—Prosiga —le dijo la entrevistadora a la chica. Una soldado, quizá cinco años mayor que la chica que estaba al otro lado de la mesa. Sirvió un vaso de agua y se lo dio a su entrevistada.
La chica tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el estómago, como si tuviera nauseas. Ni siquiera miró el agua.
—Los perros hicieron pedazos a Charles, supongo. Los desgarraron en trozos. Intenté enfrentarme a ellos, pero no me hacían caso, me ignoraban. De algún modo lo notaban. Sabían que Charles estaba muerto y lo odiaban. A mí me gustaban los perros, ¿sabe? De verdad.
La chica no estaba llorando, pero se enjugó la cara. Tal vez hacía calor en la sala y estaba sudando.
—Ojalá no hubiera echado a Nilla del coche —dijo la chica—. Quizá ella podría haberme ayudado.
—¿Nilla? —preguntó la entrevistadora—. ¿Quién es Nilla?
La cara de la chica se endureció como el hormigón y fulminó con la mirada a la entrevistadora.
Por algún motivo, tal vez un pálpito o una punzada de intuición, Clark se acercó más al cristal.
La quimio no está ayudando. Laetril, interferón, terapia génica, mega-antioxidantes: nada. Pronto pasaré al ojo de tigre y a la cirugía psíquica. [Notas de laboratorio, 30/10/02]
Ella no llegó a perder la conciencia por completo en ningún momento. No podía ni siquiera desmayarse.
El dolor la constreñía a un campo visual reducido, como mirar a través de las lamas de una cortina veneciana. El resto de su visión estaba ocupado por una oscuridad sólida. Cuando cerró los ojos de nuevo, la energía zumbaba, crujía y chascaba a su alrededor.
«Mael —pensó—. Mael, no te he traicionado. He intentado hacer lo que me pediste».
Nilla
—contestó él, pero ella apenas podía oírlo—.
Nilla, ¿qué te ha pasado?
Notaba su cuerpo como un trapo retorcido. Crestas e hilos de dolor atravesaban su abdomen, la carne y el hueso separados uno del otro, los órganos pinchados y desinflados. Los músculos de su estómago colgaban laxos e inservibles. No podría haberse levantado ni con ayuda.
Bajo su cabeza el constante zumbido y traqueteo de las ruedas de la furgoneta del espacio sobre el asfalto le repercutían dolorosamente en los dientes, convertían sus ojos en gelatina deshecha. Incluso el cerebro le dolía. No podía respirar, que tampoco le hacía falta, pero se hubiera sentido infinitesimalmente mejor si hubiera podido exhalar un largo y lúgubre lamento.
—La has cortado en pedazos. No hay pulso, Rick. No respira. ¡Está muerta!
—Si fuera una de ellos, estaría en pie y abalanzándose hacia nuestras gargantas. Tan sólo mantenla con vida el tiempo suficiente para que podamos deshacernos de ella fuera de los límites de la ciudad. No me haré responsable si resulta que de verdad era de la Cámara. —Mellowman entró en su campo visual. Bajando la vista hacia ella, su cara se volvió apretada y porcina.
—Escucha, mi pequeña madalena. Si te mueres en mi furgoneta, dispararé a tu cadáver —dijo él.
—Vuelve aquí, ¿vale? Ya es bastante difícil hacer esto mientras estamos en marcha. Dios, ¿podemos ir un poco más despacio? —Algo afilado penetró la carne del bíceps de Nilla. Una aguja hipodérmica. De entre todas las cosas inútiles. Intentó sonreír un poco y se sorprendió al descubrir que tenía escaso control sobre sus músculos faciales.
—Muerta y una mierda, mira eso. —Mellowman miró intensamente a Nilla—. Le gusta, lo que sea que le has puesto en el brazo le gusta.
—Es sólo un reflejo, Rick. No te emociones.
Mellowman negó con la cabeza.
