—Vete al infierno —dijo.
—Podría hacerlo, ya que te importo un comino. —Se le había puesto blanca la cara—. Te envié un telegrama, hace dos años. Les envié telegramas a los tres. Les necesitaba, prometieron que acudirían si les necesitaba, que estarían conmigo, prometieron eso. Hiciste el amor conmigo y fuiste mi amigo, pero te envié un telegrama y no viniste, bastardo. ¡No viniste, no vino ninguno de los tres, ninguno de los tres vino!
Estaba chillando.
Ted había olvidado el telegrama. Pero lo recordó inmediatamente. Lo había leído varias veces, y finalmente descolgó el teléfono y llamó a Michael. Pero su amigo no estaba en casa. Ted leyó por última vez el telegrama, lo estrujó y lo tiró al retrete. Uno de los otros podía atender a Melody aquella vez, recordó que había pensado. Tenía un caso importante entre manos, el pleito por la patente de Argrath Corporation, y no podía arriesgarse a abandonarlo. Pero el telegrama era desesperado, y él se sintió culpable durante varias semanas, hasta que por fin logró apartar el asunto de su cabeza.
—Estaba ocupado —dijo, en tono en parte enojado y en parte defensivo—. Tenía cosas más importantes que hacer que tomarte la mano para que superaras otra crisis.
—¡Fue horrible! —chilló Melody—. ¡Les necesitaba y todos me dejaron sola! Estuve a punto de suicidarme.
—Pero no lo hiciste, ¿verdad?
—Pude haberlo hecho —repuso ella—. Pude suicidarme, y ninguno se habría preocupado.
Amenazar con suicidarse era una de las tretas favoritas de Melody. Ted había pasado por eso otras cien veces. En esta ocasión decidió no picar el anzuelo.
—Podías haberte suicidado —dijo tranquilamente— y seguramente no nos habríamos preocupado. Creo que en esto tienes razón. Te habrías podrido durante semanas hasta que alguien te encontrara, y seguramente no habríamos tenido noticias tuyas antes de medio año. Y cuando por fin me hubiera enterado yo, creo que habría estado triste un par de horas, recordando todo. Pero luego me habría emborrachado, o habría telefoneado a mi novia, o algo así, y me habría olvidado enseguida. Y me habría olvidado por completo de ti.
—Lo habrías sentido —dijo Melody.
—No —replicó Ted. Caminó tranquilamente hacia el mueble bar y se sirvió otro vaso—. No, de verdad, no creo que lo hubiera sentido. En absoluto. Y tampoco me habría considerado culpable. Así pues, será mejor que dejes de amenazar con suicidarte, Melody, porque no te dará resultado.
La cólera se extinguió en la cara de Melody, que gimoteó de nuevo ahogadamente.
—Por favor, Ted —dijo—. No digas esas cosas. Dime que te importo. Dime que te habrías acordado de mí.
Ted la miró con enorme seriedad.
—No —repuso.
Era más difícil ser duro cuando Melody estaba apenada, cuando se encogía y parecía pequeña y vulnerable, cuando gimoteaba en vez de lanzar acusaciones. Pero Ted tenía que poner fin a la situación de una vez por todas, tenía que librarse de aquella maldición que agobiaba su vida.
—Me iré mañana —dijo dócilmente Melody—. No te molestaré. Pero dime que te importo, Ted. Que eres mi amigo. Que vendrás a verme. Si te necesito.
—No iré a verte, Melody —contestó él—. Esto ha terminado. Y no quiero que vengas aquí nunca más, ni que telefonees, ni que envíes telegramas, tengas el problema que tengas. ¿Lo entiendes? ¿Eh? Quiero que salgas de mi vida, y en cuanto te vayas te olvidaré con la máxima rapidez que pueda, porque señorita, eres un recuerdo infernalmente malo.
Melody lanzó un grito como si acabara de recibir un golpe.
