a la esperanza que el animal estuviera lento y obeso y pudiera sacárselo de la espalda. Sus manos se cerraron en el vacío. En su pálida carne. Las patas del mono no parecían estar allí, aunque Kenny seguía notando el terrible y aplastante peso. Se tocó el cuello y el pecho, vagamente confuso, observó su cuerpo, y reparó en que podía verse los pies. Se preguntó cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que pudo hacer eso. Parecían ser unos pies muy normales, pensó Kenny Dorchester, aunque las piernas a las que estaban unidos eran alarmantemente flacas.

Poco a poco su mente volvió al apuro del momento: ¿qué había pasado con las patas del mono? Kenny arrugó la frente, desconcertado, y trató de resolver el problema en su cabeza, pero nada se le ocurrió. Finalmente, metió los pies que acababa de redescubrir en las zapatillas y los arrastró hacia el armario donde guardaba todos los espejos. Tras cerrar los ojos, metió las manos, buscó a tientas y encontró el espejo de cuerpo entero que en otra época colgaba de la pared del dormitorio. Era un espejo alto y ancho. Sólo mediante el tacto, Kenny lo sacó, lo desplazó un metro y, con mucho trabajo, lo apoyó en una pared. Luego contuvo el aliento y abrió los ojos.

Allí, en el espejo, había un tipo demacrado, macilento y esquelético, encorvado y enfermizo. En la espalda, sonriente, había una criatura del tamaño de un gorila. Un gorila muy obeso. El animal poseía una larga cola de color claro parecida a una serpiente, y unos brazos enormes y largos, y era tan blanco como un gusano y no tenía un solo pelo. Carecía de patas. El mono estaba… unido a Kenny, brotaba de su espalda. De hecho, se asemejaba mucho al grueso propietario del local del tratamiento del mono. ¿Por qué él no lo había notado antes? Claro, claro.

Kenny Dorchester se apartó del espejo, y preparó al mono una generosa cena antes de acostarse.

Esa noche soñó en cómo había empezado todo, recordó el Slab, el lugar donde encontró a «Huesudo» Moroney. En su pesadilla, un enorme ser blanco y diabólico cabalgaba a hombros de «Huesudo» y devoraba costillar tras costillar, pero Kenny, muy educado, fingió que no reparaba en el detalle mientras él y su amigo entablaban una brillante y fantasmal conversación. Luego, el animal agotó las costillas, por lo que extendió las manos, levantó un brazo de «Huesudo» y empezó a comérselo. Los huesos crujieron agradablemente, y «Huesudo» siguió hablando. La criatura había llegado al codo cuando Kenny se despertó dando chillidos, cubierto de frío sudor. También había mojado la cama.

Kenny se incorporó penosamente y fue dando tumbos al lavabo, donde vomitó secamente durante diez minutos. El mono, enojado porque lo había despertado, le propinó esporádicas bofetadas.

Y en ese momento una luz furtiva iluminó los ojos de Kenny Dorchester.

—«Huesudo» —musitó.

Volvió a gatas apresuradamente al dormitorio, se levantó y se puso alguna ropa. Eran las tres de la madrugada, pero Kenny sabía que no había tiempo que perder. Buscó una dirección en el directorio telefónico y pidió un taxi.

«Huesudo» Moroney vivía en un elevado y moderno rascacielos junto al río, y la luz de la luna brillaba con fuerza en los espejos de plata de las paredes. Cuando Kenny entró tambaleándose, encontró al portero nocturno dormido en su puesto, detalle muy conveniente. Kenny pasó de puntillas junto al hombre hasta llegar a los ascensores y subió a la octava planta. El mono había empezado a removerse en su espalda, y parecía inquieto y malhumorado.

El dedo de Kenny tembló al apretar el redondo botón negro de la puerta del piso de «Huesudo», situado justo por debajo de la cerradura. Musicales campanillas sonaron en el interior, alarmantes en medio del silencio matutino. Kenny se apoyó en el botón. La música sonó sin cesar. Por fin, Kenny oyó pasos, pesados y amenazadores. La mirilla se abrió y se cerró de nuevo. La puerta se abrió después.

