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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (24 page)

—No puedo hacerlo —contestó Kress—. Mi helicóptero está destruido y me es imposible poner en marcha alguno de los otros. No sé cómo reprogramarlos. ¿No puede venir a buscarme?

—Sí. Shade y yo partiremos inmediatamente, pero de Asgard a su casa hay más de doscientos kilómetros y necesitamos determinado equipo para ocuparnos del rey de la arena trastornado que usted ha creado. No puede esperarnos ahí, Kress. Dispone de dos piernas. Camine. Vaya hacia el este, con la máxima exactitud y rapidez que le sea posible. Podemos encontrarle fácilmente en una búsqueda aérea y usted se hallará a salvo, lejos de los reyes de la arena. ¿Ha comprendido?

—Sí —dijo Kress—. Sí, oh, sí.

Cortó la comunicación y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Había recorrido la mitad de la distancia cuando escuchó el ruido, un sonido que, por una parte parecía un crujido y, por otra, un estallido.

Uno de los reyes de la arena se había resquebrajado. De las grietas emergieron cuatro menudas manos cubiertas de sangre rosado amarillenta y se pusieron a apartar a un lado la piel muerta.

Kress comenzó a correr.

No había tenido en cuenta el calor.

Las montañas estaban secas y abundaban en rocas. Kress se alejó de la casa con toda la rapidez que pudo. Corrió hasta que le dolieron las costillas y su respiración se hizo jadeante. Después se limitó a caminar, para volver a correr en cuanto estuvo recuperado. Durante una hora corrió y caminó, corrió y caminó, bajo un sol fiero y ardiente. Sudó en abundancia, deseó haberse acordado de llevar un poco de agua y levantó los ojos hacia el cielo esperando distinguir a Wo y Shade.

Kress no estaba hecho para soportar aquella situación. Hacía demasiado calor, el ambiente era excesivamente seco y él no estaba en forma. Pero se esforzó en continuar, recordando el modo en que el vientre había respirado, pensando en las serpenteantes criaturas que por entonces, con toda seguridad, debían estar arrastrándose por toda su casa. Confió en que Wo y Shade supieran cómo tratarlas.

Kress tenía sus planes para Wo y Shade. Todo había sido por culpa de ellos, decidió Kress, y pagarían por ello. Lissandra estaba muerta, pero él conocía a otras personas de su misma profesión. Se vengaría. Lo prometió un centenar de veces mientras sudaba y avanzaba con dificultad hacia el este.

Esperaba que fuera el este, al menos. No tenía facilidad para orientarse y dudaba respecto a la dirección en la que había corrido tras su pánico inicial. Pero después había hecho un esfuerzo por dirigirse hacia el este con mayor exactitud, tal como Wo había sugerido.

Después de correr durante varias horas, sin señal alguna de rescate, Kress comenzó a estar seguro que había calculado mal su dirección.

Transcurrieron varias horas más y el temor le asaltó. ¿Y si Wo y Shade no le localizaban? Moriría allí mismo. Llevaba dos días sin comer, se sentía débil y asustado, su garganta estaba reseca por la falta de agua… Era imposible proseguir. El sol estaba poniéndose y pronto se hallaría perdido en medio de la oscuridad. ¿Qué sucedía? ¿Acaso los reyes de la arena habrían devorado a Wo y Shade? El miedo le sobrecogió una vez más, llenó todo su cuerpo, agravado por la sed insoportable y un hambre atroz. Pero Kress siguió caminando. Se tambaleó al querer correr y cayó al suelo en dos ocasiones. La segunda vez se arañó la mano en una roca y brotó sangre de la herida. Kress la chupó sin dejar de caminar y ni se preocupó ante la posibilidad de una infección.

