—Vale, allí arriba, en aquel balcón. Te encargas de las unidades B hasta la G. Parece que va a ser una mala noche. —Una suave capa de simpatía en su voz la sorprendió—. El hospital dominicano de Santa Rosa ya está lleno. Tenemos que llevar a este grupo hasta el centro médico de la Universidad. —Nilla levantó la vista y vio un complejo de apartamentos de dos pisos con el tejado rojo. Las puertas parecían estar muy juntas, separadas de la siguiente por una sola ventana rectangular. De la mayoría de las ventanas salía una parpadeante luz azul, probablemente el reflejo ondulado de las pantallas de televisión.
—Yo, yo nunca… —tartamudeó Nilla.
—Dios, ¿nunca has estado en la Patrulla de Plaga antes? Bueno, es muy sencillo. Entras allí y si ves a alguien enfermo, lo traes aquí abajo y lo metemos en la camioneta. Si te causan problemas, les dispararemos por ti. ¿Crees que puedes hacerlo?
Nilla asintió, a sabiendas de que no podía hacerlo de ninguna manera, pero también consciente de que no tenía otra alternativa real. Se dio media vuelta sin pronunciar palabra y comenzó a subir la escalera que llegaba a la segunda planta del complejo de apartamentos.
—Joder. La Cámara acepta a cualquiera hoy en día, ¿no es cierto?
No estaba hablando con ella. Nilla se acercó a la puerta con una B y llamó. No hubo respuesta, pero oía la televisión dentro, a todo volumen, así que llamó de nuevo, mucho más fuerte. Finalmente, giró el picaporte y se encontró la puerta abierta.
Al acceder al interior halló una sala enmoquetada de color verde marino llena de pañuelos de papel hechos una bola. Algunos estaban salpicados de manchas rojo oscuro de sangre.
En el televisor había una película antigua de vaqueros. John Wayne o alguien disparando a dos manos desde la grupa de un caballo. Su fantasmagórica luz azul era toda la iluminación que había en la habitación.
Nilla pasó por una cocina repugnante, los platos del fregadero estaban llenos de granos de arroz secos, la nevera traqueteaba infeliz, y atravesó un corto pasillo en dirección al dormitorio.
—¿Hola? —gritó. No hubo respuesta, por supuesto. La mesita de noche estaba cubierta de botes de plástico de medicamentos sin receta.
Mael Mag Och había mencionado el «envenenamiento de agua» con Dick. ¿Era realmente así de terrible, tanto que unos matones armados tenían que llevarse a la fuerza a los enfermos para evitar una propagación masiva de la enfermedad?
A Nilla se le ocurrían pocas cosas peores que los muertos regresando a la vida para devorar a los vivos. Pero una pandemia podía cumplir los requisitos.
Apartó las sábanas de la cama, esperando a medias encontrar a un hombre muerto escondido allí. Nada. Se dio media vuelta para salir del apartamento. Quizá habría alguien en el siguiente. Quizá podría escaparse mientras nadie miraba.
Alguien estornudó justo a la derecha de su hombro.
Nilla giró sobre los talones, abrió con fuerza la puerta de un armario de ropa de cama y encontró a un hombre obeso encajado dentro. Llevaba una camiseta blanca y un par de calzoncillos bóxer a rayas y su mirada era de pavor. También tenía un cuchillo de veinticinco centímetros en la mano, levantado por encima de su cabeza, como si fuera a dejarlo caer y hundírselo en el cráneo.
Nilla se quedó helada, no tenía tiempo de quitarse de en medio, no tenía tiempo de esconderse, de pensar. Tenía las palmas hacia arriba, abiertas, vacías, y él pareció percatarse de ese hecho.
—Usted —dijo ella, las palabras salían de su boca como gas de fermentación— me lleva ventaja, señor.
Él no dijo una palabra. Se quedó allí mirándola. Con su cuchillo.
Nilla asintió para tranquilizarlo.
