—¡Allí! ¡Venga, prepárate, apunta! —Bleu estaba señalando entre los susurrantes pinos, taconeando repetidamente con la bota sobre los listones. Dick trató de levantar el rifle hasta su cara y estuvo a punto de dejar caer el arma en el proceso.
«Vale, vale, tranquilízate, joder, tranquilo», se dijo a sí mismo.
—¿Lo ves? Está apoyado en un pino. Es un blanco perfecto.
Dick asintió, veía algo que más o menos tenía forma humana. Colocó la mirilla en su ojo. Permitió que se ajustara la visión nocturna hasta que la imagen se aclaró. Sí. Una figura humana, una silueta oscura recortada contra la nieve. El alpinista en cuestión había sido una mujer en su día, a juzgar por la forma de sus caderas. Ahora parecía una calabaza podrida sobre un maniquí con ropa de deporte.
El científico que Dick llevaba dentro tomó el control, tratando de comprender qué era lo que veía, y tenía cierto sentido a su manera. Estar congelados todo el invierno no había preservado tanto a los alpinistas como los había licuado: al formarse cristales de hielo en sus músculos, los cortantes filos de los cristales habían rasgado las membranas, volviendo la carne flácida y viscosa. Se acordaba del alpinista con el que se había peleado. Estaba resbaladizo por la putrefacción.
Estaban muertos. Los alpinistas estaban muertos, por activos que se los viera. Tenían que estar muertos.
Apretó los dientes para aclararse la mente. La observación científica era inmaterial. Lo único que importaba era el disparo. Trató de recordar su época en los
boy scouts.
Había superado de sobra los requisitos para la insignia de puntería. Coloca el rifle, apunta al blanco, ajusta para compensar la resistencia del aire…
—¡Dispara de una puta vez! —aulló Bleu.
Dick disparó espasmódicamente.
El proyectil impactó cinco centímetros sobre la cabeza de la alpinista. La madera explotó, duchando a la mujer muerta con fragmentos del tronco y astillas de corteza. Bleu no les atribuía mucho voltaje mental a los alpinistas, pero parecía que comprendían qué quería decir que el árbol en el que estabas apoyado explotara. Sin mirar atrás, la alpinista se internó en la oscuridad.
Les había llevado tres horas tener algo a tiro y había fallado. Dick se limpió la boca de nuevo. No se sentía bien.
Identificado nuevo paso de generador de flujo en las rutas metabólicas de la proteína priónica humana (PRNP) [
New England Journal of Medicine,
06/11/04]
Nilla observó cómo los tres hombres eran abatidos por el equipo SWAT a través de la cortina veneciana de la cafetería. La sangre ya no le circulaba por las venas, pero se le heló de todas maneras. Allí abajo no estaban investigando. No estaban intentando ayudar. La policía estaba masacrando a cualquiera que saliera.
Tal vez no a cualquiera. Quizá los vivos tenían un pase especial. Nilla estaba no muerta y sabía que estaría en la lista del escuadrón de tiro. Tenía que salir, tenía que escapar del hospital como fuera.
Intentó correr, pero las piernas se le acalambraron de inmediato cuando arrancó a la carrera. Con fuertes dolores, cojeó a lo largo de una sala llena de enfermeras y camilleros agachados sobre una cama. No miró con detenimiento, alcanzaba a oír lo que estaban haciendo.
Fuera, en el pasillo, vio pulsímetros y lectores cardíacos montados sobre soportes de suero, vio pésimas obras de arte en las paredes, fotos de gatitos y casas de Nueva Inglaterra y, ¡puaj!, un rastro de sangre que iba hacia la escalera. Se apoyó contra la pared, los músculos de sus piernas protestaban por el esfuerzo al que los estaba sometiendo y se agachó hacia el suelo, por debajo de la línea de ventanas que dejaban entrar el aire frío de la oscura noche.