—¡No! —exclamó—. ¡No, no digas eso, recuérdame, tienes que recordarme! Te dejaré en paz, lo prometo, nunca volveré a verte Pero di que me recordarás. —Se levantó bruscamente—. Me voy ahora mismo. Si quieres, me voy. Pero antes hagamos el amor, Ted. Por favor. Quiero darte algo para que me recuerdes.
Sonrió lascivamente y empezó a quitarse la prenda superior, y Ted sintió náuseas.
Dejó estruendosamente el vaso en la mesa.
—Estás loca —le dijo—. Necesitas atenciones profesionales, Melody. Pero yo no puedo ofrecértelas, y no pienso seguir soportando esto. Me voy a dar un paseo. Volveré dentro de dos horas. Te habrás ido cuando vuelva.
Ted se dirigió hacia la puerta. Melody lo miró, con la prenda en la mano. Tenía unos pechos menudos y encogidos, y el izquierdo con un tatuaje que Ted no había visto hasta entonces. Melody no poseía un solo rasgo vagamente deseable.
—Sólo quería ofrecerte algo para que te acordaras de mí —dijo lloriqueando.
Ted salió dando un portazo.
Era medianoche cuando regresó, ebrio y amargado, decidido a llamar a la policía si Melody continuaba allí, y eso sería el final del asunto. Jack estaba detrás del mostrador; acababa de empezar su turno. Ted se detuvo y lo mandó al infierno por haber dejado pasar a Melody aquella mañana, pero el portero lo negó con vehemencia.
—Nadie ha pasado, señor Cirelli. No dejo pasar a nadie sin antes llamar al piso, tendría que saberlo. Llevo aquí seis años, y nunca he dejado pasar a nadie sin llamar al piso.
Ted le recordó enérgicamente el caso del Testigo de Jehová, y los dos acabaron discutiendo a gritos.
Finalmente Ted se fue hecho una fiera y subió en el ascensor hasta la planta treinta y dos.
Había un dibujo clavado a la puerta.
Ted parpadeó, furioso un momento, y luego lo arrancó. Era una caricatura de Melody. No la Melody que había visto él ese día, sino la chica que conoció en la universidad: animada, divertida, bonita. Cuando eran compañeros de piso, Melody ilustraba siempre sus apuntes con pequeñas caricaturas de ella misma. A Ted le sorprendió que aún pudiera dibujar tan bien. Debajo de la cara, Melody había escrito un mensaje en letras de imprenta:
TE DEJO ALGO PARA QUE ME RECUERDES.
Ted miró con aire ceñudo la caricatura, preguntándose si debía conservar o no el dibujo. La misma vacilación le enfureció. Estrujó el papel en su mano y buscó las llaves en el bolsillo. Por lo menos se ha ido, pensó, y quizá para siempre. Había dejado la nota, eso significaba que se había ido. Ted se había librado de ella otros dos años como mínimo.
Entró en el piso, lanzó la arrugada hoja de papel hacia una papelera y sonrió al ver que encestaba.
—Dos puntos —dijo, ebrio y satisfecho de sí mismo.
Se acercó al mueble bar y empezó a prepararse un combinado.
Pero allí ocurría algo.
Ted dejó de agitar la bebida y aguzó el oído. Agua que corría, comprendió. Melody había dejado abierto algún grifo del cuarto de baño.
—Cristo —dijo.
Y en ese momento tuvo un espantoso pensamiento: quizá Melody no se había ido. Quizá se hallaba en el cuarto de aseo, duchándose o haciendo algo, desvariando, llorando, cualquier cosa.
—¡Melody! —gritó.
No hubo respuesta. El agua seguía corriendo, no había duda. No podía haber otra explicación. Pero ella no respondía.
—Melody, ¿todavía estás aquí? —gritó de nuevo—. ¡Responde, maldita sea!
Silencio.
Dejó el vaso y se dirigió al cuarto de baño. La puerta estaba cerrada. Ted permaneció fuera. Definitivamente, el agua corría.
—¡Melody! —gritó por tercera vez—. ¿Estás dentro? ¡Melody!
