—Ésta no es una ciudad que respete las arrugas, ya no. Agente especial Purslane Dunnstreet —dijo ella y estrechó la mano de Clark. Su piel era tan seca como el papel viejo—. Bienvenido —continuó mientras agitaba profusamente un brazo esqueléticamente delgado— a la Sala de Guerra.
Clark miró alrededor de la oficina, una habitación repleta de cosas, de unos cinco por cinco metros. Papel en todas las formas imaginables atestaba la habitación, montañas en la alfombra, hojas enrolladas como pergaminos en casilleros sobre un escritorio sobrecargado, volúmenes encuadernados metidos a presión en estantes de metal repletos. Una pared estaba atiborrada de viejos archivadores grises esmaltados. En suelo, al lado de la ventana, había una hilera de impresoras láser enchufadas a un ordenador de mesa gris. Página tras página traqueteaba a través de su mecanismo, llenando el aire de un olor a tóner caliente, y más y más papel se creaba cada segundo.
—Agente Dunnstreet, le presento a Bannerman Clark, mi metrosexual favorito. Clark, aquí Purslane es una vieja espía, una de las guerreras de la guerra fría originales. Nunca he conocido a nadie que odie más a los comunistas.
El labio superior de la mujer se hundió por la mitad. Tenía que tratarse de una reprimenda.
—Jesús me ha enseñado —replicó Dunnstreet, sus gélidos ojos traspasando al civil— a odiar el pecado, no al pecador. El comunismo es una perversión, una compulsión enfermiza de odio fracasado hacia uno mismo. Los comunistas son personas, y como personas pueden ser reeducados, reorientados, traídos de vuelta al rebaño. La mayoría de ellos. El hecho de que este país tienda longitudinalmente al republicanismo debería valer como prueba.
El civil asintió.
—Sí… De todas formas… lleva aquí de vuelta desde los sesenta. Ella era, ¿qué? ¿De la Agencia Nacional de Seguridad originalmente? Estuvo financiada durante los años de Reagan y luego descapitalizada en los de Clinton. Quiero decir eliminada del presupuesto, le cortaron el chorro por completo. Salvo que nadie se tomó la molestia de comprobar si todavía seguía aquí. Ella venía un día tras otro, su existencia era tan clasificada que los demócratas no tenían ninguna oportunidad de sacarla a la luz, y ella siguió con su solitaria vigilia. Tras el 11-S resurgió de nuevo, o al menos eligió recordar a ciertos individuos bien situados que todavía estaba aquí. Su peculiar campo de conocimiento atraía al Departamento de Seguridad Nacional y fue redirigida bajo Ridge y amigos. Ahora hemos llegado a una especie de punto cumbre en el que se ha convertido en una de las personas más importantes del planeta.
Clark le frunció el ceño a la mujer.
—Disculpe, pero no lo entiendo. ¿Qué hace usted exactamente?
Dunnstreet cruzó los brazos sobre su estrecho pecho.
—Soy una pensadora. Una profeta de lo posible. —Su labio se hundió de nuevo, pero esta vez, basándose en el parpadeo de sus ojos, Clark pensó que debía de tratarse de una sonrisa—. Una soñadora del desastre. Yo trabajo con abstracciones, Clark, intangibles que introduzco en un libro de contabilidad y a cuyo lado copio los números como es debido. Soy una modeladora de hipótesis, una especialista en «y si». Durante los últimos cuarenta años he estado pensando un escenario terrible detrás de otro y tramando maneras de lidiar con ellos en caso de que se produjeran. Específicamente he estado imaginando una guerra terrestre librada en el territorio de Estados Unidos. Éste es Warlock Green, mi obra maestra. —Ella señaló las impresoras que humeaban bajo la ventana—. Éstos son los parámetros operativos y los instrumentos legales necesarios para ganar una guerra de esa naturaleza. Es una estrategia infalible que certifico al ciento por ciento.
