Al final tampoco tenía energía para pensar una mentira convincente.
—Yo… yo lo intentaré —dijo ella al rato, en voz muy baja.
La cara de Mike se heló, inexpresiva y fría.
—Te recomiendo que lo intentes con todas tus fuerzas. Rick no es como el resto de la gente. Está loco de remate.
Se arrastró de vuelta por el suelo de la furgoneta y no le dirigió la palabra durante el resto de la noche.
Por la mañana, con la luz blanca entrando a través de la ventanilla de la furgoneta, machacándola con su calor, la furgoneta redujo la velocidad y salió de la carretera. Nilla notó como daba botes, se sacudía y la tiraba de un lado a otro, como si fuera una muñeca de trapo, antes de frenar. Cuando la puerta se abrió y pudo volver a ver el exterior de nuevo, estaba ante la entrada de una cueva. Había carteles advirtiendo la peligrosidad por todas partes: C
UEVA
J
UKEBOX
. P
ROHIBIDO EL PASO
. Una puerta de barrotes de hierro atada con cadenas y un enorme candado cubrían la entrada.
Mellowman se estiró y gruñó mientras se levantaba de su estrecha cama. Salió de la furgoneta y se metió la mano por delante de los pantalones como si estuviera tocándose. Cuando al fin sacó la mano tenía una llave de acero que encajaba en el candado a la perfección. Abrió la puerta y la furgoneta entró marcha atrás en la oscuridad de color naranja apagado de la cueva. Nilla se dio cuenta de que ésta debía ser su destinación.
La oscuridad recayó sobre ella cuando la furgoneta se metió más adentro.
Esta fuerza vital… pero no puedo negar esos resultados. Repetibles, si sigues al pie de la letra las instrucciones de laboratorio detalladas… ¿enseñar a las células a crecer? ¿La fuerza que hace que la hierba sea verde? Vamos. Aquí estoy buscando magia, pura y simple. Que alguien me traiga mi sombrero de bruja y mi varita mágica. [Notas de laboratorio, 21/07/03]
—Estamos a unos ocho kilómetros de la antigua base de las Fuerzas Aéreas de Wendover. Justo después de cruzar la frontera de Utah. —Mellowman estaba de pie, su figura recortada por la cruda luz púrpura de la boca de la cueva. Dentro no estaba del todo oscuro, un farol de gas Coleman dibujaba un tosco círculo amarillo en el suelo, quizá a unos diez metros. No obstante, los ojos de Nilla no estaban en muy buen estado y no alcanzaba a percibir bien nada.
»En el pasado —prosiguió él—, los aviadores solían venir a estas cuevas con las chicas que recogían en la ciudad. A todas las chicas les encantan los hombres de uniforme, ¿verdad? Pero no quieren que sus padres vean lo que están haciendo. Estas cuevas les ofrecían un poco de privacidad barata. Se convirtió en un pasatiempo tan popular que trajeron una cementadora e hicieron el suelo que ahora estás babeando. Es difícil pasártelo bien de verdad con estalagmitas pinchándote en la espalda. A otra persona se le ocurrió darle un aire de legitimidad a este lugar instalando una
jukebox,
y de ahí es donde viene el nombre de cueva Jukebox. Mi abuelo solía contarme que daban unas fiestas estupendas. Él era uno de esos tipos. Siempre me ha encantado este lugar. ¿No notas las vibraciones? El sentimiento, ese sentimiento infame y sucio. Éste es el nivel cero para ponerte. El paraíso de follar. Yo mismo había traído aquí algunas chicas cuando era un joven mormón, en el pasado, cuando practicaba sexo noventa y nueve. ¿Alguna vez lo has hecho? ¿Sabes qué es?
Ella no se atrevió a contestar.
