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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (26 page)

Y musgos azules.

Sólo algunos al principio. Una fibrosa maraña suspendida del brazo de un gnomo por aquí, una pequeña mancha en el suelo por allá, con frecuencia abriéndose paso a dentelladas por el tronco de un ebanofuego, un agostado y solitario árbol saetero. Después cada vez más. Gruesas alfombras bajo los pies, musgosas sábanas en las hojas, pesadas ristras que colgaban de las ramas y danzaban con el viento. Crystal movió con rapidez la linterna, en círculo, y descubrió conjuntos cada vez mayores y mejores del blando hongo azul, y yo empecé a distinguir el fulgor en la periferia.

—Ya basta —dije, y Crys apagó la linterna.

La oscuridad sólo duró un instante, hasta que nuestros ojos se acostumbraron a la luz más mortecina. Alrededor de nosotros, el bosque estaba bañado por un suave resplandor; el musgo azul nos inundaba con su espectral fosforescencia. Nos hallábamos cerca del borde de un pequeño claro, bajo un reluciente ebanofuego negro, pero incluso las llamas de las rojas venas de su madera parecían enfriarse con la tenue iluminación azul. El musgo había vencido a la maleza, había suplantado a todas las hierbas de la localidad y convertido los arbustos cercanos en vellosas pelotas playeras de color azul. Trepaba por los troncos de casi todos los árboles, y cuando miramos las estrellas a través de las ramas, vimos que otras colonias habían formado en lo alto una brillante diadema.

Con mucho cuidado dejé apoyado el arco en el oscuro tronco del ebanofuego, me agaché y ofrecí un manojo de luz a Crystal. Mientras lo sostenía bajo su barbilla, Crys me sonrió de nuevo, con sus facciones suavizadas por la fría magia en mi mano. Recuerdo que me sentí muy bien por haberlos guiado hasta aquella belleza. Pero Gerry se limitó a hacerme una mueca.

—¿Es éste el peligro que corremos, Bowen? —preguntó—. ¿Un bosque lleno de musgo azul?

Dejé caer el musgo.

—¿No opinas que es hermoso?

Gerry se encogió de hombros.

—Por supuesto, es precioso. Y además es un hongo, un parásito con una peligrosa tendencia a inundar y cubrir el resto de formas de vida vegetal. El musgo azul fue muy abundante en Jolostar y el Archipiélago Barbis en otro tiempo, ya sabes. Lo erradicamos todo. Puede abrirse paso y carcomer un buen maizal en un mes.

Sacudió la cabeza.

Y Crystal asintió.

—Tiene razón, sí —dijo ella.

La miré largamente; de pronto me sentía muy sobrio, el último recuerdo del vino había desaparecido hacía muchos minutos. Bruscamente comprendí que había elaborado, sin pensarlo, otra fantasía para mí. Ahí, en un mundo que había comenzado a hacer mío, un mundo de arañas de los sueños y musgo mágico, había llegado a pensar que podía recobrar mi antiguo sueño, a mi risueña y cristalina amiga del alma. En la infinita selva del continente, Crys nos vería a los dos bajo una nueva luz y comprendería otra vez que era yo el hombre que amaba.

Por eso yo había tejido una bonita telaraña, brillante y seductora como la trampa de cualquier araña de los sueños, y Crys había destrozado los frágiles filamentos con una palabra. Ella pertenecía a Gerry; no era mía entonces, y no lo sería nunca. Y si Gerry me parecía estúpido, insensible o práctico en exceso…, bien, quizá por esas cualidades lo había preferido Crys. Y quizá no…, yo no tenía derecho a inventar justificaciones para su amor, y seguramente no las entendería jamás.

Limpié mis manos de las últimas escamas de reluciente hongo, mientras Gerry recogía la pesada linterna que llevaba Crystal y la encendía de nuevo. Mi azulado país de las hadas se desvaneció, consumido por la brillante realidad blanca del rayo de la linterna.

—¿Y ahora qué? —preguntó Gerry, sonriente.

No estaba tan borracho, a decir verdad.

Recogí mi arco.

—Síganme —dije, rápida, lacónicamente.

Los dos parecían ansiosos e interesados, pero mi talante había variado de forma espectacular. De pronto la excursión era absurda para mí. Ojalá se hubieran ido, pensé, ojalá estuviera en mi torre con «Squirrel». Yo estaba hundido…

… Y seguía hundiéndome. En las profundidades de los bosques rebosantes de musgo, nos topamos con un oscuro y rápido arroyo, y el fulgor de la linterna alanceó a un solitario ferricornio que se había acercado a beber. Levantó la cabeza de inmediato, pálido y asustado, y se alejó dando brincos entre los árboles. Durante un fugaz instante se asemejó un poco al unicornio legendario de Vieja Tierra. Un viejo hábito me hizo mirar a Crystal, pero los ojos de ella buscaron los de Gerry mientras se reía.

Más tarde, mientras trepábamos por una rocosa pendiente, una cueva asomó muy cerca; a deducir por el olor, era la guarida de un gruñidor del bosque.