—¡Somos de la policía! ¡Vamos a entrar! Todo el mundo al suelo, ya, con las manos a la vista —gritó alguien fuera, su voz estaba electrónicamente amplificada. Lo dijo como si fueran a disparar a cualquiera que encontraran dentro del hospital. El miedo hizo que las manos de Nilla temblaran tanto que se las metió en los bolsillos de la bata robada.
Se levantó. Encontró el valor para ponerse en pie. Siguió el rastro de sangre hasta hallar a un tipo muerto en chándal bloqueando la salida, inmóvil, con la cabeza ligeramente echada atrás. Como si estuviera esperando recibir retransmisiones del espacio.
—¡Muévete! —dijo ella, tratando de empujarlo. Había puesto un pie encima de ella y tal vez unos veinte kilos. No se movía. Con lentitud, una lentitud espantosa, su mandíbula comenzó a descender y sus ojos empezaron a centrarse en ella.
Oyó una rápida ráfaga de disparos fuera del hospital. Cortas explosiones que no se detenían: RA-TA-TA-TA RA-TA-TA-TA RA-TA-TA-TA. Hizo un nuevo intento de empujar al enorme tipo y, al fin, él bajó la vista, la vio. Abrió la boca como si fuera a hablar.
Un chorro cristalino de baba se derramó desde su labio inferior. Lanzó una mano para apartarla y la tiró al suelo. Ella se deslizó sobre el reluciente linóleo. Se cernió sobre Nilla y trató de apresarla con sus enormes manos. Ella lo esquivó con más agilidad de la que creía tener, pero sabía que antes o después la cogería.
Algo silbó al entrar por una ventana abierta y le arrancó la parte superior de la cabeza. Le cayó una lluvia de materia gris muerta a la vez que los fragmentos de su cráneo salieron disparados contra la pared. Antes incluso de que él pudiera desplomarse, lo rodeó y entró a cuclillas en el descansillo de la escalera. Un francotirador le había disparado sin previo aviso, tal vez lo habían visto atacándola, quizá estaban intentando defenderla. O tal vez ella era el siguiente objetivo.
Bajó la escalera tan rápido como era capaz. Seguía tropezando y viéndose obligada a agarrarse a la barandilla, porque no dejaba de mirar atrás por encima del hombro. Estaba a medio camino cuando la puerta que había al final de la escalera se abrió y dio paso a una luz amarilla que la deslumbró. Algo negro del tamaño de una lata de refresco rebotó en el suelo y rodó hasta pararse. La lata traqueteó al detenerse y empezó a soltar un humo blanco. Olía raro, verdaderamente raro, y además le producía picores en la nariz. ¿Gas lacrimógeno? Ella no sabía cómo olía el gas lacrimógeno. Sin embargo, no podía salir por allí tampoco, quizá hacían guardia en la puerta. Se dio media vuelta y comenzó a deshacer el camino, de regreso a donde los francotiradores estaban apostados, esperando al otro lado de las ventanas abiertas.
Nilla sólo pudo dar un paso antes de que se apagaran las luces. La policía había cortado la luz.
«Esto ha sido una prueba del sistema de notificaciones de emergencia Reverse 911. No es necesario que devuelva esta llamada. Por favor, cuelgue ahora. Esto ha sido una prueba…» [Mensaje telefónico recibido en Butte, MT, 21/03/05]
—Eso es, idiota. ¡Coge la puta carne! —Bleu agitó el trozo de cuerda y la pierna de cordero bailoteó frente a los ojos sin vida de la mujer muerta. La necrófaga arrugó la cara y parte de su mejilla se desprendió y quedó colgando de un trozo de piel. Dick podía ver los músculos triturados de debajo y la punta de un hueso.
La alpinista muerta levantó los brazos y clavó las uñas en la pata. Su hambre vibraba a través de ella, los espasmos de necesidad la hacían seguir adelante, más allá de las mofas de Bleu. Hundió sus dientes amarillentos en la lana y la sangre se derramó sobre las agujas de pino del suelo.
—Ésta es la última —dijo Dick. Lo había dicho tantas veces que tenía que ser cierto.