—Noventa y nueve por ciento. Es casi absolutamente todo. Es cuando haces todas las guarradas que puedes a una chica, casi corriéndote en su falda. Si te corres en el suelo, no es adulterio, sólo es el pecado de Onán y tiene que ser al menos un uno por ciento menos pecaminoso, ¿no? Y a veces un uno por ciento es todo lo que hace falta para ir al cielo. —Mellowman se echó a reír como un maníaco—. Mierda, hubo una época en que esa mierda me importaba de verdad.
—¿Vas… a… violarme? —preguntó ella. No era más que una pregunta. Sus heridas no le permitían reunir toda la rabia que le hacía falta para convertirlo en una acusación.
La cara de Mellowman se vino abajo de todos modos.
—Oh, mierda —exclamó él, y dio un pisotón con la bota en el suelo—. Oh, venga, madalena, ¿de verdad piensas que soy así? Mike y yo somos tipos relajados, no pegamos a las mujeres sólo para follar. El sexo consentido es el mejor, lo sabemos.
Él se rió durante un instante, el sonido reverberaba por el techo de la cueva.
—Por otro lado, el Termita probablemente está demasiado ido para notar la diferencia. Y él se encarga de la primera guardia. Ahora, que tengas dulces sueños.
Se alejó dando zancadas, dejándola en la oscuridad.
Tenía tiempo de sobra para resolver qué haría a continuación. Había poco que pudiera hacer aparte de pensar. Se las arregló para rodar sobre el costado y reptar un poco, lo suficiente para acercarse al farol pero no ponerse bajo su luz. Le llevó muchísimo más de lo que esperaba cubrir esa distancia. Le costó más energía de la que imaginaba que le quedaba.
Estaba condenada, eso lo había comprendido implícitamente, aunque no tenía ni idea de qué sucedería a continuación. Lo que fuera que Mellowman le reservaba para la mañana siguiente no sería nada bueno. Quizá no era tan malo como que le volaran los sesos, quizá no tan terrible como que la enterraran viva y fuera incapaz de morir. Pero no le gustaría, eso lo sabía.
Mael
—llamó con su mente—.
Mael, ayúdame
—gritó en silencio, pero o las paredes de la cueva estaban bloqueando la telepatía o estaba demasiado débil y él no podía oírla. No hubo respuesta.
Comenzó a reptar de nuevo. Se las arregló para llegar hasta donde la luz le daba en la cara.
Estaba sola. Sólo le quedaba una cosa por intentar.
—Eh —gritó. Al menos lo intentó. Lo que salió de su garganta sonaba más como un gemido. Quizá se había roto algo mientras reptaba. Quizá su cuerpo estaba acabado—. ¡Eh! ¡Alguien! ¡Termita!
Eso fue todo lo que logró. Esperó, esperó a recuperar la fuerza suficiente para gemir de nuevo.
Algo se movió en la oscuridad. Un movimiento que revoloteaba, receloso. Como las antenas de una cucaracha aleteando sobre un trozo reseco de patata frita.
Sucedió de nuevo, esta vez seguido de un ruido que parecían pies que se arrastraban sobre el hormigón. Nilla creyó ver una palidez borrosa a lo lejos. Pronto se manifestó en una silueta, una forma humanoide. Era el Termita.
—Cá-cá-cá-lla-te-e-e —dijo él. Se frotó la nariz y el ojo izquierdo—. Cállate y pun-n-nto. —Se frotó el ojo otra vez. Y luego la nariz. En la oscuridad no cabía duda de que refulgía, su piel era translúcida y brillante bajo la mugre. La empalizada dispersa, marrón y rota de sus dientes parecían las piezas bucales de un insecto. Con la muñeca se alisó el pelo hacia atrás. Estaba lo bastante sucio para quedarse pegado—. Tengo órdenes.
—¿Qué va a hacer conmigo? —preguntó Nilla.
—Ca-ca-lla, estúpida.
Nilla se mordió el labio inferior. El miedo se estaba apoderando de ella. No era miedo a lo que iba a suceder. Era miedo a que no funcionara lo que iba a intentar a continuación. Si no funcionaba, entonces sólo empeoraría las cosas. Mucho, mucho. Si no picaba el anzuelo, si Mellowman pensaba que ella estaba tratando de escapar, ¿qué le haría entonces?
