Él tragó un sorbo de cerveza. Tiró la lata al suelo arenoso, donde burbujeó durante un momento como una llama extinguiéndose.
—¿Mellowman? ¿El Termita?
Ella sonrió, mostrándole los dientes. ¿Tenía trozos de piel y carne entre los incisivos? No le importaba. Barajó la posibilidad de decirle que fuera a comprobarlo él mismo. Engañarlo y encerrarlo con el Termita en la cueva. Dejarlos morir de hambre y ver cuál de los dos se comía al otro primero.
Pero los muertos no conducen. Necesitaba un chofer.
—Ya no serán un problema para nosotros. ¿Podemos irnos o necesitas despejarte primero? —preguntó ella. Le puso un dedo bajo la barbilla. Sabía que era imprescindible establecer la jerarquía. Él tenía que saber quién estaba al mando. Localizó el latido en el cuello y lo tocó con el dedo rápidamente. Al ritmo de su pulso.
Se sentía tan bien, tan fuerte. Cuando él le preguntó adónde se dirigían, se abrochó el cinturón de seguridad y le dijo que fuera al este.
Habían recorrido veinticinco kilómetros, de camino a Salt Lake City, cuando un helicóptero sobrevoló tan bajo por encima de ellos que la furgoneta se sacudió sobre las ruedas.
—¡Mierda! —chilló Mike, la palabrota salió de sus labios a la vez que intentaba controlar el volante. Pisó el freno y se detuvo en el arcén.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió Nilla—. Vuelve a la carretera.
—¡Nos han visto! —Mike se mordió el labio—. Tal vez deberíamos abandonar la furgoneta. Quizá podemos ir por el desierto a pie, aunque por la noche hace frío y apareceremos en los infrarrojos. ¡Mierda!
—¿De qué estás hablando? No era más que un helicóptero. Probablemente tienen cosas más importantes de las que preocuparse que nosotros.
Mike negó con la cabeza.
—Mira, tienes que entender lo que está pasando. Éste era el plan de Mellowman. El ejército ha ofrecido una recompensa por capturarte. Cincuenta de los grandes, pero sólo si estás viva. Ésa es la única razón por la que no te mató cuando tuvo la oportunidad. Tenía que reunirse con un tipo del Pentágono en la cueva y cobrar la recompensa. No sé si están aquí por la cita y han encontrado el cadáver o tal vez ya están vigilando la zona. En cualquier caso no nos dejarán marcharnos sin más.
El ejército había puesto precio a su cabeza. Si la atrapaban, no tendría ninguna oportunidad. Nilla recordaba al hombre de uniforme militar, el que había estado cerca para supervisar su ejecución. Ella sólo tenía un buen truco y él ya lo había visto; estarían preparados cuando la señorita desapareciera.
—Vuelve a la carretera —dijo ella—. Apaga las luces. No habrá tráfico.
—¡De ninguna manera! Ya nos han pillado. Lo único que podemos hacer es rendirnos y esperar que no nos disparen a la primera oportunidad.
Ella cogió su antebrazo y se metió la muñeca en la boca. Mordió, fuerte, pero no lo bastante para atravesar la piel.
Mike captó el mensaje.
Fundieron la carretera acelerando todo lo que podía la furgoneta del espacio, virando de un lado al otro como un barco. Sin los faros, parecía que la furgoneta podía caer en picado en el espacio interestelar. Nilla cogió un mapa de la guantera y lo estudió a la luz de un encendedor Zippo que había encontrado debajo.
—Vale —dijo ella—. Vale, podemos hacerlo. Ya los he despistado antes. Al norte de aquí está la autopista Bonneville. Claro, las Salt Flats, ¿verdad? —Recordaba aquello. Recordaba los coches propulsados por cohetes haciendo récords de velocidad en tierra, pero no podía recordar su nombre. Tendría que pensarlo con más detenimiento en otro momento, decidió—. Tiene que haber algunos edificios por allí. Algo cubierto. Gira a la izquierda más adelante.