Nada. Ted empezaba a estar asustado.
Extendió la mano y asió el pomo de la puerta, que giró con suavidad entre sus dedos. La puerta no estaba cerrada con llave.
El interior del cuarto de baño estaba lleno de vapor. Ted apenas podía ver, pero reparó en que la cortina de la ducha estaba echada. El agua salía a chorros y, a juzgar por la cantidad de vapor, debía estar ardiendo. Ted retrocedió y aguardó a que el vapor se disipara.
—¿Melody? —dijo en voz baja.
No hubo réplica.
—Mierda.
Se esforzó en no asustarse. Ella sólo lo había mencionado, pensó. Jamás lo haría realmente. Las personas que lo dicen jamás lo hacen, él había leído eso en alguna parte. Melody estaba haciendo eso para asustarle.
Dio dos rápidos pasos al frente y de un tirón descorrió la cortina de la ducha.
Ella estaba allí, envuelta en vapor. El agua corría por su desnudo cuerpo. No se hallaba estirada en la bañera, no. Estaba sentada, apretada de costado cerca de los grifos, muy insignificante y patética. Su posición casi parecía fetal. El grifo de la ducha estaba dirigido hacia abajo, hacia las manos. Se había abierto las venas de la muñeca con hojas de afeitar, y había tratado de mantenerlas debajo del agua, pero eso no había bastado. Se había cortado las venas de través, y todo el mundo sabe que la única forma de hacerlo es longitudinalmente. De ahí que hubiera usado las cuchillas en otra parte del cuerpo, y por eso Melody tenía dos bocas, ambas sonriendo a Ted, muy sonrientes. El agua se había llevado casi toda la sangre. No había manchas, pero la segunda boca de la mujer, por debajo de la barbilla, continuaba roja y goteando. El goteo se derramaba por su pecho, por la flor tatuada en la mama, y el agua de la ducha se llevaba las gotas de sangre. El cabello le caía por las mejillas, fláccido y mojado. Estaba sonriendo. Parecía muy contenta. El vapor la rodeaba. Debía estar allí tres horas, pensó Ted. Estaba muy limpia.
Ted cerró los ojos. No le sirvió de nada. Continuó viéndola. Siempre la vería.
Abrió los ojos. Melody seguía risueña. Ted extendió el brazo por delante de ella y cerró el grifo. Al hacerlo se mojó la manga de la camisa.
Aturdido, huyó al salón. «Dios mío —pensó—. Dios mío. Tengo que llamar a alguien, tengo que dar parte de esto, yo no puedo enfrentarme a eso». Decidió llamar a la policía. Descolgó el teléfono, y vaciló con el dedo suspendido sobre los botones. La policía no iba a serle útil, pensó. Marcó el número de Jill.
Cuando acabó de explicarse, hubo un enorme silencio al otro lado de la línea.
—Dios mío —dijo por fin Jill—, qué espanto. ¿Puedo hacer algo?
—Ven —repuso él—. Ahora mismo.
Tomó el vaso que había dejado en la mesa, dio un apresurado trago. Jill vacilaba.
—Eh…, escucha Ted, no se me dan muy bien los cadáveres —dijo ella—. ¿Por qué no vienes tú a mi casa? Yo no quiero…, bueno, compréndelo. No creo que vuelva a ducharme jamás en tu apartamento.
—Jill —contestó Ted, consternado—. Necesito alguien a mi lado ahora mismo.
Se echó a reír, con una risa asustada, incierta.
—Ven a mi casa —le apremió Jill.
—No puedo irme de aquí —dijo Ted.
—Bien, no vengas —contestó ella—. Llama a la policía. Ellos se llevarán el cadáver. Ven después.
Ted telefoneó a la policía.
—Si esta es la idea que tiene usted de una broma, no es divertida —dijo el oficial.
Su compañero estaba muy serio.
—¿Broma? —contestó Ted.
—No hay nadie en la ducha —dijo el oficial—. Debería llevármelo a la comisaría.
