—¿Y el distrito norte está lleno de estos hombres de la aguja? —dijo Kris.
—¿Qué mejor lugar? Hoy, cuando salía de la estación del ferrocarril elevado, un tipo estaba desmayado en la escalera. Si otro individuo hubiera estado ayudándole, yo no habría mirado dos veces. Hay tantos fugitivos y similares que la policía ni siquiera los cuenta. Lo sé, he llamado por teléfono. Hay batallas entre bandas, problemas raciales entre orientales, campesinos y negros, peleas en los bares casi todas las noches. Extranjeros que trabajan ilegalmente en todas partes. Nadie tiene datos de ellos aparte de la persona que los contrata, y si uno de ellos desaparece…, bien, se dice que fue detenido por la oficina de inmigración, o que huyó de la ciudad. En los
ghettos
donde toda la gente es negra, es posible que destaque un blanco que sea hombre de la aguja, como ocurría en Nueva Orleans. Pero en el distrito norte hay una mezcla tan maldita que nadie destaca. Piensa en ello. Este territorio es excelente.
Kris le soltó la mano y sirvió más cerveza para los dos.
—Bebe —dijo—. Tengo que volver y estudiar. Veo que es imposible disuadirte. Tienes resueltos todos los detalles de esta locura, ¿verdad?
—No es una locura —repuso Jerry—. Por lo menos yo no creo que lo sea.
—No puedes probar una sola palabra, Jerry.
—Ahora no —dijo Jerry—, pero conseguiré pruebas, como sea. Este artículo me dará a conocer, no estoy dispuesto a que resbale entre mis dedos. Los hombres de la aguja no saben que voy tras ellos. Comenzaré a investigar fugas y desapariciones, cosas como esas. Y voy a vigilar atentamente ese dichoso Javelin. Desde la parte trasera veo todo el callejón. Compraré unos binoculares. Y una pistola. Sí. Será mejor que lleve pistola.
—Si paseas por el callejón con binoculares y pistola, la policía te encerrará a ti, no a tus hombres de la aguja. ¿No crees que estás dando a este cuento popular demasiada…? —Se interrumpió—. ¡Oh, Dios mío! —exclamó mientras miraba por la ventana.
Jerry también miró. Al otro lado de la calle había una taberna, un lugar ruidoso y tosco donde Jerry nunca había osado entrar. Dos hombres acababan de salir. Un blanco con una chaqueta de tela de grueso algodón con coderas y cordoncillos estaba ayudando a un joven negro a entrar en un coche que aguardaba. El negro parecía estar borracho o desmayado. El vehículo, observó Jerry, era un Javelin negro.
—Oh, sólo es una coincidencia —dijo Kris, pero con una voz como si ya lo creyera. Se humedeció los labios—. Sólo es un borracho. Hay mil explicaciones.
—Será mejor que volvamos —dijo Jerry—. Los hombres de la aguja actúan esta noche.
Pagó la cuenta y acompañó a Kris a la salida. En el callejón, las sombras parecían proceder de una sonriente figura con una larga, larguísima aguja, pero la pareja apretó el paso y llegó a la escalera trasera, y nada saltó sobre ellos. Los dos jadeaban cuando llegaron al rellano de Kris. En la escalera, Jerry intentó declararse.
Rodeó con los brazos a Kris y se inclinó para besarla, esperando que ella lo consintiera. El entusiasmo de la chica fue una sorpresa para él. Cuando por fin se separaron, Kris estaba escrutándole con sus ojos verdes.
—Oh, maldito seas —dijo—. Es una tontería, pero has conseguido que vea hombres de la aguja por todas partes. —Arrugó la nariz—. Me fastidia admitirlo, pero estoy asustada.
Jerry se quedó atónito, sin saber qué decir.
—No sé cómo pedírtelo —dijo Kris—. ¿Querrías quedarte esta noche? ¿Conmigo? Dormirme sería más fácil.
Jerry hizo un esfuerzo para no sonreír.