Bleu soltó la pata y la alpinista prefirió caer al suelo que soltar la presa. Se acurrucó alrededor de la carne, protegiéndola de los intrusos con su cuerpo.
Dick se asomó por el borde del tejado. El rifle no había funcionado muy bien, así que cambió a una pistola, una del calibre 38. Disparó cinco tiros a su cabeza y su cuello. Las quemaduras de pólvora oscurecieron la pernera de su pantalón, pero no le importaba. Estaba demasiado ocupado tosiendo y resoplando, preparándose para vomitar. Cuando acabó, se sentó pesadamente sobre el tejado y respiró trabajosamente, enjuagándose la boca con café pasado.
—Entonces, ya está —dijo él—. Acabaste con tres de ellos en la mina. Luego está el que matamos en la casa, esta pobre idiota y la chica que yo vi en la carretera. —Él asintió—. Suman seis.
—Dije que quizá había siete cuando los encontramos —cloqueó Bleu.
Él negó con la cabeza.
—Pero no lo sabes. No pudiste contarlos bien en la mina. Dijiste que estaban arrastrándose unos encima de otros. Podían ser siete, pero también ser sólo seis. No lo sabes.
—Con seguridad, no. —Miró fijamente hacia los pinos, como si haciéndolo con la intensidad suficiente pudiera ver a través de la densa oscuridad.
«Venga, venga, venga, venga», pensó Dick. Cualquier clase de euforia o mareo o adrenalina que había sentido previamente, había desaparecido hacía rato. Sólo quería irse a casa, llegar a algún lugar seguro. Estudió la cara de Bleu como un niño esperando a que la profesora suspendiera la clase el último día de curso. Finalmente, ella asintió y lo ayudó a bajar la escalera por el lado.
Descendieron tan silenciosamente como pudieron, las agujas de pino amortiguaban sus pisadas. La luna dibujaba sombras filosas a medida que se abrían camino entre los troncos de los árboles y Dick extendió un brazo para deslizar la palma sobre las suaves, rugosas o cortantes cortezas. Tras la luz y el ruido de los disparos, el mundo parecía envuelto en algodón y escondido en algún lugar oscuro. Tenía los músculos en tensión bajo la piel. Él tampoco sabía si había seis o siete. Sencillamente, tenía que salir. Toda su excitación se convirtió en un helado sudor de pánico en su espalda, haciendo que los hombros de la camisa se le pegaran.
En el punto en el que el valle se convertía en una colina y luego sobresalía la cresta, Bleu se acuclilló y se puso las pistolas en el cinturón. La ladera ascendía de manera repentina y tuvieron que trepar en lugar de caminar. Había sido fácil bajar por la senda, los había ayudado la gravedad, pero subir resultó ser mucho más difícil. A medio camino de la cima, Bleu se inclinó hacia delante y agarró la raíz de un árbol para enderezarse sobre una roca partida.
—No sé si deberíamos irnos ya. Y si la policía quiere… —Se calló y miró abajo.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Acabo de pisar algo pegajoso. —Dick bajó la vista y descubrió una mano putrefacta estirándose para coger a Bleu del tobillo. Ella gritó mientras el último alpinista la hizo caer, encima de él. La mujer se movió adelante y atrás tratando de zafarse, pero él tenía un brazo casi sólo de hueso alrededor de su garganta y la mantenía inmóvil.
—¡Walkers! —chilló ella.
—¡Bleu! —Sacó el piolet y se preparó para descargar un golpe, pero no veía la forma de golpear al hombre muerto sin empalar a Bleu también. Fue de un lado a otro, buscando un hueco, y de repente sus pies estaban resbalando sobre pizarra suelta. Las finas lascas de piedra rota rodaron colina abajo, las piedrecitas rebotaban y volaban al tiempo que él intentaba mantener el equilibrio.
—¡Walters!
Dick estiró los brazos para sujetarse y soltó el piolet. Pegó un grito, medio sorprendido.
