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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (16 page)

Jerry se hallaba junto a los buzones, mirando la pipa, cuando bajó Kris.

—Hola, Jerry —saludó—. Estás apoyado en mi buzón.

Jerry se hizo a un lado.

—Ah —dijo mientras Kris sacaba su correspondencia—, ¿la has visto últimamente? ¿En los dos últimos días?

—¿A quién? —dijo Kris.

—A ella. A la vieja. La abuela Gumbo.

Kris observó la mecedora y arrugó la nariz.

—No. Creo que no. ¿Por qué?

—Ella nunca deja la mecedora de esta forma. Nunca. Siempre está sentada. Pero la silla ya lleva ahí tres días. No he visto una sola vez a la vieja en todo ese tiempo.

Kris se apartó un caído mechón de pelo y sonrió maliciosamente.

—Es posible que la atraparan los hombres de la aguja —dijo—. Abrió la puerta interior y empezó a subir la escalera, pero al ver que Jerry no se iba se volvió hacia él. Jerry, ¿pasa algo?

—No —repuso él rápidamente—. No, nada.

Sabía que, si le contaba la mitad de lo que pasaba por su cabeza, jamás llegaría a ninguna parte con la chica.

Kris se encogió de hombros y siguió subiendo.

La policía le hizo aguardar diez minutos y le cambió de línea cuatro veces antes que por fin le pusieran en contacto con alguien deseoso de hablar con él.

—Estoy tratando de conseguir cierta información, oficial —dijo Jerry—. Soy reportero, y necesito cifras sobre el número de desapariciones en el distrito norte. No asesinatos, sólo casos de desapariciones, sin cadáveres, ¿comprende?

—¿Qué período de tiempo le interesa? ¿Esta semana? ¿Este mes? ¿Todo el año? Tendrá que ser más preciso.

—Oh, demonios, no lo sé. Este mes, digamos. ¿Puede conseguirme las cifras?

—Mucha gente desaparece. Niños que huyen a Nueva York, a Los Ángeles o Dios sabe dónde, hombres que eluden las pensiones por divorcio o para el cuidado de los hijos, gente que elude los impuestos… No podemos seguir el rastro a todos, y mucho menos localizarlos. No, si no quieren que los localicen. De todas formas, ¿para qué le interesa eso?

—Es un artículo que estoy preparando —dijo Jerry—. Soy periodista.

—¿Sí? —La voz reflejaba recelo—. ¿Para quién trabaja?

—Digamos que soy independiente.

—Entiendo —contestó el policía—. Bien, será mejor que vaya al centro y hable con otra persona. Necesitará una credencial, ¿sabe? No damos información a cualquier bromista que nos llama y dice que es de la prensa.

—Un chico desapareció esta semana. Charlie Monroe, Chollie lo llamaban. ¿Podría decirme si lo han encontrado?

—¿Por qué le importa eso? ¿Es un familiar?

Jerry no replicó.

—Escuche, no puedo ayudarle. Será mejor que vaya al centro.

Clic
.

Jerry colgó, con el ceño fruncido.

La mecedora y la pipa habían desaparecido a la mañana siguiente, pero extrañamente eso no hizo que Jerry se sintiera mejor. Llamó a la puerta del primer piso, con cierto recelo, aunque con la esperanza que la misma abuela Gumbo arrastrara los pies hasta la puerta para explicar que había estado enferma. Jerry estaba dispuesto a conformarse con un pariente que le dijera que la vieja había muerto. Pero no hubo respuesta.

Pasó el día delante de la máquina de escribir, trabajando en un encargo que había arrancado al editor de secciones especiales de un semanario de la vecindad, pero no fue capaz de poner mucho entusiasmo en la batalla de la pizza giroscópica para los estómagos de los habitantes del distrito norte. De todas formas, era una historia tan estúpida… Si esos malditos hombres de la aguja fueran reales, y él conseguía demostrarlo, desenmascararlos…, esa sería una historia digna de escribir. Mejor incluso que la de los túneles debajo del Loop. Hasta podría permitirle obtener un puesto fijo en alguna parte. Como mínimo era una venta segura.