—Le diré lo que haremos. Yo me marcharé ahora mismo. Pero no puedo salir por la puerta de delante. ¿Hay otra salida?
—Quizá. —Él la miró de arriba abajo. La mano de su cuchillo no se movió—. Si está delgada.
La estrecha y pequeña ventana de su baño daba a un patio trasero. Era una caída de tres metros, pero había una montaña de bolsas de basura debajo.
El hombre obeso la ayudó empujándola a través de la reducida abertura, sus manos apretaban con fuerza su espalda y sus nalgas, hasta que salió volando en la oscuridad.
Nilla aterrizó con un sonido parecido al de la carne y rodó para alejarse. En un segundo estaba de pie y recogió la gorra marrón, que se le había caído a medio vuelo.
La gorra había engañado al hombre de allí delante, el que organizaba la Patrulla de Plaga. Había aterrorizado al hombre obeso. Se dio cuenta de que la gorra era más que un modo de ocultar su cara. Era una insignia que le permitía estar en la calle después del toque de queda, y algo que podía dar un susto de muerte a cualquiera con quien se topara. Se la ajustó con cuidado, bien calada sobre la frente, y se internó de nuevo en la noche.
Tengo comida para TRES días. Antes NOS estábamos muriendo de hambre, pero ahora sólo tengo mi BOCA que ALIMENTAR… si encuentra esto, supongo que significa que probablemente estoy MUERTO… si no lo encuentra, supongo que significa que TODOS estamos muertos, y que TODO ha acabado para la RAZA HUMANA [Diario grabado en el mostrador de préstamos de la biblioteca Harold Washington, Chicago, IL, 14/04/05, las mayúsculas son del original]
El civil se tomó un puñado de cápsulas de raíz de valeriana tan pronto como embarcaron en el vuelo militar de regreso a Las Vegas. Se quedó dormido con la boca abierta pocos minutos después del despegue y roncó de forma repugnante durante el resto del camino.
Cuando el capitán habló por los altavoces para anunciar que estaban a la espera de pista para aterrizar en Las Vegas, Clark despertó a su jefe para darle la noticia.
Todavía medio dormido, el civil asintió y miró por la ventanilla.
—¿A qué se debe el retraso? —preguntó él. Antes de que Clark pudiera responder que no lo sabía, el civil se ofreció a coger la radio e intimidar a los controladores aéreos para que se sometieran.
—No creo que eso sea necesario —le dijo Clark, y trató de volver al papeleo que tenía abierto en su portátil todoterreno.
Finalmente aterrizaron y fueron recibidos en la puerta por un equipo de hombres de gorras marrones con carabinas colgadas a la espalda. Ambos se vieron obligados a permitir que les tomaran una muestra del interior de la mejilla y se hiciera un test en el momento.
Cuando tuvieron los resultados, uno de los hombres bajó la vista a sus zapatos y le tendió a Clark la mano, por pura cortesía.
—Lamento de veras las molestias, capitán, pero no podemos correr riesgos ahora. Uno de los nuestros ha aparecido muerto, muerto y caminando quiero decir, hace unas horas. La mitad de su cara había sido devorada. No es la primera vez, pero éste ha sido un poco más raro de lo habitual y nos ha asustado a todos.
—¿Raro? ¿Por qué? —preguntó Clark.
—Bueno, no había señales de que hubieran forzado la valla en ninguna parte del perímetro. Y cuando hay gente muerta mordiendo al personal de seguridad, esperas encontrar un grupo numeroso. En general, esas cosas se mueven en grupo, pero de acuerdo a las pruebas se trataba de un solo tipo, o chica, o lo que sea, y nuestro hombre estaba armado hasta los dientes. Además, está la cuestión de que el chico estaba casi desnudo cuando lo encontramos. Como si le hubieran quitado el uniforme para quedárselo. Da la sensación de que están intentando infiltrarse en nuestras filas o algo por el estilo. Imposible, sí, ya lo sé. No tienen sesos para eso.