El piso era de color negro, aunque la pared opuesta a la puerta estaba formada solamente por vidrio, de forma que la luna iluminaba un poco la negrura. Perfilado en el fondo de las estrellas y la luz de la ciudad estaba el hombre que había abierto la puerta. Era enorme, obscenamente grueso, su piel tenía un tono blanco, pálido y fungoideo, y sus ojos negros estaban hundidos entre las arrugas de su amplia y sebosa frente. No vestía nada aparte de unos pantalones cortos a rayas. Sus pechos se agitaron en el momento que trasladó el peso de su cuerpo de un pie a otro. Y cuando sonrió, sus dientes llenaron la mitad de su cara. Una gran luna creciente de dientes. El hombre sonrió al ver a Kenny, y al mono de éste. Kenny sintió náuseas. La criatura de la puerta pesaba el doble que la que ocupaba su espalda. Kenny se echó a temblar.

—¿Dónde está él? —susurró suavemente—. ¿Dónde está «Huesudo»? ¿Qué ha hecho con él?

La criatura se echó a reír, y sus oscilantes pechos fluctuaron alocadamente con la agitación de la risa. El mono que Kenny llevaba a la espalda también se echó a reír, con una risa más aguda y más fina, tan afilada como el borde de un cuchillo. Extendió una mano y retorció cruelmente la oreja de Kenny, que de pronto se sintió abrumado por un enorme temor y una inmensa cólera. Kenny Dorchester hizo acopio de toda la fuerza que quedaba en su agotado cuerpo y empujó, y de algún modo, de algún modo, logró pasar junto al grueso coloso que le impedía entrar y se metió tambaleante en el piso.

—¡«Huesudo»! —gritó—. ¿Dónde estás, «Huesudo»? ¡Soy yo, Kenny!

No hubo respuesta. Kenny fue de habitación en habitación. El piso estaba sucio, era un revoltijo. No había rastro de «Huesudo» Moroney en ninguna parte. Cuando Kenny volvió jadeante al cuarto de estar, el mono se movió bruscamente y le hizo perder el equilibrio. Kenny se tambaleó y cayó pesadamente. El dolor recorrió una de sus rodillas, y se cortó la mano que había extendido en el borde de la mesa de vidrio cromado. Se echó a llorar.

Oyó que la puerta se cerraba, y el ser que vivía en el piso se acercó poco a poco hacia él. Kenny parpadeó para aclarar su visión y contempló cómo se acercaban las dos patas de mamut, pálidas a la luz de la luna, rebosantes de grasa por todas partes. Alzó la mirada y fue como mirar la ladera de una montaña. Lejos, muy lejos, en lo alto, los terribles y burlones dientes esbozaban una sonrisa.

—¿Dónde está él? —musitó Kenny Dorchester—. ¿Qué ha hecho con el pobre «Huesudo»?

La sonrisa no se alteró. La criatura bajó su carnosa mano, con dedos tan gruesos como plátanos, y soltó el cinturón de los holgados pantalones cortos a rayas. Se los bajó torpemente, y los pantalones cayeron al suelo igual que un paracaídas y quedaron amontonados a sus pies.

—Oh, no —dijo Kenny Dorchester.

Aquel ser no tenía órganos genitales. Colgando entre sus piernazas, casi tocando la alfombra después de ser liberada de los confines de los manchados pantalones, había una arrugada y fláccida bolsa de carne, larga y macilenta, que brotaba de la entrepierna de la criatura. Pero mientras Kenny la contemplaba horrorizado, la bolsa de piel se agitó un poco, se revolvió, y los sueltos pliegues de carne se separaron un poco, convirtiéndose en brazos y piernas.

Después se abrieron unos ojos.

Kenny Dorchester chilló y de pronto volvió a estar de pie, y se alejó tambaleante de la risueña obscenidad que ocupaba el centro de la habitación. Entre sus piernas, el ser que había sido «Huesudo» Moroney alzaba suplicante sus lastimeros brazos, tan delgados como palillos.

—Oh, nooooo —gimió Kenny, sollozante.

Y fue de un lado a otro alocadamente, notando el enorme peso de su mono en la espalda. Dio vueltas y más vueltas en la penumbra, a la luz de la luna, intentando huir de aquella locura.