—¿Dónde? No veo nada.
—¡A la izquierda! —gritó ella cuando él comenzó a invadir el carril derecho.
Giró con brusquedad, tal vez pensando que ella había visto una salida que él había pasado por alto. La furgoneta del espacio salió de la carretera dando un bandazo tremendo. El Zippo rozó el mapa y el mapa ardió en llamas. La furgoneta perdió tracción y se inclinó a un lado. Iban a cien kilómetros por hora, probablemente más.
La furgoneta dio al menos una vuelta de campana mientras él era presa del pánico y ella gritaba, pero Nilla no habría podido decir cuánto tiempo tardó el vehículo en derrapar, deslizarse y sacudirse hasta detenerse. Sintió que el alma abandonaba su cuerpo, de manera parecida a como lo había hecho cuando estaba inmovilizada en el hospital, en la época en que creía que todavía estaba viva. Notó su alma inclinarse adelante y atrás en el interior de la furgoneta, como una semilla en una maraca, uno de los dos dados en el interior de la mano de un jugador. Vio fragmentos del mapa en llamas bailotear en la cabina giratoria, vio la cara de Mike volviéndose para mirarla, moviendo la boca, formando palabras, pero ella no las oía.
«Relájate —se dijo. Sus extremidades se aflojaron como si fueran de goma mientras rebotaba de un lado al otro en el interior de la furgoneta. Su cuerpo se agitaba como si fuera una muñeca—. Relájate».
Luego la furgoneta golpeó el suelo con fuerza y derrapó unos treinta metros sobre el lado, con unas lluvias de chispas volando por los aires cada vez que topaban con una roca. Finalmente se detuvo. Nilla rebotó un poco dentro del abrazo protector de su cinturón de seguridad, pero estaba bien.
Miró al desierto iluminado por las estrellas que estaba al otro lado del parabrisas destrozado. Todo se había detenido. Miró hacia abajo, al lugar en que Mike estaba sentado en el asiento del conductor. No estaba allí. Rebuscó en su memoria, tratando de comprender qué podía haber pasado. Se acordó de que él no llevaba el cinturón de seguridad. Había un agujero en el parabrisas, una abertura irregular oscurecida por la sangre que chorreaba.
Con cuidado, intentando evitar las montañas de cristal que parecía haber por todas partes, Nilla se soltó y salió del lugar del siniestro. Un helicóptero pasó por encima de su cabeza a gran velocidad mientras ella estaba allí, mirando a un lado y a otro, buscando a Mike. Se internó en la oscuridad y la sal crujió bajo sus pies.
Antes o después acabaría por encontrarlo.
Había salido despedido por el parabrisas en el impacto y su cuerpo se había deslizado sobre la crujiente y suave escarcha de sal unos cien metros. A juzgar por las hendiduras del terreno tenía que haber rebotado como una piedra sobre la superficie de un lago.
No regresaría. Los fragmentos de cristal roto se habían clavado en su cabeza como una corona sangrienta. Nilla notó cómo le bajaban los hombros, una cierta tensión la abandonaba.
A su espalda oyó el sonido de camiones grandes rugiendo en su dirección. Más adelante, otros dos helicópteros se acercaban lentamente y volaban en círculo alrededor de ella, sus luces apuñalaban el desierto sin encontrarla.
Nilla todavía estaba cargada de energía. Se volvió invisible.
Los libros que pedí en Amazon la semana pasada (por un capricho, ¡sólo un estúpido capricho!) han llegado. Debería devolverlos sin pensar. Esto es una estupidez total. Ni siquiera lo pensé, tan sólo seleccioné todos los de la lista con un clic.
La llave menor de Salomón,
la grande estaba pedida.
¿La boda alquímica
de Christian Rosenkreutz? ¿Eh?