Los huesos de la columna vertebral de Bannerman Clark se pusieron rígidos a la vez. La chica: la idea atravesó su cerebro como una ráfaga de ululante viento.
—Al menos uno de ellos, sí. También han mostrado un comportamiento organizado con anterioridad, eso fue lo que le sucedió a Denver. Escuche, aquí estoy muy lejos de mi jurisdicción, pero creo que a lo mejor sería necesario que hablara con sus superiores…
—Eh, Bannerman, quieto ahí. —El civil se movió con una soltura estudiada. Se cambió el abrigo al brazo izquierdo y puso la mano derecha sobre el hombro del tipo de la gorra marrón—. Estoy seguro de que estos tipos estupendos tienen todo bajo control. Vosotros trabajáis para, qué, ¿la oficina del sheriff, la agencia estatal de investigaciones, qué?
—La, eh —tartamudeó el tipo de la gorra—, la Cámara de Comercio.
—Los pequeños negocios son la columna vertebral de la nación —dijo con sonoridad el civil, poniendo cada vatio de poder que tenía en la expresión de seriedad de su rostro—. Sigue adelante, buen hombre, sigue adelante. —Alargó la mano para coger el brazo de Clark y le apartó a un lado. Cuando estaban fuera del alcance del tipo de la gorra, el civil le susurró a su friki—. Estamos totalmente fuera de esto. No soy un tipo muy brillante, pero sé una cosa: cuando las tropas locales comienzan a hablar de muertes extrañas e inesperadas, estás a un paso de que se convierta en la sucursal del Juicio Final. Las Vegas va directa al cagadero y no me voy a estar por aquí para mirar. ¿Ha quedado claro?
—La chica puede estar aquí —objetó Clark.
—Sí, y Wayne Newton tal vez ofrece tres espectáculos cada noche, pero no me pondrás en peligro por tu obsesión personal. No te cruces conmigo en esto, Bannerman.
Clark frunció el ceño. No se podía permitir convertir a este hombre en su enemigo.
—De acuerdo —dijo tras un momento—. Nuestro helicóptero está esperando en la otra terminal. Supongo que debemos regresar a Florence.
Tenía sus órdenes. No tenían por qué gustarle.
Mike Oppenbach, se enfrentó a caimanes y osos toda su vida, pero esto fue demasiado. Fue un gran hombre que tener a nuestro lado cuando las cosas se pusieron difíciles. Era realmente hábil con la pistola y el machete y nunca se quejaba. Supongo que eso es todo lo que tengo que decir [Panegírico escrito con rotulador en una tumba hecha a mano, Emeralda Marsh, FL, 16/04/05]
—Adelante, amigos, no es momento para ser tímidos. Todo el dinero que deis esta noche será dedicado a la investigación, también aceptamos medicamentos y otros productos farmacéuticos a cambio. Una por cliente, es todo lo que necesitáis. Está garantizado que os preservarán de los muertos.
Nilla se sentó en un banco fuera de una farmacia CVS y observó lo que sucedía en el aparcamiento con ojo crítico. Estaba en el lugar adecuado, el punto principal de distribución de la vacuna en Las Vegas. Sus informadores, un par de chavales adolescentes que habían salido después del toque de queda y que se habían asustado de su gorra marrón, no la habían guiado mal. Sin embargo, le costaba creer que algo tan importante estuviera en manos de gente como ésta.
—Y todo el que cree en mí no vivirá para siempre. Adelante. Esta pequeña cápsula, esta elipse roja y perfecta, es la cura para lo que aflige al hombre moderno. Gracias, señor, por favor, cuénteselo a sus amigos. Un trago rápido y está a salvo para siempre. Adelante. —El pregonero medía dos metros y tenía los hombros tan anchos como un luchador profesional. Los extremos engominados de un enorme bigote le caían sobre la cara: de ahí para arriba se estaba quedando calvo. Llevaba un poncho manchado con cananas cruzadas al pecho, con botes envueltos en plástico donde deberían ir los cartuchos de rifle.