Jerry apartó la máquina de escribir y pensó. La máquina era eléctrica. Siguió zumbando, como si estuviera impaciente, apresurando al mecanógrafo. Jerry la apagó.

Después buscó su cuaderno de notas y tomó el ferrocarril elevado para ir a Evanson, con la intención de visitar la biblioteca de la Northwestern.

Esa noche Jerry regresó desasosegado. Había llenado doce hojas de notas con su apretada y cuidadosa escritura. Estaba tan agobiado por los detalles que sentía la necesidad de hablar con alguien antes de volverse loco. Pero Alan había salido, sin decir cuándo volvería, y Steve continuaba fuera de la ciudad. Harold se encontraba en su habitación, pero la puerta estaba cerrada, y cuando Jerry acercó la oreja a la madera, oyó ruidos sordos y suaves gemidos. A Harold no le gustaban las interrupciones. Además, seguían incordiando a Jerry con aquella pesadilla. Era absurdo proporcionarle más municiones.

—Maldita sea —dijo Jerry. Echó una nueva ojeada al cuaderno—. Qué diablos —agregó, y bajó al segundo piso.

Una compañera de Kris respondió a su llamada, una chica gorda, de aspecto bovino, cabello plomizo y llena de acné.

—Kris está preparándose para un examen importante —le dijo—. No quiere que la molesten. —Arrugó desdeñosamente la nariz—. Sus notas son ya bastante bajas.

—Eso no importa —contestó Jerry—. Tengo que hablar con ella.

Jerry insistió hasta que logró entrar en el piso. La otra compañera estaba en un rincón de la sombría sala, estudiando bajo una lámpara extensible. Miró vagamente a Jerry con sus gafas (que parecían gruesas como una botella de Coca Cola) mientras la gordinflona iba a buscar a Kris.

—Hola —dijo Kris—. ¿Qué pasa?

—Quiero contarte algo —repuso Jerry—. Vamos, te invito a beber algo.

Al otro lado del Sheridan había un pequeño bar frecuentado por la gente de Marine Drive, casi el único lugar de la vecindad inmediata donde se podía beber sin escuchar música campestre o tener que preocuparse de las peleas de los navajeros. Un apagabroncas mantenía alejados a vagos, blancos racistas y otros indeseables. El matón dedicó a Jerry una prolongada mirada, pero por fin los dejó pasar cuando Kris le sonrió. Jerry la llevó a una mesa junto a la ventana, pidió una jarra de cerveza negra y un par de cócteles de gambas y abrió el cuaderno.

—Eran reales —dijo en un excitado murmullo.

—¿Quiénes? —preguntó Kris—. No, espera. Apuesto a que lo sé. Los hombres de la aguja.

Jerry asintió.

—He estado trabajando todo el día, he leído libros antiguos sobre la vida y el folklore de Nueva Orleans, he visto algunos microfilms de periódicos. Nada se ha probado sobre estos hombres de la aguja, pero hay historias. Durante años y años, desde finales de siglo o ya muy avanzados los años veinte. Supersticiones negras, en especial. Suponiendo que fueran supersticiones. Sus víctimas eran negros, ¿sabes?, porque todos eran muy pobres, y nadie se preocupaba mucho si algunos desaparecían. La policía se reía de las historias sobre los hombres de la aguja, pero los negros fueron pasando el aviso, oralmente. Tal como dijo la abuela Gumbo. Se supone que eran estudiantes de medicina. Llevaban esas agujas tan largas, con veneno o anestésico, algo así, e iban por ahí rondando por callejones, parques y sitios parecidos. Sólo un arañazo de una de esas agujas se suponía que era suficiente. La víctima se derrumbaba en cuestión de segundos, y otros hombres de la aguja llegaban y la transportaban al Hospital de la Caridad o alguna escuela de medicina, cualquier lugar donde necesitaran cadáveres para estudio y disección. Más tarde, muchos negros no iban al cine, porque a los hombres de la aguja les gustaba operar en los locales. Llegaban y se sentaban detrás de la víctima, ¿comprendes?, y metían la aguja por el respaldo. Un picazón en los riñones, eso era lo único que notabas. Luego te sacaban como si estuvieras borracho o enfermo, y nunca te volvía a ver nadie. No se encontraba el cadáver, claro está.