—¿Nadie en la ducha? —repitió Ted, incrédulo.
—Déjalo en paz, Sam —dijo el otro agente—. Está borracho, ¿no lo ves?
Ted pasó entre ambos hacia el cuarto de aseo.
La bañera estaba vacía. Vacía. Se arrodilló y tocó el fondo. Seco. Totalmente seco. Pero la manga de su camisa aún estaba mojada.
—No —dijo—, no.
Corrió al salón. Los dos policías le contemplaron, divertidos. El bolso de Melody había desaparecido, no estaba junto a la puerta. Todos los platos habían ido a parar al lavavajillas, no había forma de saber si alguien había hecho tortas o no. Ted volvió boca abajo la papelera y derramó el contenido en el sofá. Se puso a rebuscar entre los papeles.
—Vaya a la cama, a dormir la mona, caballero —dijo el agente de más edad—. Se encontrará mejor por la mañana.
—Vamos —le dijo su compañero.
Se fueron, dejando a Ted escarbando entre los papeles. Ninguna caricatura. Ninguna caricatura. Ninguna caricatura.
Ted lanzó la vacía papelera al otro lado del salón, que rebotó en la pared con un resonante estruendo metálico.
Paró un taxi para ir a casa de Jill.
Casi amanecía cuando Ted se incorporó de pronto en la cama, con el corazón latiéndole apresuradamente y la boca reseca de miedo.
Jill murmuraba en sueños.
—Jill —dijo Ted mientras la sacudía.
La mujer parpadeó y levantó la cabeza.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué hora es, Ted? ¿Qué pasa?
Se sentó y tiró de la sábana para taparse.
—¿No lo oyes?
—Oír, ¿qué?
De la boca de Ted brotó una risita.
—Tienes abierto el grifo de la ducha.
Esa mañana se afeitó en la cocina, a pesar que allí no había espejo. Se cortó dos veces. Le dolía la vejiga, pero no quiso cruzar la puerta del cuarto de aseo, pese a que Jill le tranquilizó varias veces diciéndole que no caía agua de la ducha. Maldición, él la oía. Se aguantó hasta que llegó al despacho. Allí no había ducha en el lavabo.
Pero Jill lo miraba de una forma muy extraña.
En el despacho, Ted limpió de papeles su escritorio y trató de pensar. Era abogado. Poseía una mente buena, analítica. Intentó razonar el problema. Bebió café, muchísimo café.
Ningún bolso, pensó. Jack no la había visto. Ningún cadáver. Ninguna caricatura. Nadie había visto a Melody. La ducha estaba seca. Ningún plato. Él había bebido. Pero no el día entero, sólo más tarde, después de cenar. No podía ser la bebida. Imposible. Ninguna caricatura. Él era la única persona que había visto a Melody. Ninguna caricatura. «Te dejo algo para que me recuerdes». Había estrujado aquel mensaje, y se había olvidado de Melody arrojándolo al retrete, igual que había hecho dos años antes con su telegrama. Nadie en la ducha.
Descolgó el teléfono.
—Billie —dijo—, ponme con un periódico de Des Moines, Iowa. Cualquier periódico. No me importa.
Cuando por fin consiguió la comunicación, la mujer que atendía el depósito de cadáveres se mostró reacia a facilitarle información. Pero la encargada se ablandó al saber que hablaba con un abogado que precisaba la información para un caso importante.
La nota necrológica era muy breve. Melody sólo estaba identificada como una «empleada de una sala de masajes». Se había suicidado en la ducha.
—Gracias —dijo Ted.
Colgó el auricular. Durante largo rato permaneció mirando por la ventana. La vista era magnífica, se veía el lago y la imponente torre del edificio de la Standard Oil. Ted pensó qué iba a hacer. Tenía un grueso nudo de miedo en el estómago.
Podía tomarse el día libre, y volver a casa. Pero la ducha estaría abierta, y tarde o temprano tendría que entrar en el cuarto de baño.