—¿Para quién trabajas, señorita? ¿Quién te envía? Hacerte la muerta no te va a salvar de una paliza. ¡Respóndeme, cabrona! —Se inclinó hasta estar tan cerca que ella podía oler la peste de salchichas con ajo en su aliento—. ¡Sé que me oyes, estúpida!
Cuando ella no contestó, él apretó los labios y dejó que saliera un pegote de baba de su boca, justo sobre su cara. Oscilaba adelante y atrás, amarillenta y con burbujas. Ocupaba todo su campo visual, e instintivamente ella volvió la cabeza para evitarla.
Él sorbió apresuradamente la baba.
—¡Te he pillado! —gritó él, y luego empezó a darle puñetazos.
Ella se relajó, tanto como se lo permitieron los músculos que le quedaban. El dolor seguía golpeando en su costado, tan rítmico y poderoso como las olas rompiendo. Su cuerpo se sacudía como un perro atado con una correa cada vez que él la golpeaba.
Luego, paró.
Nilla, me cuesta encontrarte, ¿dónde estás muchacha?
Oía a Mael llamándola, pero a través del dolor su voz era una pequeña luz flotando a lo lejos, en un océano envuelto en bruma. Carecía de los recursos para contestar.
¡Nilla! Apenas puedo percibirte ahí fuera. ¡Háblame!
Más tarde, pero todavía faltaba bastante para el amanecer. Veía la oscuridad a través de la luna trasera de la furgoneta. Ocasionales arpegios de luz cuando pasaban bajo las farolas, un
pizzicato
de destellos rojos cuando se cruzaban con otro coche, pocos y lejanos. Mike, el de las agujas, la había cogido entre sus brazos y la sacudía adelante y atrás. Quizá tratando de despertarla. La envolvió en una manta cuando la furgoneta redujo la velocidad y frenó lejos de las luces. Se abrieron las puertas de atrás y fue empujada y arrastrada sobre tierra removida. Sentía el humo de la furgoneta en la pierna, caliente y seco.
El desierto por la noche: íntimo o claustrofóbico, tú eliges. El opuesto total del interminable vacío de las horas diurnas. La oscuridad, casi absoluta, se acercaba para compartir tu calor. Los pocos sonidos eran lastimeros y amables.
—Bienvenida a Arizona, madalena. Hogar de los jodidos y atestado de ellos —le gritó Mellowman, con la cara muy cerca de su oreja. No podía sujetarse por sí misma. Si Mike la soltaba, sabía que se caería.
—Voy a dispararte de nuevo. Esta vez en la cabeza. Si eso sigue sin matarte, te enterraremos en una tumba poco profunda. Si escarbas y sales, entonces volveré y dispararé otra vez, hasta que funcione.
«Hazte… hazte invisible», pensó Nilla. Pero eso estaba fuera de su alcance, por mucho. Le faltaba la energía necesaria. No tenía energía ni para gritar.
Mike la dejó en el suelo, apoyándola contra el lado de la furgoneta. El tercer tipo, el nervioso, ¿era el que iba conduciendo?, debía de ser el que conducía, saltó de la parte de atrás con una pala en la mano.
—Venga, «Termita», ponte a ello —le dijo Mellowman. Él salió rápidamente del campo visual de Nilla, pero lo oía cavando bastante cerca—. ¿Sabes por qué lo llamamos Termita? No, no puedes saberlo. Le gusta ir deprisa, a nuestro amigo Termita, y cuando va lo bastante deprisa sus dientes rechinan. ¿Has oído hablar de las bocas podridas por el cristal de anfetamina? —Al no decir ella nada, él continuó. Era evidente que había que matar el tiempo hasta que le dispararan. Lo cual sólo hacía que empeorara el miedo—. Así que Mike
Morfina,
nuestro famoso amigo médico, decide que lo mejor que se puede hacer es poner un trozo de madera en la boca de Termita cuando está acelerado. De lo contrario rechinaría los dientes hasta que se convirtieran en polvo. Nosotros tres nos cuidamos unos a otros, ¿entiendes? Así que esta idea de Mike funciona de maravilla salvo por una cosa. El primer trozo de madera que le metimos, lo mordió hasta atravesarlo. Así que conseguimos un trozo tan grande como tu dedo gordo. Desapareció en un día. La mayor parte se había convertido en serrín. Mike dijo que tal vez deberíamos dejarlo, pero yo imagino que, joder, el hijo de puta necesita la fibra.