¿Mágiak sin lágrimas?
Bueno, no nos vendrían mal algunas lágrimas menos por aquí, pero puedo pasar sin esa «k» superflua. Para salvarla tengo que dejar de creer en todo lo que alguna vez me ha importado, tengo que desaprender lo que creía que sabía. [Notas de laboratorio, 09/01/04]
—He estado buscando a esta chica desde que comenzó la epidemia —dijo Clark—. Ahora usted la encuentra ¿y se olvida de contármelo durante casi un día entero?
El civil miraba adelante. Estaba tan fuertemente atado a su asiento de pasajero que no podía volver la cabeza.
—A veces puedo ser un dios iracundo, Bannermann, pero otras veces le tiro un hueso a mi mascota preferida. No hagas preguntas, a mí no.
Clark sabía cuándo desistir. Esta furia era nueva, estaba acostumbrado al cinismo del civil, pero la ira era nueva. Clark se quedó callado. Por desgracia, eso lo dejaba con sus pensamientos como única compañía.
Tan cerca, y algo tenía que salir mal. Bueno, siempre salía mal algo, ésa era la regla general de la guerra. Clark incluso había contado con que algo fuera mal en sus planes, llevaba más hombres y material del que necesitaba para recoger a un prisionero. Sin embargo…
Esto era un fastidio monumental.
El civil le había puesto a Clark la oportunidad de su vida delante. Un individuo relacionado lejanamente con la Cámara de Comercio de Las Vegas había capturado a la chica. Estaba dispuesto a entregársela a Clark a cambio de un billete gratis al este, con escolta militar, y cincuenta mil dólares. El civil lo había arreglado todo. Ésos eran los detalles que Clark tenía y, al parecer, todos lo que el civil estaba dispuesto a revelarle. Tenía que bastar, insistió el civil. Él quería a la chica y ahora la tendría.
Salvo que cuando llegaron, la chica había desaparecido, al parecer tras haber asesinado a todos sus captores. No sabían cuánto tiempo había transcurrido desde su huida. No sabían por dónde se había ido. No sabían adónde se dirigía. Pero ella sabía que la perseguían y, por lo tanto, estaba en guardia.
—Hay dos muertos aquí, señor —dijo un soldado, asomándose por la puerta abierta del helicóptero. Clark cerró su portátil y asintió. Miró más allá del soldado y vio la entrada de una cueva. Una puerta de barrotes estaba arrancada de sus bisagras.
—Uno de ellos parece que ha sufrido una sobredosis —prosiguió el soldado—. El otro cadáver está parcialmente consumido.
Clark exhaló un largo suspiro de insatisfacción. Estar tan cerca…
—Entiendo que no hay señales de ninguna mujer. —El soldado hizo ademán de contestar, pero Clark levantó una mano para detenerlo—. No es una pregunta que requiera respuesta. —La chica había estado allí, literalmente, allí mismo, no hacía ni una hora, probablemente menos. Clark estaba casi preparado para organizar su ofensiva en la localización de las montañas, el epicentro. Tenía las tropas, los recursos. Pero hasta que no comprendiera el papel de la chica en la epidemia, hasta que no supiera qué significaba ella, no estaría psicológicamente preparado. No comprendería los términos del combate. No contaría con un marco de referencia para saber en qué se estaba metiendo. La chica era la clave—. No tiene buenas noticias para mí, ¿verdad? Ella no ha dejado nada que nos pueda ayudar a encontrarla.
—No, señor —respondió el soldado. Nadie esperaba que lo hubiera—. Salvo… Permiso para añadir algo, señor.
—Concedido, por supuesto.
El soldado de la Guardia Nacional se mordió el labio.
—Aquí no hay vehículos, señor, estamos a mucha distancia de cualquier lugar habitado. No sé cómo podrían haber llegado estos dos cadáveres aquí sin un vehículo. Quizá alguien los trajo, pero yo no querría quedarme atrapado en este lugar, tan lejos de la población sin una vía de escape. No con los muertos campando por aquí y demás, señor.