Sus asociados no tenían un aspecto tan exótico, pero contaban con sus propias excentricidades. Salieron de la parte de atrás de una furgoneta de pasajeros pintada con estrellas, lunas y galaxias en aerosol. Dos hombres. Uno tan delgado como un rastrillo, nervioso, movía la cabeza de un lado a otro constantemente, como si esperara ser atacado en cualquier momento. El otro regordete y retraído. El primero cogía el dinero de la cola de cien metros de gente que esperaba en el aparcamiento, mientras que otro les entregaba toscas cápsulas de algo brillante y rojo.
—Una por cliente, no hace falta ser avariciosos. Esto es el amor, el amor que habéis estado buscando. Quién iba a imaginar que llegaría en forma de cápsula. ¡Amor supremo, adelante!
Nilla se levantó del banco y se internó en el destello de vapor de sodio de las luces del aparcamiento. Su aparición produjo suaves explosiones de cuchicheos atemorizados entre la cola de la gente que esperaba, pero nadie se fue.
Era la gorra marrón. Enmascaraba su energía oscura maravillosamente. La gente la veía y sabía por qué su sola presencia parecía inadecuada y provocaba miedo. Ella era uno de los matones de botas militares que gobernaban Las Vegas con puño de acero.
—No os alarméis, amigos, todo está bajo mi control personal. —El pregonero se colocó una de sus enormes manos en el pecho. A la luz naranja su carne parecía jamón serrano. La presencia de Nilla era una señal y él la estaba recibiendo con serenidad, pero con la debida atención. Ella percibía cómo sus hombros subían ligeramente, su postura cambiaba para adoptar una de disposición cautelosa. Daba la sensación de que ella se estaba dirigiendo al tiroteo en el OK Corral.
—No descansaré —continuó el pregonero— hasta que todos y cada uno de vosotros esté satisfecho.
La gente de la cola la miraba de manera abierta. Varios miedos se perseguían entre sí por las arrugas de sus frentes. Mantenían las manos metidas en los bolsillos con decisión. Parecía que se agachaban para protegerse de un viento frío y cargado de agua a pesar de que la brisa nocturna de Las Vegas era tan seca como un hueso y de una calidez propia de finales de la primavera.
—Soy de la Cámara —anunció Nilla para reforzar su única arma en este enfrentamiento: la gorra marrón—. ¿Quién demonios eres tú?
El tipo grande colocó la mano sobre la hebilla de su cinturón y se inclinó hacia ella lentamente para hacer una elegante reverencia.
—Soy aquel cuyo nombre está escrito en el agua. Soy el mismísimo modelo de un teniente general moderno. Algunos me llaman el
cowboy
del espacio, mientras que otros me llaman el gánster del amor.
Nilla entrecerró los ojos.
—A la mierda con esto. Puedo hacer que te disparen con una llamada de teléfono, capullo. De hecho, debería hacerlo por principios.
—Entonces llámame Mellowman, el superhéroe fumado. Estoy aquí para traer un poco de paz a esta gente ignorante. ¿Puedo preguntarte quién eres tú, joven potrilla?
Nilla negó con la cabeza.
—Soy de la Cámara. Eso es todo lo que necesitas saber. Vosotros, largo de aquí ahora mismo. ¿Es que no sabéis que hay toque de queda? —Corrió hacia la gente aterrorizada de la cola y ellos se dispersaron como palomas—. Bien. Ahora quiero ver la operación que estás llevando aquí. Quiero saber sin rodeos qué demonios te crees que estás haciendo. —La bravuconada que estaba poniendo en escena alteró los nervios a Nilla. Ya no era capaz de alimentarse del golpe de adrenalina, pero algo frío y letal floreció en su interior, y le gustaba. Claro. Por primera vez en su muerte tenía de verdad algo de poder.