El civil sonrió.
—Warlock Green es nuestro protocolo para el fin del mundo.
LLAVES DENTRO. HEMOS IDO A LA «ZONA SEGURA» DE BIRMINGHAM, JIM PETERS Y TRES CHICOS. NO REGRESAREMOS. UTILÍCELO SI LE HACE FALTA, DE LO CONTRARIO DÉJELO PARA OTRA PERSONA [Nota a mano pegada en un coche abandonado en Jasper, AL, 10/04/05]
—He tocado su cara con estos dedos. Su piel es como el cobre machacado. Es terrible mirar el interior de sus ojos. El agua que me ha congelado y preservado de los gusanos durante dos mil años era como fuego en comparación, nunca ha habido nada tan frío como esos ojos. —Incluso mientras revivía ese recuerdo, Nilla podía ver el asombro religioso que poseía a Mael Mag Och y retorcía hasta dejar rígida su columna vertebral. Su cara era una máscara pálida en estado de trance, sus ojos estaban enloquecidos bajo sus prominentes cejas—. Llevaba un manto tan delicado, tan suave al contacto que se levantaba mientras el agua fría se agitaba a mi alrededor. Teuagh era él, el Padre de los Clanes. El juez de los hombres. Y estaba rabioso.
«Gheibh gach nì bàs!»,
me dijo. Todo debe morir. Muchacha, ¿crees que lo vi, a él, de quien hablamos?
—Sí —afirmó Nilla. Se puso en pie sobre un arco de rocas desde el que se veían un millón de kilómetros cuadrados de desierto. A sus pies los cañones se retorcían como si la superficie del mundo hubiera sido arrugada, sábanas pateadas a un lado por la creciente y enorme convulsión de las montañas Rocosas. El humo se elevaba desde pequeños agujeros en la roca, humo blanco, grasiento y denso a causa del hollín. Descendía por los cañones en un rápido flujo de energía, de este a oeste, siguiendo el sol. Era tan pesado que casi era líquido y anegaba los cañones, levantaba grandes salpicaduras espumeantes de oscuridad, empujaba adelante, siempre adelante. Anegaría el mundo. Ella parpadeó y desapareció. No vio más que rocas manchadas del color de la puesta de sol.
Había visto muchas cosas desde que se entregó a Mael Mag Och. Había visto su propio reflejo. Había visto un mundo que la odiaba, y había comprendido por qué, y por qué le estaba permitido odiarlo. Por qué debía hacerlo.
Había visto cómo funcionaban las cosas de verdad. Cómo podían joderte cuando querían. No había forma de ponerse a salvo de eso. Nunca había existido nada parecido a la seguridad, era sólo una ilusión. La ilusión de que la gente no podía herirte cada vez que quisieran. No había forma de detenerlos y podían convertir tu vida en un infierno. Forzarte a hacer cosas terribles.
—Teuagh nos está moviendo como fichas de un juego, y dudo que te guste mucho. Yo sé que no me importa. Sin embargo, es difícil volver atrás en este tablero. Es doloroso romper las reglas. ¿Lo entiendes, verdad, que hemos sido hechos para esto? ¿Cómo su mano modeló nuestra arcilla para este trabajo? No podemos pintar cuadros, muchacha, no con estos dedos torpes. No podemos escribir poesía. Pero podemos matar. Oh, estamos hechos para matar.
—Sí —asintió Nilla. Se estaban moviendo, moviéndose hacia el este. El hombre muerto sin brazos avanzaba tras ellos, siguiéndolos sin problema. Ellos se movían contra el flujo de energía oscura, Nilla sentía cómo se hacía más fuerte cuanto más avanzaban, como si se aproximaran al centro. Más fuerte y más rabiosa. Estaba rabiosa contra el mundo que destruía, mordía y arañaba y desgarraba todo lo que tocaba al esparcirse. Estaba dentro de ella, esa oscuridad, y Mael Mag Och se había convertido en su emblema.