Me volví para advertir a la pareja que diera un rodeo, y descubrí que me había quedado sin oyentes. Se hallaban diez pasos detrás de mí, al pie de las rocas, y caminaban muy despacio y hablaban en voz baja, con las manos tomadas.

Sombrío y enfadado, falto de palabras, me volví de nuevo y continué subiendo la cuesta. No hablamos otra vez hasta que encontré el montón de polvo.

Me detuve junto al borde, mis botas hundidas varios centímetros en el fino polvo gris, y la rezagada pareja se acercó a mí.

—Adelante, Gerry —dije—. Usa la linterna aquí.

La luz recorrió errante el lugar. La cuesta quedaba detrás, rocosa e iluminada en algunos puntos por el confuso y frío fuego de la vegetación asfixiada por el musgo azul. Pero delante de nosotros sólo había desolación: una amplia llanura desierta, negra, marchita y sin vida, expuesta a las estrellas. Gerry movió la linterna de un lado a otro, deslizando la luz por los bordes del polvo cercano y viendo como el rayo desaparecía al apuntarlo hacia la grisácea lejanía. El único ruido era el del viento.

—¿Y bien? —dijo por fin Gerry.

—Palpa el polvo —le ordené. Esta vez no pensaba doblegarme—. Y cuando vuelvas a la torre, estruja uno de mis ladrillos y toca los residuos. Es el mismo material, una especie de ceniza de polvo. —Hice un amplio gesto—. Supongo que aquí hubo una ciudad en otro tiempo, pero ahora todo está desintegrado. Es posible que mi torre fuera un puesto de vigilancia de los seres que la construyeron, ¿entiendes?

—Los desaparecidos seres inteligentes de los bosques —dijo Gerry, sin dejar de sonreír—. Bien, admito que no hay nada como esto en las islas. Por una buena razón. No permitimos que los incendios forestales asolen la tierra a sus anchas.

—¡Incendios forestales! No me vengas con esas. Los incendios forestales no reducen todo a polvo fino, siempre queda algún tocón ennegrecido o algo.

—¿Sí? Seguramente tienes razón. Pero todas las ciudades en ruinas que conozco tienen por lo menos unos cuantos ladrillos todavía amontonados para que los turistas hagan fotos —dijo Gerry. El rayo de luz pasó con rapidez de un punto a otro del montón de polvo, despreciándolo—. Lo único que tienes aquí es un montón de basura.

Crystal no dijo nada.

Empecé a desandar el camino, mientras ellos me seguían en silencio. Yo estaba perdiendo puntos minuto tras minuto. Había sido una idiotez llevarlos allí. En ese momento no tenía otra cosa en la cabeza que volver a mi torre con la máxima rapidez posible, enviar a la pareja a Puerto Jamison y reanudar mi exilio.

Crystal me detuvo en cuanto bajamos la pendiente y llegamos al bosque de musgo azul.

—Johnny —dijo.

Me detuve, los dos me alcanzaron y Crys señaló con el dedo.

—Apaga la luz —ordené a Gerry.

Con la más tenue iluminación del musgo, era menos difícil distinguirla: la intrincada e iridiscente tela de una araña de los sueños, inclinada hacia el suelo desde las ramas más bajas de uno de los árboles similares a robles. Los retazos de musgo que brillaban débilmente alrededor de nosotros no eran nada comparado con aquello. Todos los hilos de la telaraña eran tan gruesos como mi índice, lustrosos y brillantes y con todos los colores del arco iris.

Crys dio un paso hacia la telaraña, pero la tomé por el brazo y la detuve.

—Las arañas están al acecho en alguna parte —dije—. No te acerques demasiado. Papá araña nunca abandona la tela, y mamá recorre los alrededores por la noche.

Gerry miró hacia arriba, con cierto recelo. La linterna estaba apagada, y de pronto él no tenía todas las respuestas. Las arañas de los sueños son peligrosos depredadores, y supongo que Gerry jamás había visto una fuera de una vitrina. Esos animales no eran originarios de las islas.

—Una tela bastante grande —dijo—. Las arañas deben ser de buen tamaño.

—Cierto —repuse, y de inmediato me sentí inspirado. Podía incomodar mucho más a Gerry si una telaraña ordinaria como aquella le impresionaba. Y él había estado incomodándome la noche entera—. Síganme. Les enseñaré una auténtica araña de los sueños.

Bordeamos la telaraña con mucho cuidado, sin ver a ninguno de sus guardianes. Conduje a la pareja a la sima de las arañas.

Era una gran «V» en la arenosa tierra, tal vez el lecho de un riachuelo en otro tiempo, pero seco y cubierto de maleza en esta época. La sima no puede decirse que sea muy profunda a la luz del día, pero por la noche tiene un aspecto bastante formidable cuando la contemplas desde las boscosas pendientes a ambos lados. El fondo es una oscura maraña de arbustos, rebosantes de fluctuantes lucecitas fantasmales. En lo alto, árboles de todas las especies se inclinan sobre la sima, casi reuniéndose en el centro. Uno de ellos, de hecho, cruza el boquete. Un viejo árbol saetero en estado de podredumbre, agostado por la falta de humedad, cayó hace tiempo y es un puente natural. Del puente pende musgo azul, y por eso brilla.