El sol se hallaba sobre el horizonte, a espaldas de Kress. El ambiente se hizo un poco más fresco, cosa que Kress agradeció. Decidió caminar hasta que no hubiera luz y buscar luego un lugar para pasar la noche. Seguramente se había alejado lo suficiente de los reyes de la arena como para estar a salvo, y Wo y Shade le encontrarían a la mañana siguiente.

Al llegar a lo alto de una pendiente, distinguió frente a sus ojos el perfil de una casa.

El edificio era bastante grande, aunque no tanto como su mansión. Representaba un cobijo, la seguridad. Kress gritó y echó a correr hacia la casa. Comida y bebida, tenía que alimentarse, ya estaba saboreando la comida. Notaba las punzadas del hambre. Descendió la colina corriendo, agitando los brazos y gritando a los moradores de la vivienda. La luz era muy escasa por entonces, pero aún así logró vislumbrar seis niños que jugaban aprovechando el resplandor del crepúsculo.

—¡Eh, ustedes! —chilló—. ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!

Los niños vinieron corriendo hacia él.

Kress se detuvo bruscamente.

—No —dijo—. ¡Oh, no! ¡No! ¡No!

Dio media vuelta, resbaló en la arena, se levantó y trató de seguir corriendo. Lo atraparon fácilmente. Eran unos seres pequeños, horribles, de ojos saltones y piel de color naranja oscuro. Kress se debatió, pero fue en vano. Aún siendo pequeñas, aquellas criaturas tenían cuatro brazos y él sólo dos.

Lo llevaron a la casa. Era una construcción deforme, de aspecto triste, formada por arena que se desmoronaba, pero la puerta de entrada era muy amplia, muy oscura, y respiraba. Un detalle terrible, pero Simon Kress no prorrumpió en gritos por eso. Gritó al ver a los otros, los niños anaranjados que salieron arrastrándose del castillo e, impasibles, le contemplaron mientras pasaba a su lado.

Todos tenían un rostro idéntico al de Kress.

Esta torre de cenizas

Mi torre es de ladrillos, pequeños ladrillos grises como el hollín, hechos con una brillante sustancia negra curiosamente parecida a la obsidiana, a mi inexperto entender, aunque sin duda alguna no puede ser obsidiana. Se asienta junto a un brazo del Mar Magro, seis metros de alta y hundiéndose, y el borde del bosque queda sólo a unos metros.

Descubrí la torre hace casi cuatro años, cuando «Squirrel» y yo salimos de Puerto Jamison en el plateado aerocoche que ahora yace destripado y cubierto de maleza entre la cizaña del escalón de la entrada. Hasta la fecha no sé casi nada de la estructura, pero tengo mis teorías.

No creo que fuera construida por hombres, por ejemplo. No hay duda a que es anterior a Puerto Jamison, y a menudo sospecho que también a los vuelos espaciales. Los ladrillos (que son curiosamente pequeños, su tamaño no llega a la cuarta parte de un ladrillo normal) están fatigados, curtidos por la intemperie y viejos, y se desmenuzan visiblemente bajo mis pies. Hay polvo por todas partes y conozco su fuente, porque más de una vez he arrancado un ladrillo del pretil del tejado y lo he estrujado ociosamente hasta convertirlo en fino polvo oscuro en mi mano desnuda. Cuando sopla el viento salado del este, de la torre se desprende una fumarada de cenizas.

En el interior, los ladrillos se hallan en mejor estado, ya que el viento y la lluvia no los han afectado demasiado, pero la torre dista mucho de ser acogedora. El interior es una sola habitación llena de polvo y ecos, sin ventanas; la única luz procede de la abertura circular en el centro del techo. Una escalera de caracol, hecha con los mismos viejos ladrillos que el resto, forma parte de la pared. Gira y gira igual que las roscas de un tornillo, antes de llegar a la altura del techo. «Squirrel», que es tan pequeño como cualquier gato normal, considera fácil subir los escalones, pero son estrechos y desproporcionados para los pies de un hombre.