Mellowman estalló en explosivas carcajadas por su propio chiste. Se arrodilló cerca de ella y sacó uno de los botes envueltos en plástico de su canana. Lo abrió con el pulgar y salió un complejo olor a tierra y mofeta. Un olor vegetal. Sacó una porción de un material verde, hojas, y se lió un cigarrillo. Lo prendió y le echó el humo a la cara.
—Ya no queda mucho más. ¿Te apetece hablar?
Ella dejó que los globos oculares se le relajaran en las cuencas. No tenía sentido mirar nada. No había nada en ese pequeño retablo que pudiera salvarla.
—No espero que te apetezca. A alguna gente le gusta hablar cuando llegan a este punto, eso es todo, confiesan cosas como que eran curas o algo así. Yo ya he estado aquí antes, ¿sabes? He tenido problemas como tú antes. No tanto como para que se haya convertido en una costumbre. ¿Quieres darle una calada a esto? Tal vez, bueno, tal vez, madalena, quieres saber cómo es estar con un hombre. Ya sabes, la última vez.
Ella volvió a enfocarlo con la mirada y se sorprendió por lo que encontró en su cara. Parecía interesado de verdad.
¿Cómo era eso siquiera posible? Para empezar, ella estaba muerta, y más allá de eso, la mitad de su cuerpo había sido destrozado con la explosión de su escopeta. Y él seguía deseándola sexualmente. Recordó la vez que ella le había rogado silenciosamente a Charles que la tocara, que la deseara. Eso debería sentarle bien, o al menos resultarle reconfortante. Pero por supuesto no era así. Estaba asustada, asustada de que no quedara nadie para salvarla. Asustada de que el fin de su mundo hubiera llegado.
Podía suplicar por su vida, pero eso estaba más allá de lo inútil: una persona como Mellowman querría que ella sufriera, que rogara, y cuanto más lo hiciera, más querría él. Podía pedir lo que quería de verdad y quizá, sólo quizá, lo conseguiría.
—Mmm, mmm —resopló ella—. Hambre. —Se oyó como una larga exhalación.
Mellowman se encogió de hombros.
—Sí, lo que tú digas. Entonces supongo que una mamada es impensable.
Era una broma, le pareciera divertida o no a ella. Aunque al parecer era en serio lo de concederle su última petición, o tal vez no le importaba. Mike entró en la furgoneta, ella notó como se balanceaba contra su espalda mientras él se movía dentro, y salió con medio sándwich. Ternera en conserva a juzgar por el olor. Él lo sostuvo cerca de su boca, pero ella no podía ni usar las manos, ni siquiera podía levantar los brazos. Mike tuvo que darle de comer, desmenuzando los ingredientes, cortando la carne con los dedos. Sus movimientos cerca de ella eran respetuosos, casi dulces. Quizá habría sido diferente si hubiera sabido que los trozos de carne eran mucho menos apetecibles que sus dedos. Ella logró no morder la mano que le daba de comer. Cuando acabó, Mellowman le ordenó a Mike que la levantara y la trasladara, y la cogió con las manos por las axilas, a la fuerza.
Nilla.
La voz de Mael sonaba distorsionada en su cabeza, borrosa desde el otro extremo. La irritaba, le hacía cosquillas en una esquina del cerebro, en la parte de arriba del lado izquierdo. Sentía el zumbido en los dientes.