Kris pinchó una gamba con un palillo, la mojó en la salsa del cóctel y la mordisqueó con delicadeza, sacando su sonrosada lengua. El cabello le caía sobre los hombros como una espléndida cascada de color miel, iluminado por tenues reflejos de las luces del bar. Pero sus ojos verdes contemplaban a Jerry con escepticismo, y éste pensó por un momento que había perdido su oportunidad para siempre con la charla de los hombres de la aguja. Kris se echaría a reír, se desentendería de él, pensando que estaba chiflado o… Jerry no estaba seguro.

Pero en lugar de eso, Kris terminó la gamba y bebió un poco de cerveza.

—Bien, es una historia interesante —dijo—. Llena de colorido. Seguramente podrás hacer un buen artículo.

—¡Eso es exactamente lo que voy a hacer! —repuso Jerry.

—Pero tendrá que ser una especie de artículo histórico para alguna revista de Nueva Orleans —dijo Kris—. Ya sabes, viejos fantasmas muy especiales.

—No, no —dijo Jerry—. No lo entiendes. Eso sólo representa los antecedentes. Voy a ponerlo todo al día, trabajaré con datos modernos. Aquí y ahora. En Chicago.

Kris comió otra gamba y sonrió.

—Esa clase de artículo lo podrás vender al
Enquirer
, pero nada más. ¿No crees que eres un poco ridículo?

—¡No! —exclamó obstinadamente Jerry.

—¿De verdad crees que existen esos hombres de la aguja? No sólo en Nueva Orleans a finales de siglo, sino aquí y ahora, hoy, en Chicago… ¿Es eso lo que piensas? ¿Y ellos se llevaron a Chollie Monroe para que alguna escuela de medicina pudiera experimentar con el cadáver? —Kris sacudió la cabeza, sonriente—. No pareces ser la clase de persona dispuesta a correr riesgos.

Jerry se sonrojó.

—No sólo a Chollie —insistió—. También se llevaron a la abuela Gumbo. Tuvieron que hacerlo. Ella lo sabía todo, ¿comprendes? Y hay más. Escúchame.

Jerry le habló del tipo de la jeringuilla hipodérmica, y del Javelin negro. Kris le escuchó amablemente mientras bebía cerveza y mordisqueaba gambas, pero al final no expresaba convencimiento.

—¿Una chaqueta deportiva con coderas, dices? Creo que yo también lo vi en el callejón. Sé que he visto el coche. Pero eso no significa nada. Seguramente ese hombre debe vivir en otro de los edificios cercanos. ¿Qué tiene eso de misterioso? Muchas veces también hay allí un mustang blanco. Pertenece a una de mis compañeras. —Arrugó la nariz—. La jeringuilla…, bien, ese tipo podría ser drogadicto. O médico. No lo sé. Los dos casos son más probables que no un hombre de la aguja, ¿no opinas igual?

—Aun así —dijo Jerry, confuso—, ¿qué me dices de la abuela Gumbo?

—Ah —repuso Kris, de nuevo sonriente—, lo he sabido por casualidad. Lo mencioné a una de mis compañeras de piso, Sheila, después de verte junto a los buzones. La anciana sufrió un ataque apopléjico, Jerry. Eso es todo. Sólo un ataque. El día después de aquel lío con el chico de los Monroe. La vieja estaba allí por la mañana, meciéndose, y tuvo el ataque. Alguien la encontró, llamó al hospital, llegó la ambulancia y se la llevaron. Naturalmente, nadie pensó en recoger la mecedora. Por eso ha estado allí, días y días.

—Ahora no está.

Kris sonrió.

—Conoces este barrio tan bien como yo. Alguien acabó robándola, es obvio. Pon tú un mueble recién comprado ahí abajo, y ya verás cuánto dura.

Jerry se recostó y cerró su cuaderno de notas. De pronto se sentía muy confuso. Kris hablaba de una forma muy racional, y la historia de Jerry estaba desintegrándose.

—¿En qué hospital está la vieja? —preguntó.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Kris.