—Oh, claro —contestó—. También lo será para mí.
—Gracias —dijo Kris.
La joven se volvió y abrió la puerta. Su piso tenía la misma disposición que el de Jerry, pero estaba mucho más aseado. Mejor amueblado, además. Ella y sus compañeras lo cuidaban mucho mejor que él. Pero Kris no le permitió admirar la decoración. Lo condujo directamente al dormitorio, que curiosamente estaba situado debajo mismo del de Jerry.
Había libros esparcidos en la cama. Kris los recogió y los dejó en una mesa de noche. Después dio media vuelta y tocó el interruptor de la luz. Era un reductor. La iluminación se redujo a un tenue fulgor, y Kris miró a Jerry, sonriente.
—El miedo puro me excita mucho —dijo ella—. ¿Qué esperas?
—Ah —repuso Jerry. Sonrió—. Claro.
Y después hubo una carrera para desnudarse, y los dos cayeron en la cama entre risas.
Más tarde, Jerry se sintió mejor que en muchos años. Una chica como Kris, un artículo como el de los hombres de la aguja. Las cosas estaban poniéndose bien para él. Así se lo comentó a Kris, y ésta apoyó la cabeza en su pecho, y Jerry le acarició el suave y fino cabello.
—Ummmm —dijo ella, levantando la cabeza—. Los hombres de la aguja. ¿Tenías que mencionarlos otra vez? Había conseguido olvidarlos unos momentos. —Se echó a reír—. Ahora todo me parece una tontería. ¿De verdad quieres llegar hasta el final?
—Naturalmente —contestó Jerry, dolido.
Kris suspiró.
—Buena suerte —le deseó. Le besó suavemente el pecho, y su mano empezó a hacer interesantes cosas más abajo—. ¿Puedes pasar aquí toda la noche, o tus compañeros llamarán a la policía? Tal vez deberías subir y decirles dónde estás. No queremos que piensen que los hombres de la aguja te han raptado.
Una risita.
—Ellos no saben nada de los hombres de la aguja —dijo Jerry—, y no les importa dónde paso yo las noches. No somos tan íntimos. Ya sabes cómo son esas cosas a veces. —Sonrió—. Me quedaré. Demonios, me mudaré aquí si quieres.
—Tendré que pensar en eso —contestó Kris. Se incorporó de pronto, y salió de la cama—. Perdóname —añadió.
—Eh, ¿adónde vas? —preguntó Jerry.
—Al cuarto de las niñas —dijo ella—. No te preocupes. Volveré.
Se acercó en silencio a la puerta, desnuda. Incluso con aquella luz vaga y tenue, Kris era encantadora. Su largo cabello se agitó detrás de ella mientras andaba.
Kris tardó mucho en volver. Jerry se intranquilizó. Por un momento, incluso tuvo miedo. Creyó oír una puerta que se abría y se cerraba en alguna parte, y tuvo la repentina visión del hombre de la aguja que subía a hurtadillas la escalera trasera con su larga y afilada jeringuilla en la mano, forzaba la cerradura y avanzaba por el recibidor, despacio, en silencio. Podía estar al otro lado de la puerta en ese mismo instante, pálido, sonriente, con la aguja en alto y preparado para cuando Kris saliera del lavabo. O tal vez la había atacado ya, quizás ella yacía a sus pies, y el asesino estaba a punto de abrir la puerta y abalanzarse también sobre Jerry.
—Dios mío —dijo Jerry.
Él mismo estaba causándose aquellos escalofríos. Dio media vuelta en la cama, vio los libros de Kris amontonados en la mesa de noche, y obedeciendo a un impulso tomó uno. Era difícil leer algo con tan débil luz, pero si con ello apartaba su mente de los hombres de la aguja, el esfuerzo valía la pena.
Pasó varias páginas, arrugó la frente, se quedó boquiabierto, miró fijamente el libro.
—Oh —dijo, con un suave gimoteo—. Oh, no. No.