Los ojos de Termita parpadearon y bajó la mirada. A las sombras de su escote. Supo que todavía tenía una oportunidad.
—Siéntate y habla conmigo —le pidió ella—. ¿Vas a hacerme daño? —preguntó.
Imprimió toda la emoción que le quedaba en esas palabras, manipulándolas. Haciéndolas sucias. Como si quisiera ser herida pero sólo de una manera muy concreta. Nilla se pasó la lengua por los labios. No había espacio en su alma para sentir desprecio por sí misma. Esto era igual que cuando se había comido al chico en el campo de golf. Exactamente igual. Pura supervivencia.
—Eh, no, n-no, yo, n-no pu-pu, no puedo hacer esto —se lamentó él, su cuerpo doblándose al negarse. Se pasó las dos manos por el cuero cabelludo, arrancándose el pelo, clavándose las uñas en las mejillas. Se frotó la nariz y el ojo otra vez y le dio la espalda, sólo para volver a darse media vuelta rápidamente.
—Pero yo lo deseo tanto —dijo Nilla. Y lo hizo. Se indujo a desearlo. A desear que él se acercara. Para tocarla.
El Termita parpadeaba deprisa. Se frotaba la nariz, el ojo izquierdo. Alargó la mano y le cogió un pecho, fuerte, lo bastante fuerte para que ella jadeara de dolor.
Era lo mejor que iba a conseguir. Ella se encabritó como una serpiente y hundió los dientes en la carne de su brazo. Fue a por la vena que había allí y la encontró sin problemas. Él gritó, gritó como un cerdo empalado, chilló pidiendo ayuda, llamando a su madre, su dolor iluminó la cueva como si fuera neón. Chillaba y chillaba y trataba de coger algo de su cinturón. Algo peligroso. Una pistola. Gritó y sacó la pistola y empezó a disparar como un loco, más ruido, luz en enormes destellos naranjas, y seguía chillando, y disparó y disparó hasta que se quedó sin munición.
No importaba. Antes de que hiciera su primer disparo, Nilla ya se la había robado. Vida suficiente. Hizo acopio de toda su energía. Se volvió invisible. Le daba la sensación de que no iba a funcionar, pero combinado con la oscuridad de la cueva era suficiente. Ninguno de los disparos le dio.
Luchó por enderezarse sobre sus pies endebles, avanzaba hacia la entrada de la cueva. A sus espaldas, el Termita seguía gritando.
En la entrada se encontró a Mellowman. Se lo había esperado. Esperaba que hubiera venido corriendo. Aunque quizá era más listo que ella. Iba a echar por tierra todos sus planes haciendo una sola cosa inteligente. Había oído gritos y disparos, cómo no, y parecía muy preocupado. Pero no aterrorizado. En lugar de ir corriendo a la cueva, pistola en mano, estaba cerrando la puerta. Ya había sacado y preparado la llave del candado. Iba a hacer lo inteligente. La iba a encerrar en la cueva con el Termita.
Si hubiera perdido un minuto más con el Termita, si se hubiera parado a tomar más de su energía vital, no lo habría conseguido. Se impulsó, tambaleó y se arañó mucho mientras se metía a presión por la estrecha hendidura que quedaba en la puerta. Mellowman gruñó, y ella sabía por la forma en que se tensó que notaba la resistencia que oponía su cuerpo. Él notaba que algo mantenía la puerta abierta, aunque no pudiera verlo.
—¿Madalena? —preguntó él. Comenzó a sonreír. Contaba con una cierta brillantez, un genio maligno. ¿Lo había subestimado demasiado? Si así era, todo habría acabado en un segundo. Él había comprendido las extrañas circunstancias de la situación inmediatamente. Ella veía cómo ataba cabos en la expresión de sus ojos: chica loca, probablemente no muerta, ¿quién sabe qué puede hacer? Quizá puede hacerse invisible. Él cruzó la puerta, bloqueando su salida, consciente de que si no la detenía en ese momento, escaparía.