—Bueno —repuso Jerry—. Es posible que tengas razón. Pero habría que comprobarlo. Este artículo podría hacerme famoso. —Su rostro se iluminó—. Ya sé, puedo llamar por teléfono a todos los hospitales, hasta que la encuentre.

—¿Preguntarás por la abuela Gumbo? —dijo Kris. Sonrió—. Las telefonistas quedarán encantadas contigo. ¿Y no te sentirás ridículo cuando encuentres a la vieja?

—Sí —admitió Jerry, con pesar. Probó la cerveza. La espuma había desaparecido, se había deshecho mientras conversaban—. A pesar de todo, vale la pena hacerlo. Quiero decir que…, ¿y si ella no está en un hospital? En ese caso yo tendría razón, es posible. —Se rascó la cabeza—. Tu compañera vio que una ambulancia se llevaba a la vieja, ¿no? ¿Dijeron que ella sufría un ataque?

—Exacto.

—Bien, supón que uno de esos hombres de la aguja se presentara y le pusiera una inyección. Ella era demasiado vieja para resistirse. Se desmayaría así. —Chasqueó los dedos—. Y entonces, qué cosa más fácil que llegar con una ambulancia y llevarse a la vieja a plena luz del día. Ella no tenía parientes como el pobre Chollie. ¿Quién iba a poner reparos? Si los hombres de la aguja son estudiantes de medicina, seguramente los conductores de ambulancia serán sus cómplices, ¿no te parece? Les sería muy fácil conseguir una ambulancia.

Kris se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Oh, vamos. Fíjate en lo que estás diciendo, Jerry. Eres bastante atractivo, y pensaba que inteligente, pero estás hablando como un paranoico. ¡La abuela Gumbo no era nada comparada contigo! —Se inclinó sobre la mesa y tomó la mano de Jerry—. Escúchame —añadió mientras le daba un suave y cariñoso apretón—. Todas estas teorías son malas, pero los motivos son una locura. ¿Cuerpos de contrabando para escuelas de medicina? ¿Ladrones de cadáveres? Vamos. Esa historia podría haber sido magnífica en los tiempos de Burke y Hare, incluso tal vez en la Nueva Orleans del siglo diecinueve, pero ¿hoy? Estos hombres de la aguja, ¿forman parte de las facultades de las escuelas de medicina, o simplemente aparecen, meten los cuerpos en los maleteros de sus coches y regatean con los profesores? Estoy segura del hecho que las escuelas de medicina pueden obtener cadáveres de formas más sencillas, ¿no opinas lo mismo?

Jerry le sonrió.

—Resulta que ya he pensado en eso —dijo mientras le devolvía el apretón de mano, complacido por la calidez del contacto—. También a mí me dejó un poco perplejo ese detalle, pero finalmente resolví el problema. Estará en mi artículo.

—¿Sí? —repuso pacientemente Kris.

—Transplantes —dijo con orgullo Jerry.

Kris enarcó una ceja.

—No, en serio —dijo Jerry—. Piensa en ello. Los antiguos hombres de la aguja sólo querían cadáveres, como explicó la vieja, para hospitales docentes y escuelas de medicina. Los necesitaban para hacer disecciones y no eran exigentes respecto a la forma de conseguirlos. Hoy, naturalmente, no hay esa demanda, y existen canales y procedimientos. Pero a pesar de todo, los hombres de la aguja continúan actuando. Por qué, me preguntaba. Pues por los transplantes. Mira la televisión por la noche alguna vez y verás esos anuncios de servicios públicos: dona tus riñones aquí, deja tus ojos allá. Debes tener permiso de conducir y ofrecerte como donante de algún órgano. Sí, hay demanda. Muchas personas necesitan riñones, hígados y otras cosas, y no hay suficientes para todas. Puedes imaginar que los ricos están ansiosos de pagar casi cualquier cosa para seguir viviendo, ¿no? Por lo tanto debe existir un mercado negro de órganos vitales, aunque nadie escriba una palabra al respecto. Los hombres de la aguja ahora duermen a sus víctimas en vez de matarlas, ¿entiendes? Llevan los cuerpos a alguna parte, todavía vivos, y allí les extraen lo que necesitan para los transplantes. Apuesto a que habrá dinero de por medio. Mucho dinero.

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