En ese momento se abrió la puerta. Allí estaban, todas, Kris y sus compañeras de piso, risueñas.
Kris llevaba la aguja.
—Nunca me has preguntado mi especialidad, Jerry —dijo ella—. Estudio en una escuela de medicina, segundo curso. Te asombraría saber lo caro que es eso.
Kris se alzó de hombros y se acercó a Jerry.
Simon Kress vivía solo en una gran mansión situada entre montañas áridas y rocosas a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Y así, cuando tuvo que ausentarse inesperadamente por asuntos de negocios, no dispuso de vecinos de los que pudiera aprovecharse para dejarles al cuidado de sus mascotas. El halcón no era problema. Descansaba en el campanario inutilizado y, de todas formas, solía alimentarse por sus propios medios. En cuanto al shambler, Kress se limitó a echarlo fuera de la casa y dejar que se las arreglara como pudiera. El pequeño monstruo se alimentaría de babosas, pájaros y ratas. Pero la pecera, surtida de pirañas genuinas de la Tierra, planteó una dificultad. Finalmente arrojó una pierna de carnero al inmenso tanque. Las pirañas siempre podrían devorarse unas a otras si le retenían más tiempo del que esperaba. Ya lo habían hecho otras veces. Un detalle que le divertía.
Por desgracia, le retuvieron mucho más tiempo del que esperaba. Cuando regresó al fin, todos los peces habían muerto. Igual que el halcón. El shambler había trepado al campanario y se lo había comido. Kress se enfadó.
El día siguiente voló con su helicóptero hasta Asgard, un trayecto de unos doscientos kilómetros. Asgard era la ciudad más importante de Baldur y ostentaba también el puerto estelar de mayor antigüedad y extensión. A Kress le gustaba impresionar a sus amigos con animales que fueran raros, divertidos y caros. Asgard era el lugar apropiado para comprarlos.
En esta ocasión, sin embargo, tuvo escasa fortuna. Xenomascotas había cerrado sus puertas, t’Etherane, el vendedor de Mascotas, trató de timarle con otro halcón y Aguas Extrañas no le ofreció nada más exótico que pirañas, tiburones luciérnagas y calamares araña. Kress ya había tenido de todo eso. Quería algo nuevo, algo que destacara.
Casi al anochecer se encontró recorriendo el Bulevar Arco Iris, buscando lugares que no hubiese frecuentado antes. Cerca del puerto estelar, la calle estaba llena de locales comerciales de importadores. Los grandes bazares poseían escaparates impresionantemente largos en los que descansaban extraños y costosos artefactos sobre cojines de fieltro ante las oscuras cortinas que hacían un misterio del interior de las tiendas. Entre éstos se hallaban los puestos de chatarra: lugares estrechos y desagradables que ofrecían a la vista una confusión de curiosidades no identificables. Kress probó en ambos tipos de lugares, con idéntico descontento.
Entonces llegó a un lugar que era distinto.
Se encontraba muy cerca del puerto. Kress no había estado allí con anterioridad. El local ocupaba un pequeño edificio de un solo piso situado entre un bar de euforia y un templo burdel de la Hermandad Femenina Secreta. En esta zona, el Bulevar Arco Iris parecía vulgar. El mismo comercio era inusual. Llamativo.
El escaparate estaba lleno de neblina, ahora rojo pálida, ahora gris, como la niebla auténtica, ahora chispeante y dorada. La neblina formaba remolinos y resplandecía débilmente. Kress vislumbró algunos objetos en la vidriera —máquinas, obras de arte, otras cosas que no reconoció—, pero no pudo mirar en detalle uno solo de ellos. La neblina fluía sensualmente, rodeaba los objetos, mostraba un trozo de uno, luego de otro, finalmente los ocultaba todos. Un hecho intrigante.
Mientras observaba, la neblina empezó a formar letras. Una palabra detrás de otra. Kress se quedó inmóvil y leyó:
WO. Y. SHADE. IMPORTADORES. ARTEFACTOS. ARTE.
