Pero la chica del segundo piso también estaba allí, y eso era otro asunto. Era una atractiva rubia, no muy alta, de unos veinticinco años. Se había mudado allí hacía sólo un mes, con un par de compañeras. Jerry tenía la vaga impresión que ellas eran universitarias graduadas que estudiaban en la Northwestern, o algo parecido. Las otras dos eran bastante vulgares, pero la rubia tenía una llamativa sonrisa y un bonito trasero. Se hallaba de pie junto a la puerta, vestida con un suéter blanco con cuello de cisne y unos apretados vaqueros, y escuchaba la discusión. Jerry sacó su llave y dudó. Parecía una oportunidad perfecta para conocer a la chica.
—¿Sabes qué ha ocurrido? —le preguntó, señalando con la cabeza a la señora Monroe y a los polizontes.
La chica volvió la cabeza y apartó un mechón de pelo de sus ojos. Tenía el cabello muy largo, muy liso y muy rubio, tal como a Jerry le gustaba.
—Falta uno de sus hijos —dijo ella—. El mayor, creo.
—Chollie —dijo Jerry. Así lo llamaban todos. Era un chico delgado y de buenos modales, que siempre iba botando una pelota de baloncesto cerca del bloque, aunque Jerry no le había visto nunca jugando. Tendría dieciséis años, pensó Jerry. Tímido, tal vez un poco cándido—. ¿Sabes qué le ha pasado?
—La policía opina que simplemente se ha escapado de casa —repuso la rubia—. Eso ha dicho el gordo, al menos. Por eso la mujer está tan nerviosa. La policía no está muy preocupada. El chico no hace mucho tiempo que falta, supongo.
—¿Cuánto tiempo?
—Ella ha dicho que lo mandó a la calle hacia las once del viernes, a comprar leche. Nadie lo ha visto desde entonces.
—Qué desagradable —dijo Jerry, sacudiendo la cabeza—. Chollie no me parecía la clase de chico que se va de casa. Siempre estaba muy callado. Espero que no le haya pasado nada.
—Bueno, la policía dice que no han aparecido cadáveres con esa descripción.
—Gracias a Dios por eso —dijo Jerry.
—No habá ningún cadave —comentó la abuela Gumbo, sin dejar de mecerse y fumar su pipa.
—¿Cómo dice? —preguntó la rubia.
Jerry tuvo que reprimir un gemido. Siempre era un error hablar a la abuela Gumbo. Una vez que lo hacías, ella se lanzaba, y en cuanto se lanzaba ya no paraba. Era una negra vieja, muy vieja, más que una mujer una minúscula mona de piel oscura, reseca y arrugada, con sonrosadas palmas. Estaba casi calva, y tenía una mancha rosa alrededor del ojo izquierdo, un parche rosado en su vieja y marchita cara que la hacía parecerse un poco a un perro que Jerry recordaba haber visto en
Nuestra Pandilla
, las comedias de su niñez, pero con los colores cambiados. Era una anciana casi caduca y por lo general no decía nada coherente, e incluso cuando lo decía era imposible entenderla, ya que hablaba de una forma muy rara. Evidentemente, había llegado de Nueva Orleans en algún momento de su vida, aunque vivía en el edificio desde hacía tanto tiempo que nadie lo recordaba. Precisamente por su relación con Nueva Orleans, los vecinos más jóvenes del edificio empezaron a llamarla abuela Gumbo
[1]
. No había nombre alguno en su buzón, pero tampoco recibía cartas.
Cuando la rubia se dirigió a ella, la abuela Gumbo se sacó la pipa de la boca y se meció poco a poco, absorta en sus pensamientos.
—Él za ido, zeorita. Él za ido. Yo lo digo y lo digo, pero ello no ecuchan.
Meneó su cabeza, y siguió meciéndose.
—¿Vio usted algo? —preguntó la rubia, con el ceño fruncido—. ¿Sabe adónde fue el chico?
Jerry se dispuso a decirle que no prestara atención a la vieja, que estaba loca de remate, pero antes que él abriera la boca la abuela Gumbo continuó hablando.