De todas formas, yo los subo. Todas las noches regreso de los fríos bosques, con mis flechas ennegrecidas por la sangre coagulada de las arañas de los sueños y mi bolsa repleta de sus bolsas de veneno, y dejo a un lado el arco, me lavo las manos y subo al tejado para pasar las últimas horas antes del alba. Al otro lado del estrecho y salino canal, las luces de Puerto Jamison arden en la isla, y desde allí no parece la ciudad que yo recuerdo. Los edificios, cuadrados y negros, despiden un romántico fulgor por la noche. Las luces, de ahumado color naranja y azul apagado, hablan de misterio, de cánticos mudos y de una soledad nada despreciable, mientras las naves estelares ascienden y descienden sobre el fondo de las estrellas igual que las incansables y errantes luciérnagas de mi infancia en Vieja Tierra.

—Hay historias allí —dije una vez a Korbec, antes de adquirir experiencia—. Hay personas detrás de cada luz, y cada una posee una vida, una historia. Pero llevan esas vidas sin ponerse en contacto con nosotros, y por eso nunca conoceremos las historias.

Creo que señalé las luces entonces. Estaba, como es lógico, bastante bebido.

Korbec respondió mostrando los dientes en una sonrisa y agitando la cabeza. Era un hombretón moreno y carnoso, con una barba semejante a enmarañado alambre. Todos los meses llegaba de la ciudad con su picado aerocoche negro, para dejar mis provisiones y llevarse el veneno que yo recogía, y todos los meses subíamos al tejado y nos emborrachábamos. Simplemente conductor de camión, eso era Korbec, un vendedor de sueños baratos y arcos iris de segunda mano. Pero él se creía filósofo y estudioso del hombre.

—No te engañes —me dijo, con la cara sonrosada a causa del vino y la oscuridad—, no echas de menos nada. Las vidas son historias podridas, ¿sabes? Las historias de verdad, ahora, suelen tener argumento. Empiezan y siguen un poco, y cuando terminan acaban, a menos que el chico haya conseguido una serie. La vida de la gente no tiene eso, ni mucho menos, la vida va dando vueltas, serpentea y sigue y sigue. Nada tiene fin.

—Las personas mueren —dije—. Es todo un fin, creo.

Korbec articuló un ruido muy fuerte.

—Claro, pero ¿alguna vez has sabido de alguien que muriera en el momento apropiado? No, no sucede así. Algunos tipos caen casi antes de empezar a vivir, otros durante la mejor parte. Y otros es como si se demoraran aquí después que todo ha terminado.

A menudo, cuando estoy sentado allí, solo, con el calor de «Squirrel» en mi regazo y un vaso de vino al lado, recuerdo las palabras de Korbec y la lentitud con que las pronunciaba, con una voz ronca, raramente dulce. No es un hombre listo, Korbec, pero aquella noche creo que dijo la verdad, quizá sin darse cuenta siquiera. Pero el fatigado realismo que me ofreció entonces es el único antídoto que existe para los sueños que las arañas tejen.

Sin embargo, yo no soy Korbec, ni puedo serlo, y si bien reconozco su verdad, no soy capaz de vivirla.

Yo estaba fuera, haciendo prácticas de tiro al atardecer, vestido simplemente con mi carcaj y unos pantalones cortos, cuando llegaron ellos. El ocaso se acercaba y yo estaba desperezándome antes de la incursión nocturna en el bosque (incluso en aquellos primeros tiempos yo vivía del anochecer al amanecer, igual que las arañas de los sueños). La sensación de la hierba bajo mis pies descalzos era estupenda, el tacto del arco de plateada madera era todavía mejor en mi mano y estaba disparando bien.

Entonces oí que se acercaban. Miré por encima del hombro hacia la playa, y vi el aerocoche azul oscuro cuyo tamaño aumentaba con rapidez sobre el fondo del cielo oriental. Gerry, naturalmente, lo deduje por el sonido. Su aerocoche hacía ruidos desde que yo le conocía.