Él le daba pánico. Ella lo necesitaba.
—Allí —dijo él. Señaló un lugar delante de ellos. Un lugar en el que los retorcidos cañones parecían sometidos a una especie de orden, en líneas rectas: una cuadrícula. Un espacio plano, aplanado entre montañas de piedras. Las calles marcaban terrenos cuadrados, pequeñas casas en el desierto orientadas en la misma dirección. La ciudad relucía en la lúgubre planicie desértica.
Se le ocurrió que Mael la estaba manipulando. Quizá estaba poniendo pensamientos en su cabeza. Quizá tal vez sólo la estaba utilizando de la misma manera que las personas se habían utilizado desde el principio de los tiempos. Pero al igual que un sueño se percibe de manera vívida cuando lo retienes en la cabeza para desdibujarse en cada detalle cuando tratas de recordarlo conscientemente, ella no podía establecer las conexiones.
—Allí está, la ciudadela fortificada de Las Vegas. Ha aguantado más que las demás, y la admiro por ello. Pero todos los mundos deben acabar alguna vez. Mi mundo terminó cuando me ahogué en el agua oscura, un sacrificio humano por el bien de mi gente. El tuyo acaba con dientes en el cuello. Sabes lo que debes hacer, muchacha. Por mí y por el Padre de los Clanes.
—Sí —dijo Nilla, y se dirigió a la ciudad de Las Vegas, sola.
pdeis aydar? Tnems 3 muertos fuera, + n kmino. X fvr, ants d q sea dmasiado trde!!1 [Mensaje SMS de spam, Evergreen, OR, 11/04/05]
Un viejo mapa dividido en cuadrantes ondeaba sobre la mesa de madera, levantando las motas de polvo bajo la pálida luz de la oficina.
—Aquí, caballeros, ven el río Potomac. Es tan maravillosamente oportuno que mi nuevo Ejército del Potomac cambie por completo la visión de esta amenaza. He pensado a menudo en esta ironía, sobre todo durante la revisión de los borradores cinco y seis, que parecen los más adecuados para la situación actual. Las revisiones siete, ocho y nueve dan por hecha la insurrección de los anarquistas en la frontera con México. No tengo la sensación de que eso tenga nada que ver ahora, no.
La cara paralizada por la tóxina botulínica de Purslane Dunnstreetno podía mostrar los años de pequeñas tensiones, las marcas de las décadas que había pasado agachada sobre diagnósticos de situación y análisis clasificados de la fuerza de las tropas y mapas de artillería, todos los años que había sido ignorada en su casillero infestado de moscas donde la luz que entraba por la ventana era del color de las manchas de tabaco viejas e incluso la radio se sintonizaba mal. Los contornos helados de sus ojos no podían mostrar la naturaleza obsesiva de su tarea, o los millones de pequeñas frustraciones que los años debieron traerle. La enervación mental de planificar, planificar y revisar y volver a imaginar y redactar borradores, reescribir y compilar informes de quinientas páginas que con toda seguridad serían mirados por encima antes de ser archivados en los pasillos de atrás del Pentágono, en los subsótanos de la Casa Blanca, pero sobre todo, la fatiga de la salud sólo por trabajar en ello, dedicando cada momento de la vigilia obsesionada con la idea de que nadie la tomaría nunca en serio. Esa tensión no podía manifestarse en su rostro.
En cambio se reflejaba en sus dedos.
Se tocó el cuello y suspiró alegre.
—Sinceramente estaba empezando a dudar de que nunca llegara a ser necesario invocar la Orden de Batalla Máxima Provisional Basada en la Fe. Supongo que los
boy scouts
estaban en lo cierto después de todo. «Estate preparado», realmente es lo más esencial. —Agitó los dedos en el aire y el estómago de Clark se revolvió.