—Bleu, sólo, sólo aguanta… —Sus pies aterrizaron por debajo de su cuerpo y la colina giró hasta que él cayó, colisionando con una piedra suelta, deslizándose, resbalando mientras Bleu y el hombre muerto huían colina arriba, lejos de él. Estaba cayendo y no podía parar. Finalmente, vio bien al alpinista y comprendió por qué había habido tanta confusión sobre si eran seis o siete. El alpinista que estaba sobre Bleu no era más que un torso, le habían arrancado las piernas y el abdomen, dejando una herida irregular y fibrosa. Dick alargó una mano, tratando de coger el pie de Bleu, intentando coger las raíces de los árboles o piedras firmes o lo que fuera. Tenía que salvarla, tenía que volver y rescatarla, pero entonces su cabeza golpeó algo duro y frío y su visión se llenó de destellos.
Abrió los ojos. No recordaba haberlos cerrado. Su cuerpo vibraba como una campana. En la boca tenía un sabor pastoso y blanco. ¿Blanco? ¿Eso era un sabor? Estaba bastante seguro de que se había orinado encima. Sobre él, las estrellas titilaban, fuertes y frías. Reconoció los síntomas de una conmoción severa, pero sus pensamientos nadaban en su interior como peces. ¿Como… peces? No, eso estaba… eso estaba mal. Tenía que parar.
Parar. Parar y descansar.
Sí. Sólo tumbarse durante un rato en la nieve blanda. No la notaba fría en absoluto. Algo ruidoso y terrorífico había estado sucediendo y él estaba convencido de que tenía los detalles escritos en alguna parte si deseaba consultarlos, pero en ese preciso momento sólo quería mirar las estrellas. Una noche tan hermosa en las montañas. Algo peludo rozó su mano y él la alargó para darle una palmadita, para acariciarlo. ¿Un perro? No, demasiado peludo.
Se las arregló para inclinar la cabeza y poder echar un vistazo, y se encontró a sí mismo mirando un globo ocular con una pupila horizontal. El ojo de una oveja. Ni siquiera tras años trabajando como agente inspector de ganado había logrado acostumbrarse a esos ojos con sus pupilas alargadas como criaturas sacadas de un libro de H. P. Lovecraft. No obstante, una oveja no era nada de lo que preocuparse. A ésta le echó un vistazo profesional. Reconoció la raza: una Barbados Blackbelly, a pesar de que parecía un poco fuera de sí. Sí… sus patas traseras estaban clavadas con demasiada fuerza y había parches rosáceos en su pelaje en las zonas en las que se había rascado hasta quedarse en carne viva. Los síntomas clásicos de tembladera. La tenía, vale, como había sugerido la señora Skye. Era una maldita vergüenza, tenía aspecto de ser un animal fuerte y tendría que ser sacrificada para que no contagiara al resto del rebaño. La oveja sacó la lengua y le lamió la mano. Él se rió hasta que la oveja lo mordió, fuerte.
—Eh, para —dijo él—, venga. —Y se sentó tan rápido que se le bajó la sangre de la cabeza. Gruñó y trató de frotarse las sienes. No funcionó. La oveja todavía tenía sus dedos atrapados entre sus incisivos. Se metió la mano en la boca y comenzó a triturarle los dedos con los premolares. Sus dientes de herbívoro no podían rasgar bien del todo su piel, pero era evidente que quería triturar su mano para pastar.
Dick gritó e intentó ponerse en pie, pero otra oveja, a la cual le faltaba una parte de los cuartos traseros, pisoteó su pecho. Pesaría fácilmente unos noventa kilos, mucho más de lo que él podía levantar. Estaba atrapado. Un carnero con la cornamenta partida abrió la boca sobre el hombro de Dick y apretó con fuerza. Notó como los huesos de esa zona cedían a la presión. Pronto se partirían. Llegaron más ovejas. Tal vez una docena. Un rebaño entero, todas con signos de tembladera. Y algo más también. Algo peor.