Al otro lado de la hoja de vidrio hacían señas las luces de la ciudad.

Kenny se detuvo, jadeó y contempló las luces. El mono debía saber en qué estaba pensando, porque de pronto se puso a darle violentos golpes, le retorció las orejas, descargó una lluvia de salvajes puñetazos en su cabeza. Pero Kenny Dorchester no prestó atención a los golpes. Con una sonrisa prácticamente beatífica, hizo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban y se lanzó de modo atropellado hacia la luz de la luna.

El vidrio se deshizo en un millón de relucientes astillas, y Kenny sonrió durante toda la caída.

Fue el olor lo que le indicó que aún seguía vivo, el olor a desinfectante, y el tacto de almidonadas sábanas bajo su cuerpo. Un hospital, pensó entre una neblina de dolor. Se hallaba en un hospital. Kenny sintió deseos de llorar. ¿Por qué no había muerto? ¡Oh, por qué, oh, por qué! Abrió los ojos e intentó decir algo.

De repente, una enfermera apareció, de pie junto a él, y le tocó la frente y le miró con aire de preocupación. Kenny quiso suplicar que le matara, pero no le salieron las palabras. La mujer se fue y, cuando regresó, otras personas la acompañaban.

—Se pondrá bien, señor Dorchester —dijo un joven bajo y regordete—, pero le queda mucho camino por delante. Está en un hospital. Es usted un hombre muy afortunado. Cayó desde un octavo piso. Debería haber muerto.

«Quiero estar muerto», pensó Kenny, y esbozó las palabras con los labios, con mucho cuidado, pero nadie pareció entenderlas. «Tal vez el mono se haya apoderado de mí —pensó—. Tal vez no pueda volver a hablar más».

—Quiere decir algo —observó la enfermera.

—Lo veo —dijo el gordinflón y joven médico—. Señor Dorchester, por favor, no se esfuerce. De verdad. Si quiere interesarse por su amigo, temo que él no fue tan afortunado como usted. Murió en la caída. Usted también habría muerto, pero por fortuna cayó encima de él.

El miedo y la confusión de Kenny debieron ser obvios, porque la enfermera le puso una suave mano en el brazo.

—El otro hombre —dijo ella con paciencia—. El obeso. Puede dar gracias a Dios porque el otro fuera tan gordo. Él amortiguó la caída de usted igual que un almohadón gigante.

Y, por fin, Kenny Dorchester comprendió qué le estaban diciendo, y sollozó, pero de alegría, y se estremeció.

Tres días más tarde Kenny logró pronunciar la primera palabra: pizza. Y la voz brotó débil y ronca entre sus labios, y luego todavía más ronca, y a los pocos instantes Kenny apretó el botón para llamar a la enfermera y siguió apretando y gritando.

—¡Pizza, pizza, pizza, pizza! —repitió monótonamente.

Y no se calmó hasta que pidieron una pizza para él. Jamás nada había tenido un gusto tan bueno.

En la casa del gusano

Desde siglos más allá del recuerdo, la Casa del Gusano se hallaba sumida en la podredumbre, y así debía ser, ya que podredumbre es simplemente un nombre más del mismo Gusano Blanco. Por eso los
yaga-la-hai
, los gusahijos, se limitaban a sonreír y a continuar como siempre, aunque las cortinas se pudrieran en las paredes de sus interminables madrigueras, y aunque todos los años menguaran los habitantes de las mismas, aunque la carne fuera haciéndose cada vez más escasa y aunque la misma roca que los rodeaba se convirtiese en polvo. En las madrigueras altas de ranuradas ventanas, inundadas por la roja oscuridad de la inmensa brasa que agonizaba arriba, los
yaga-la-hai
iban y venían y vivían su vida. Atendían sus antorchas y celebraban sus mascaradas, y hacían la señal del gusano siempre que pasaban cerca de las oscuras madrigueras sin ventanas donde se decía que los grounos murmuraban y estaban al acecho (porque los pasillos y túneles de la Casa del Gusano tenían la reputación de ser infinitos, de descender por debajo de la tierra, tanto como el negro cielo asciende en lo alto, y los
yaga-la-hai
tan sólo consideraban suyas algunas de las muchísimas antiguas cámaras).

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