Clark le sonrió al joven. No era muy profesional, pero no pudo evitarlo. Bajó de un salto de la cabina del helicóptero, le dio una palmada al soldado en el hombro y fue a la carrera al área de operaciones. Los soldados estaban ocupados sellando los cuerpos en bolsas para restos humanos tipo II y tamizando la arena en busca de pruebas forenses. Se trataba de un ejercicio estándar de limpieza tras una cita fallida. Estaba a punto de convertirse en algo muy distinto.
Se acercó al grupo de soldados que estaba cerca de la entrada de la cueva y les preguntó si alguno de ellos era cazador. Una lo era, una chica de dieciocho años de Littleton solía ir a cazar con su abuelo.
—¿Ve huellas por aquí, la clase de huellas que dejaría un vehículo? —preguntó él. No era necesariamente el tipo de cosa que un cazador de ciervos sabría cómo buscar, pero necesitaba la información inmediatamente.
Ella se tomó un momento para comprobarlo. Clark esperó, intentando ser paciente.
—Quizá, señor, supongo… Hay algunas huellas de ruedas, son bastante borrosas, por aquí mismo, señor —dijo ella, e hizo un gesto con la mano. Indicaba un camino entre la cueva y la carretera. A su señal, ella siguió la ruta al trote y regresó de inmediato, con la respiración ligeramente entrecortada—. Parece que alguien ha salido quemando las ruedas. Hay caucho en la carretera, en dirección al este.
—Sargento Horrocks —gritó Clark, y el sargento de la sección levantó su enmarañada cabeza blanca para mirarlo—. Prepare a su gente para partir, tenemos un objetivo que perseguir. —No se quedó para ver cómo su subordinado ordenaba el caos. Tenía que regresar al helicóptero, regresar al lugar donde podía estar por encima de las cosas.
Un coche, una furgoneta o un camión, un vehículo terrestre. Estaría atrapado en las carreteras y sólo había una importante en los alrededores, una autopista principal. Los cuerpos que habían encontrado en la cueva todavía estaban calientes, incluso en el frescor de la noche.
Todavía tenían una oportunidad.
Diez minutos más tarde y a treinta metros de la superficie, el civil vertió una pequeña petaca de plata en su boca y miró a través de las ventanillas del helicóptero la oscuridad a sus pies.
—No veo una mierda —dijo irritado.
El copiloto se inclinó hacia atrás para mirarlos a la cara.
—Señores, tenemos confirmación visual del objetivo en la autopista, pero ahora ha desaparecido. Debe de haber abandonado la carretera principal, señores.
—Prepare los equipos de tierra. Haga un barrido de la zona con infrarrojos y el
zoom.
—Eso no la localizaría, por supuesto. Estaba muerta y no generaba calor corporal, así que los infrarrojos serían inútiles. En cuanto a las gafas de visión nocturna, bueno, te ayudaban a ver cosas en la oscuridad, pero no las cosas que se podían volver invisibles.
Gracias a Dios tenía un as en la manga. En las condiciones actuales iba a ser casi imposible.
La adrenalina se propagó por los músculos de su espalda produciéndole un ligero dolor. No había estado así de nervioso desde la caída de Denver.
—¿Y qué es exactamente lo que ella te dará cuando la encuentres? —preguntó el civil.
—Espero que me lo diga ella. —Una ventana con imágenes, proyectada por las cámaras de infrarrojos, se abrió en el portátil de Clark—. Bájenos en esta localización —dijo Clark, metiéndose entre los asientos del piloto y el copiloto—. Parece que el objetivo se ha parado por completo. —La furgoneta estaba volcada de lado, cubierta de colores en las zonas donde estaba fría y caliente. Parecía que estaba mal, rota. Las llamas danzaban en sus ventanillas.