El Termita todavía gritaba.
Nilla chocó con un ruido sordo contra el pecho de Mellowman, el basto tejido de su poncho rozó su mejilla. Olía a humo de marihuana pasada. La rodeó con los brazos, primero inseguro, luego cerrándolos a su alrededor con convicción, atrapándola.
—Te tengo, madalena. Y no voy a dejarte marchar nunca —dijo él. No la estaba mirando, aún no podía verla, pero no importaba.
Ella hubiera preferido que la estuviera mirando. Quería que la viera. Pero no importaba.
Era casi una cabeza más alto que ella. La cara de Nilla encajó con facilidad en el hueco de su cuello. Sus labios notaban el pulso de su vena yugular, estaba allí mismo.
Le desgarró la garganta y se bebió la sangre que manaba sobre su boca.
Energías sutiles, comunicación discreta. Se han ido tantos meses con esta estupidez. ¿Sólo estoy buscando una manera de mantener mi mente ocupada? La neoplasia es un huevo de avestruz, vemos a través de su piel, y aquí estoy yo, cultivando césped en vasos de papel. El proyecto de ciencias para la escuela más caro del mundo, yo… necesito descansar un poco. [Notas de laboratorio, 01/01/04]
Salió caminando con dificultad de la cueva y se encontró la furgoneta del espacio ronroneando suavemente bajo la luz de las estrellas. Había unas sillas plegables de exterior colocadas alrededor de las puertas de atrás abiertas y un pequeño brasero japonés desprendía un destello rojizo. Mike
Morfina
estaba bebiendo una cerveza, con la espalda apoyada contra el polvoriento metal de la furgoneta.
La energía de Mellowman estallaba y crujía en su interior. Se sentía como una patata demasiado hecha en el interior de un microondas. No se había sentido tan fuerte desde el día que se comió a la osa.
Los tensos músculos que cruzaban el abdomen de Nilla hicieron ruido durante un momento y algo pequeño y metálico se abrió camino a través de su piel. La herida que le había abierto la puerta al escapar se cerró y curó ante sus ojos. Se agachó y recogió un trozo de proyectil de escopeta. Todavía estaba llena de ellos y su cuerpo los iba rechazando uno a uno. Probablemente los estaría expulsando durante una semana.
No importaba. Mellowman estaba muerto y ella… no.
Mike estaba alterado. Quería subirse a la furgoneta y marcharse a toda velocidad, salir de allí y regresar a Las Vegas. Ella lo notaba por la manera en que miraba sin cesar la carretera. Debía de haber oído los gritos, por supuesto. Debía de saber qué estaba pasando.
Ella se acercó más a él. Entró en la luz roja del brasero. Dejó que la energía fluyera en su interior, que se esparciera por sus extremidades como un hormigueante calor. Mike dio un breve grito cuando ella apareció ante él sin previo aviso.
—Estás… estás muerta —dijo él. Podría haber sonado como una quimera, pero no lo era. Tan sólo estaba completando un razonamiento. Uno que Mellowman había resuelto en un abrir y cerrar de ojos. Mike
Morfina,
con su licenciatura en química medioambiental, lo estaba deduciendo ahora. No todas las personas muertas son iguales.
—Sí —dijo ella. La oscuridad de su interior se enroscó y descendió. Se estaba riendo, se estaba riendo de él. Se estaba riendo de los vivos.
Ahora tenía a tanta gente en su interior…, literal y figuradamente. Jason Singletary estaba allí. Como Mael Mag Och. Era como si al haberse perdido a sí misma, su memoria, se hubiera convertido en un recipiente para llenar de otros. Quizá era como estar poseída, o sufrir un desorden de personalidad múltiple. Ahora había muchas ella. Esta Nilla, la que se acercó a Mike y se inclinó sobre él, forzando la protección de su espacio personal, no era la más oscura del grupo. Pero estaba cerca.