Les di la espalda, disparé otra flecha, con el pulso bastante firme, y me apunté la primera diana de la jornada.

Gerry dejó su aerocoche entre los matorrales, cerca de la base de la torre, a pocos centímetros del mío. Crystal le acompañaba, esbelta y seria, con su largo cabello dorado lleno de fulgores rojos bajo el sol del atardecer. Bajaron del vehículo y avanzaron hacia mí.

—No se pongan cerca del blanco —les advertí mientras ponía otra flecha en su lugar y tensaba el arco—. ¿Cómo me han localizado?

El vibrante tañido de la flecha en el blanco recalcó mi pregunta. La pareja dio un rodeo bien lejos de la línea de tiro.

—Una vez hablaste de explorar desde el aire este lugar —dijo Gerry—, y sabíamos que no estabas en Puerto Jamison. Pensamos que valía la pena arriesgarse.

Gerry se detuvo a poca distancia de mí, con las manos en las caderas y el mismo aspecto que yo recordaba: corpulento, moreno y en excelente forma física. Crystal se quedó junto a él y le tomó suavemente el brazo.

Bajé el arco y me volví hacia ellos.

—Vaya. Bueno, me han localizado. ¿Por qué?

—Estaba preocupada por ti, Johnny —dijo dulcemente Crystal.

Pero evitó mis ojos cuando la miré.

Gerry la tomó por la cintura, de forma muy posesiva, y algo se inflamó en mi interior.

—Huir jamás resuelve nada —afirmó Gerry, reflejando en su voz la curiosa mezcla de amistosa preocupación y condescendiente arrogancia que desde hacía meses usaba conmigo.

—No he huido —repliqué, con voz tensa—. Maldita sea. No tendrían que haber venido nunca.

Crystal miró a Gerry, con aspecto de enorme tristeza, y no tuve duda alguna del hecho que ella, de pronto, estaba pensando lo mismo. Gerry se limitó a fruncir el ceño. No creo que él entendiera por qué dije las cosas que dije, o hice las cosas que hice; siempre que hablábamos del tema, que no era con frecuencia, Gerry me explicaba solamente con vaga perplejidad lo que él habría hecho si nuestros papeles hubieran estado invertidos. A él le parecía infinitamente extraño que alguien pudiera obrar de manera distinta en la misma situación.

El fruncimiento de su ceño no me afectó, pero Gerry había hecho ya el daño. Durante el mes del exilio que yo mismo me había impuesto en la torre, había tratado de conciliar mis actos con mi mal humor, y no era fácil, ni mucho menos. Crystal y yo habíamos estado juntos mucho tiempo (casi cuatro años) cuando llegamos al Planeta de Jamison, intentando seguir el rastro de ciertos artefactos extraordinarios de plata y obsidiana que habíamos encontrado en Baldur. Yo la había amado durante todo ese tiempo, y sigo amándola, incluso ahora, después que ella me abandonara para irse con Gerry. Cuando yo estaba de buen talante, me parecía que el impulso que me había alejado de Puerto Jamison era noble y altruista. Yo quería que Crys fuera feliz, simplemente eso, y ella no podía serlo conmigo allí. Mis heridas eran demasiado profundas, y yo no destacaba ocultándolas; mi presencia era el freno de la culpabilidad que moderaba la nueva alegría que Crys había encontrado con Gerry. Y puesto que ella no soportaba tener que alejarme por completo, yo mismo me sentí impulsado a hacerlo. Por ellos. Por ella.

O eso me gustaba creer. Pero había horas en las que esa brillante racionalización se derrumbaba, oscuras horas de aversión hacia mí mismo. ¿Eran esas las razones auténticas? ¿O tan sólo quería causarme daño en un ataque de colérica inmadurez, y haciendo eso castigaba a la pareja…, como un niño testarudo que acaricia ideas de suicidio como forma de venganza?

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