Nilla, Dick está en la carretera, yendo hacia ti, pero dudo que llegue a tiempo. Puedo intentar otra cosa, pero no hay garantías, muchacha. ¿Lo comprendes? Es posible que no pueda sacarte de ésta.
Ella comprendía. Estaba agradecida de que él estuviera con ella al final.
Mike y el otro, el tipo nervioso, la bajaron al fondo de una tumba, un agujero en la arena de unos treinta centímetros de profundidad. La mitad del sándwich que se había comido le había devuelto un poco de fuerza, en cualquier caso la suficiente para sentarse.
Mellowman abrió su escopeta e introdujo un par de cartuchos. Cuando él la apuntó con los cañones, su otro ojo estaba abierto de excitación. Iba a disfrutar con esto, ella lo vio, y estaba segura por la manera en que él la miraba, eso y ninguna otra prueba de que de toda la gente que él había matado y enterrado en tumbas improvisadas antes, ninguna había sido una mujer.
Mellowman colocó el extremo de la escopeta contra su frente y se preparó para aguantar el retroceso. Nilla había estado en esta situación antes. «Hazte invisible», se dijo a sí misma, pero no podía. El sándwich no había sido suficiente, no había reforzado su energía lo bastante para permitirle hacer eso.
No obstante, su mente siguió trabajando, sin importarle lo agotado que se sentía su cuerpo. Su mente seguía rascando, rogando, suplicando. Seguía haciéndole una pregunta: ¿y si la bala no la mataba, pero la enterraban de todas formas? ¿Y si tenía que pasar el resto de su vida en un tumba, incapaz de escapar y, todavía peor, incapaz de perder la conciencia?
Mellowman curvó el dedo sobre el gatillo de la escopeta. Comenzó a apretar.
Después se detuvo. Sonaba música en alguna parte. Amortiguada, cada vez más intensa a medida que se abría camino por la tela de su cazadora vaquera, la música ascendía del pecho de Mellowman.
—Oh, joder, no, ahora no —se quejó él—. No, no este tono. ¡Maldita sea! La Cámara puede esperar cinco putos minutos, ¿no?
Bajó el arma y sacó un móvil rojo, blanco y azul del bolsillo interior de su cazadora. Lo miró como si estuviera sujetando un coprolito. Algo exótico y raro y repugnante.
Lo abrió y empezó a hablar.
Malos resultados de la extirpación del riñón, pero la codeína fue inventada para noches como ésta y el murmullo de la máquina de diálisis es el ruido sordo perfecto. Ahora duerme pacíficamente. Ojalá pudiera decir yo lo mismo. [Notas de laboratorio, 01/11/02]
Vikram tecleó una contraseña en su teclado y se abrió una ventana en el monitor principal. Imágenes de satélite de las montañas Rocosas recibidas en tiempo real de los pájaros más nuevos y sofisticados de OSR. La pantalla mostraba en ese momento una imagen compuesta de colores de muestra de datos procedentes de un Landsat de infrarrojos que funcionaba a través de un codec que lo ajustaba a la imagen tradicional de un satélite espía Keyhole.
—Increíble, ¿y cuánto tiempo dices que tienen estas imágenes?
—Sólo uno o dos segundos, y el retraso se debe al tiempo que tardan los ordenadores en procesar y presentar las imágenes. En unos minutos aparecerá por el horizonte un satélite Lacross, y me han prometido que después podré empezar a montar imágenes estereoscópicas. Imágenes tridimensionales.
Bannerman Clark negó con la cabeza. Apenas se lo podía creer. La última vez que había visto datos suministrados por satélite había sido en la Tormenta del Desierto. Por aquel entonces las imágenes de los satélites se habían de revelar, se obtenían en película fotográfica de verdad, se tomaban en un plazo de horas y luego se procesaban en un laboratorio. A veces llevaba horas conseguir una imagen, o días si las áreas no eran coincidentes.