—Zí, yo zé, yo zé. Lo digo a ello, zí. No me dehen zalí a eza calle de noche, no, no, zeorita. No encontarán cadave, no, no. —Inclinó la cabeza. Sus viejos y cansados ojos eran todo arrugas y sagacidad—. Lo cohieron, zí, cohieron al pobe Chali. Yo lo digo, pero ello nocuchan. Lo cohieron.
—¿Quién? —dijo la rubia.
La abuela Gumbo atisbó recelosamente, como si quisiera asegurarse del hecho que nadie acechaba en las sombras escalera abajo, y luego se inclinó hacia delante en la mecedora.
—Lo hombe de la aguja lo cohieron —musitó.
Inclinó de nuevo la cabeza, satisfecha, y se recostó en la mecedora. Chupó la pipa mientras se mecía y hacía crujir el mimbre y así continuó. En la calle, la policía había interrumpido por fin el torrente de lágrimas de la señora Monroe, y la conversación proseguía en voz baja. El gentío de espectadores de la acera empezó a dispersarse en busca de otras diversiones más bulliciosas. Estaba claro que poco iban a obtener de aquella.
—Los hombres de la aguja —dijo Jerry, curioso pese a que no deseaba admitirlo. Seguramente lamentaría la pregunta, pensó, pero se oyó a sí mismo decir—: ¿Quiénes son los hombres de la aguja?
La abuela Gumbo sonrió con aire misterioso.
—Lo teníamos en Neva Orleán, zí, zí. Zon mu aztuto, ezo hombe de la aguha. Yo zé todo lo que hacen, no me verán zalí por la noche, no, no. Zezconden afuera, ezperan, y tienen aguha, tan laaaaarga como un brazo, y fina, con droga dentro, zí, droga. Zechan encima tuyo, ezo hacen, y te pinchan con eza aguha, y eztá lizta, zeorita, nunca te vuelven a ve. Noncuentan cadave, no zi te cohen lo hombe de la aguha.
Cloqueó como una gallina.
La rubia del segundo piso sonrió.
—Qué idea tan morbosa —dijo secamente.
—Hombres de la aguja —comentó Jerry—. Está loca.
La abuela Gumbo siguió meciéndose como si no hubiera oído nada. Jerry y la rubia intercambiaron sonrisas de comprensión, de esas sonrisas que dicen «compadezcámonos de este pobre pingo».
—¿Por qué iban a pinchar al chico de la señora Monroe? —preguntó la rubia—. ¿Son fantasmas?
—Zeorita, no. No, no, no. ¿Nontiende uzté na? —La anciana se meció y cloqueó—. Tan hoven, pero no zabe na, na. Yo lo digo, pero ello nocuchan. Ezo hombe de la aguha no zon fantama. Zon de la Caridá.
—¿Caridad?
—El hopitá, zí, zí. El Hopitá de la Caridá. Cuerpo, ezo quieren ello, para que lo eztudiante lo corten. Ello zalen con zu laaaaarga aguha con droga en la punta, y pinchan a lo chico negro y ze lo llevan. Nadie echa de meno a un pobe negro, no. Lo he vizto econdido en lo matorrale, en lo callehone, pinchan a lo hombe con zu aguha, pero a mí no me coherán. Mi papá me enzeñó, zí, y lo conozco, zí, zí. Chali no hace cazo, pero yo lo digo, lo zé. Lo vi en Nueva Orleán cuando era una niña, zupe cómo ezpiaban entonce. Y lo conozco aquí tambié, zí, zí… No me coherán con zu aguha, no me llevarán para que lo médico pratiquen corte conmigo.
Siguió meciéndose y fumando. En la calle, el agente gordo estaba interrogando a la señora Monroe y rellenando un impreso.
—Volverá, apuesto a que sí —dijo Jerry mientras miraba al otro lado de la puerta—. Tal vez hubo una pelea o algo así, pero Chollie es un buen chico.
La rubia se encogió de hombros.
—Me llamo Jerry McCulloch, a propósito —dijo sonriente—. Soy escritor. Vivo en el tercero.