FORMAS DE VIDA. Y VARIOS.
Las letras dejaron de formarse. Kress vio que algo se movía entre la niebla. Eso le bastó. Eso, y las «
FORMAS DE VIDA
» del anuncio. Se echó la capa hacia atrás y entró en la tienda.
En el interior, Kress se sintió desorientado. La sala parecía inmensa, mucho mayor de lo que él habría supuesto en base a la fachada relativamente modesta. El interior estaba tenuemente iluminado y reflejaba sosiego. El techo era un paisaje estelar, rematado por nebulosas en espiral, muy oscuro y realista, muy agradable. Todos los mostradores brillaban suavemente, para exhibir mejor las mercaderías que contenían. Los espacios entre ellos se encontraban alfombrados por una niebla baja que de vez en cuando llegaba casi a las rodillas de Kress y se arremolinaba en torno a sus pies mientras avanzaba.
—¿En qué puedo servirle?
La mujer pareció surgir de la niebla. Alta, delgada y pálida, vestía un práctico traje gris y una extraña gorra pequeña que se apoyaba bastante detrás de la cabeza.
—¿Es usted Wo o Shade? —preguntó Kress—. ¿O sólo una dependiente?
—Jala Wo, lista para servirle —replicó ella—. Shade no atiende a los clientes. No tenemos dependientes.
—Su establecimiento es francamente grande —dijo Kress—. Me extraña no haber oído hablar antes de ustedes.
—Acabamos de inaugurar este local en Baldur —dijo la mujer—. Pero disponemos de autorización de venta en otros mundos. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Arte, quizá? Su aspecto es el de un coleccionista. Tenemos algunas excelentes tallas de cristal Nor T’alush.
—No —dijo Kress—. Ya tengo todas las tallas de cristal que deseo. Estoy en busca de una mascota.
—¿Una forma de vida?
—Sí.
—¿Extraña?
—Por supuesto.
—Tenemos un imitador en existencia. Procede del Mundo de Celia. Un simio pequeño e inteligente. No sólo aprenderá a hablar, sino que imitará su voz, inflexiones, gestos e incluso expresiones faciales.
—Encantador —dijo Kress—. Y vulgar. No me servirá de nada, Wo. Quiero algo exótico. Inusual. Y no encantador. Detesto los animales encantadores. De momento ya tengo un shambler importado de Cotho, en ningún sentido costoso. De vez en cuando lo alimento con algunos gatitos inútiles. Eso es lo que entiendo por encantador. ¿Me explico?
Wo sonrió enigmáticamente.
—¿Ha tenido alguna vez un animal que le adorara? —preguntó.
—Oh, alguna que otra vez. —Kress hizo una mueca—. Pero no me hace falta adoración, Wo. Sólo diversión.
—No me entiende —dijo Wo, todavía mostrando su extraña sonrisa—. Hablo de adorar literalmente.
—¿A qué se refiere?
—Creo que tengo lo que usted necesita —dijo Wo—. Sígame.
Wo le hizo pasar entre los radiantes mostradores y le condujo a lo largo de un largo pasillo cubierto de niebla bajo una falsa luz estelar. Cruzaron una pared de niebla para entrar en otra sección del local y se detuvieron frente a un gran tanque de plástico. Un acuario, pensó Kress.
Wo le hizo una seña. Kress se acercó más y vio que estaba equivocado. Se trataba de un terrario. En su interior yacía un desierto en miniatura, un cuadrado de dos metros de lado. Arena descolorida teñida de escarlata por una empañada luz roja. Rocas: basalto, cuarzo y granito. En todas las esquinas del tanque se levantaba un castillo.
Kress parpadeó, atisbó y se corrigió: en realidad sólo había tres castillos en pie. El cuarto había caído, era una ruina desmoronada. Los otros tres eran toscos, pero seguían intactos; estaban tallados en piedra y arena. Diminutas criaturas trepaban y gateaban por sus almenas y redondeados pórticos. Kress apretó su rostro contra el plástico.