Los tres caminamos por ese curvado tronco, débilmente iluminado, y yo señalé hacia abajo.

A varios metros por debajo, una fulgurante red multicolor colgaba entre pendiente y pendiente; todos los hilos de la tela eran tan gruesos como un cable y sus pegajosos aceites despedían brillo. Ataba a todos los árboles inferiores en un retorcido y complicado abrazo, y representaba un reluciente techo imaginario en lo alto de la sima. Muy bonito, te hacía desear extender la mano y tocarlo.

Por esa razón, por supuesto, tejían la tela las arañas de los sueños. Eran depredadores nocturnos, y los brillantes colores de sus telarañas ardiendo en la noche constituían un poderoso cebo.

—Miren —dijo Crystal—, la araña.

Señaló con el dedo.

En uno de los rincones más oscuros de la tela, medio oculta por la maraña de un árbol de gnomo que sobresalía de la roca, allí estaba. Yo la vi vagamente, gracias a la luz de la tela y del musgo, un gran animal blanco de ocho patas, del tamaño de una magnífica calabaza. Inmóvil. Al acecho.

Gerry volvió a mirar alrededor, nervioso, y observó las ramas de una torcida imitación de roble que pendía en parte sobre nosotros.

—El macho está por aquí cerca, ¿no?

Asentí. Las arañas de los sueños del Planeta de Jamison no son en realidad hermanas de los arácnidos de Vieja Tierra. La hembra es de hecho la más mortífera de la especie, pero no devora al macho, ni mucho menos: lo acepta toda su vida en una asociación permanente y especializada. Es el perezoso y corpulento macho el que lleva los órganos hilanderos, el que teje la tela reluciente como el fuego y el que la hace pegajosa con sus aceites, el que ata e inmoviliza a la presa que ha caído en la trampa de luz y color. Mientras tanto, la hembra, más pequeña, vaga por las oscuras ramas, con una bolsa de veneno llena de ese viscoso fluido de los sueños que causa brillantes visiones, éxtasis y final negrura. Pica a criaturas muchísimo más grandes que ella, a las que arrastra ya fláccidas a la tela para llenar la despensa.

Las arañas de los sueños son cazadores blandos y misericordiosos pese a todo lo anterior. Si prefieren comida viva, no importa; seguramente al cautivo le encanta que lo devoren. La sapiencia popular jamisana afirma que la presa de una araña gime de gozo mientras la consumen. Como cualquier sapiencia popular, ésta es sumamente exagerada. Pero lo cierto es que los cautivos nunca forcejean.

Excepto aquella noche: algo forcejeaba en la red por debajo de nosotros.

—¿Qué es eso? —dije, sorprendido.

La iridiscente tela no estaba vacía, ni muchísimo menos: el cuerpo medio devorado de un ferricornio yacía muy cerca por debajo de nosotros, y un gran murciélago negro estaba atado en brillantes hilos un poco más lejos. Pero yo no observaba a estos dos animales. En el rincón opuesto a la araña macho, cerca de los árboles occidentales, algo estaba atrapado y se agitaba. Recuerdo haber tenido una fugaz visión de pálidas extremidades que se retorcían, grandes ojos luminosos y algo parecido a alas. Pero no lo vi con claridad.

Fue entonces cuando Gerry resbaló.

Tal vez fuera el vino el causante de su inestabilidad, o quizás el musgo que pisábamos, o la curva del tronco donde nos hallábamos. Tal vez Gerry estaba intentando acercarse para ver qué cosa miraba yo. Pero, en cualquier caso, resbaló y perdió el equilibrio, lanzó un grito, y de pronto lo vi a cinco metros de distancia, atrapado en la tela. La red entera tembló con el impacto de la caída, pero ni siquiera estuvo a punto de romperse. Al fin y al cabo, las telas de arañas de los sueños son lo bastante resistentes para capturar ferricornios y gruñidores de los bosques.

—¡Maldita sea! —gritó Gerry. Su aspecto era ridículo: una pierna metida por las fibras de la tela, los brazos medio introducidos y desesperadamente enredados, y sólo la cabeza y los hombros estaban libres del revoltijo—. Esto es pegajoso. Apenas puedo moverme.

—No lo intentes —le ordené—. Eso empeoraría las cosas. Pensaré una forma de bajar y soltarte. Llevo un cuchillo.

Miré alrededor, en busca de una rama que pudiera doblar hacia abajo.

—John.

La voz de Crystal era tensa, nerviosa.

La araña macho había abandonado el lugar desde donde acechaba, detrás del árbol de gnomo. Avanzaba hacia Gerry con andar pesado y resuelto; una gruesa figura blanca que clamaba por la belleza preternatural de su tela.

—Maldición —dije.

No estaba muy alarmado, pero aquello era un fastidio. El gran macho era la araña más grande que yo había visto, y me parecía vergonzoso matarlo. Pero no creí tener alternativa. El macho de una araña de los sueños no tiene veneno, pero es carnívoro, y su mordedura puede ser mortal, en especial si tiene el tamaño de aquel macho. Tenía que impedir que se acercara a Gerry para morderle.

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