—Hola —repuso la chica, devolviéndole la sonrisa. Era terriblemente guapa. A Jerry le encantaba su cabello—. Yo soy Kris. Kris Shelby.
—Vives debajo de nosotros, ¿no? Con otras dos chicas.
Kris asintió.
—Estamos muy lejos de la universidad, pero el alquiler es barato y compensa los billetes de tren, y el piso es más grande que los que hay cerca del campus. La enseñanza es muy cara en estos tiempos, hay que hacer toda clase de cosas para poder vivir. —Arrugó la nariz—. Como vivir en estos barrios, por ejemplo.
Jerry asintió comprensivamente.
—¿Qué escribes? —preguntó Kris.
Tenía unos bonitos ojos verdes, notó Jerry. Ojos muy fríos y vigilantes.
—Cualquier cosa si me la pagan —dijo con practicada modestia—. Una vez vendí un artículo a la revista
Tribune
, sobre las minas de carbón abandonadas debajo del Loop
[2]
. Hay todo un hormiguero de túneles, y no los usan desde hace años. Tal vez lo leíste. —Kris contestó que no con la cabeza—. Bien, no tiene importancia. Voy emergiendo. Ahora mismo estoy trabajando en un artículo que espero vender al
Reader
. ¿Quién sabe? —Se alzó de hombros—. ¿Qué me dices de ti?
—¿Qué te digo de mí? —repuso Kris, jovialmente. Sonrió.
Jerry tartamudeó, y contuvo el impulso de preguntar por la ciudad natal o la especialidad de la chica. Ese era el tipo de charla sosa que siempre le procuraba rechazos en la calle Rush. Decidió no atacar con demasiada fuerza. Miró su reloj de pulsera.
—Eh, tengo que irme —dijo—. Me alegra que nos hayamos conocido. Ahora, si oyes mucho ruido arriba, ya sabes de quién quejarte.
Kris asintió.
—Ya nos veremos —dijo, centrando de nuevo su atención en la calle.
Jerry empezó a subir la escalera. En el primer rellano, volvió la cabeza y llamó a la rubia.
—¡Eh, Kris! —Y cuando ella miró hacia arriba, añadió—: ¡Ojo con los hombres de la aguja!
Kris asintió y sonrió, y Jerry se sintió muy bien cuando subió de dos en dos los escalones hasta el tercer piso. Harold y su último amor verdadero estaban en el cuarto de estar, escuchando el estéreo en pleno ocio. Alan estaba viendo una vieja película en el televisor de su habitación.
—¿Cómo es ese restaurante? —preguntó Alan al ver pasar a Jerry.
—No está mal. —Jerry asomó la cabeza por la abierta puerta—. He conocido a esa rubia del piso de abajo. Kris.
—Estupendo —repuso Alan.
—Sí —dijo Jerry, sonriente.
Volvió a la cocina para buscar una cerveza. La bombilla de la nevera estaba fundida, y no se había molestado en encender la luz del techo, por lo que Jerry se encontró buscando a tientas. Por fin encontró una lata.
Tiró de la anilla en la oscurecida cocina, y estaba llevándose la lata a los labios cuando un coche pasó por la callejuela. Lo único que vio Jerry fue el flujo de luz de los faros en las paredes traseras de los edificios, un tenue reflejo en movimiento.
Entonces fue cuando por fin recordó al tipo de la aguja.
Tuvo una noche inquieta. Todo era tan absurdo… El drogadicto con la chaqueta deportiva y las coderas, los hombres de la aguja de la abuela Gumbo y Chollie Monroe no tenían relación alguna, eso era obvio. Aun así, el detalle hizo que Jerry se sintiera raro. Había sido el viernes por la noche, al fin y al cabo. Frunció el ceño, bebió otra lata de cerveza y se acostó.
Se agitó y dio vueltas más de una hora, con la cama de agua chapoteando suavemente cada vez que se movía. Por fin consiguió dormirse. Cuando despertó, la noche estaba muy avanzada, y el piso se hallaba a oscuras, muerto y en silencio. Soplaba una fría brisa por la abierta ventana, y las agitadas cortinas formaban largas sombras en la cama. Jerry se desperezó, muy atontado, y fue a entornar la ventana. Y allí estaba él, un hombre con chaqueta deportiva y coderas. Tenía un rostro pálido e inexpresivo, y esbozaba una terrible sonrisa. Mientras Jerry lo contemplaba, un brazo entró por la abierta ventana. Sostenía una larga y finísima aguja.