Apéndices delgados, blancos, como gusanos, extensiones de carne que se retorcían unas alrededor de las otras en complejas formas. No bastaba con decir que se retorcía las manos de excitación mientras exponía su Gran Idea sobre la mesa que tenían delante. Anudaba sus dedos pastosos, hacía crujir sus nudillos produciendo un sonido como si hubiera aplastado ratoncitos con los pies, tamborileaba con los dedos sobre la mesa tan rápido que su manicura francesa se desdibujaba mientras Clark la observaba bailar.
—El Nuevo Ejército de Ciudadanos barrerá esta zona y subirá a través de Georgetown, coartando cualquier avance. La ciudad será asegurada. Y luego proseguirá hacia Nueva York. —Un mapa rebotó por la mesa, mandando una oleada de aire frío a la cara de Clark.
Se espabiló. Había quedado tan subyugado por los dedos que se había perdido casi todos los detalles del plan. Pero se había enterado de lo esencial.
El plan imbatible de Purslane Dunnstreet hubiera funcionado a las mil maravillas contra una invasión de tropas de asalto nazis. Quería columnas enteras de vehículos blindados aparcados en la circunvalación. Quería convocar a todos los integrantes del cuerpo militar, regulares y reservas, que pudieran llegar a tiempo como una sola fuerza aplastante para proteger Washington mientras el resto del país quedaba indefenso. Quería que se sobrevolara constantemente D. C. y se realizaran bombardeos nocturnos. Tenía provisiones contra insurgencias de quintacolumnistas y un plan de contingencia para dar información falsa a los espías que pudieran surgir. Quería asaltos de comando en las fortalezas de los enemigos y que una red de resistencia se levantara en todos los territorios ocupados.
Ni una sola parte de su plan tenía sentido cuando se aplicaba a una horda de civiles estúpidos y desarmados que superaban a las unidades militares en una proporción de uno a cien.
Los infectados no enviaban espías a tu territorio. No tenían fortalezas, ni siquiera puestos de avanzada. Podías bombardearlos hasta hacerlos papilla y otros surgirían en masa para ocupar su lugar.
Clark le echó un vistazo al civil, que estaba limándose las uñas con un diminuto cortauñas colgado de un llavero. El civil debió de comprender la expresión de la cara de Clark. Se encogió de hombros por respuesta.
Cuando Dunnstreet concluyó al fin su presentación, fue a las impresoras y les entregó a cada uno un grueso documento, todavía caliente y oliendo a tinta. Clark hojeó su copia. Halló cientos de páginas con información sobre cómo lidiar con saqueadores en un caso de ley marcial.
—Su Documento de Parámetros Operativos, caballeros. Por favor, no lo pierdan. Sería una fisura importante en la seguridad nacional. Define los poderes que asumirán y las herramientas y el equipo que requisarán en defensa de la libertad.
—Es como el catálogo de productos electrónicos Sharper Image —el civil sonrió con malicia—, pero con más gas nervioso.
Clark pasó las páginas hasta el final del documento. Un voluminoso capítulo se ocupaba de cuándo estaba justificado el uso de fuerza letal contra ciudadanos sanos y cuando no. Básicamente cuando quisiera, dedujo por lo que leyó. Tan sólo necesitaba saber qué código de tres cifras utilizar más tarde al rellenar el formulario posterior a la acción. Clark lo depositó cuidadosamente en la mesa, alineado con el borde.
Se aclaró la garganta. Era hora de volver a la realidad. Forzó su mente a ponerse en blanco para poder hacer el salto.
—Muchas gracias por la presentación, agente Dunnstreet —dijo levantándose de la silla—. Tengo información que me gustaría enseñarle personalmente. —Abrió los cierres de su maletín y sacó los papeles que Vikram le había preparado.
—Me gustan tanto los datos crudos —anunció Dunnstreet, retorciéndose los dedos juntos, a la altura del hombro, hasta que se separaron con un ruido seco.