Jerry lanzó un grito, y se apartó, y de pronto se encontró enredado en las sábanas en el suelo, y Harold estaba de pie junto a la puerta, vestido con sus pantalones de jockey.
—Eh, ¿estás bien? —le preguntó Harold.
—¡Está entrando por la ventana! —dijo Jerry falto de aliento, desde el suelo.
Harold observó la ventana abierta, donde las cortinas se movían perezosamente con la brisa.
—Eres un bruto —dijo—. Estamos en un tercer piso.
Todos celebraron con una carcajada la pesadilla de Jerry a la mañana siguiente, mientras tropezaban unos contra otros para intentar prepararse el desayuno. Todos menos Jerry, de hecho. Él se limitó a mirar ceñudamente a sus amigos y a beber su café, y luego fue a la estafeta de correos para recoger sus cartas. En ese barrio había que tener un apartado en la estafeta, ya que las cartas siempre desaparecían.
Jerry bajó por la escalera principal, esperando tener que oír más historias increíbles de la abuela Gumbo sobre los trastornados hombres de la aguja. Por fortuna, la vieja no estaba allí. La mecedora se hallaba en la entrada, pero ella no. Jerry agradeció su buena fortuna y salió.
Estaba sentado en un reservado de la cafetería de Lawrence, hojeando el correo y esperando una tortilla de queso, cuando de pronto pensó en lo raro que era aquel detalle. Durante todos los años que había vivido en aquel edificio jamás había visto la mecedora sin la abuela Gumbo. Por la mañana, la vieja la sacaba al salir. Por la noche, la recogía al entrar. En el intervalo, mecedora y vieja estaban siempre allí, meciéndose. Siempre.
Algo así como un escalofrío recorrió su cuerpo.
—No —dijo Jerry.
—¿Qué es eso de «no»? —preguntó la camarera. Estaba de pie con la tortilla de queso en la mano—. Esto es lo que has pedido.
—Ah, sí —repuso Jerry, avergonzado—. No hablaba contigo.
La camarera lo miró extrañada, dejó el plato y se alejó.
—No —repitió Jerry mientras levantaba el tenedor.
Pero esa noche, cuando Jerry volvió a su piso, la mecedora seguía allí. Desocupada. Jerry hizo caso omiso.
Al día siguiente, Jerry salió y bajó por la escalera de atrás. Se esforzó en no pensar en la mecedora, en la abuela Gumbo, en los hombres de la aguja y cosas similares. Estuvo el día entero en el Loop, y al anochecer bebió durante un par de horas, pero fue en vano. Ni siquiera podía concentrarse en las mujeres que lo rodeaban. Tenía la mirada fija en la cerveza y veía aquella mecedora vacía.
Cuando llegó al callejón, cerca ya de medianoche, Jerry vio algo más estremecedor todavía. Estacionado en las sombras, frente a su edificio, había un viejo y deteriorado Javelin negro. Medio borracho como estaba, el hecho lo sobresaltó. Se quedó inmóvil y contempló el vehículo. Estaba vacío. Jerry miró alrededor recelosamente. Al no ver a nadie, se acercó al automóvil. El maletero estaba cerrado. Se retiró escalera arriba y se acostó.
—No —dijo en la intimidad de su habitación.
Pero antes de dormirse, cerró y echó el pestillo de la ventana.
A la mañana siguiente tuvo que hacer un esfuerzo para salir. Se sentía ridículamente nervioso, con la mecedora delante y el Javelin detrás, pero por fin se echó a reír.
—Esto es absurdo —dijo, y bajó por delante.
La mecedora de la abuela Gumbo continuaba en la entrada, todavía desocupada. Y Jerry reparó además en otro detalle. La pipa de la anciana señora yacía en las baldosas, cerca de la mecedora, en una mancha de negra ceniza.