Otros, otra gente muerta, se habían reunido en un pedregal que estaba bajo la cresta. Se mantenían alejados unos de otros sobre un terreno plagado de líquenes y pinos enanos que latían de energía, pero no trataban de devorar esa vida. Permanecían inmóviles, con las caras levantadas al cielo para atrapar la fina lluvia de luminosidad de la estrella caída. Cuando se internó entre ellos, no dieron muestras de percatarse de su presencia. Estaban demasiado atareados estudiando el cambiante resplandor, alimentándose de él. Uno de sus rayos tocó a Dick, y aunque era mentalmente incapaz de sorprenderse, su cuerpo todavía podía sentir el impacto. Notó como si le hubieran arrancado algo, como si lo hubieran quemado. El hambre había desaparecido. Cuando esa luz lo alcanzó, se llevó el hambre con ella. Le infundió una corriente de energía firme y constante, la energía que necesitaba para proseguir con su existencia. Más que suficiente.
Era como el resplandor de la mujer en el coche, como el aura dorado de la vida humana. Salvo que… no. Mejor dicho, el aura humana era como la luz de la estrella caída. La radiación que lanzaba sobre él era a la vez más pura y más real. Lo nutría, lo calentaba. Quería correr ladera arriba y saltar al interior de esa luz. Rendirse a ella, fundirse con ella.
Pero cuando se aproximó más, la calidez que sentía se volvió calor. Verdadero calor. Podía notarlo zumbando en su interior, abrasando cada célula de su cuerpo. Dio un paso más y saboreó el humo en la garganta. Veía oscuras siluetas delante de él. Cadáveres carbonizados, achicharrados, trozos de carne renegrida entre andrajosos restos de ropa. Comprendió de una forma primaria, carente de palabras. Lo mismo que lo alimentaba podía consumirlo si se acercaba demasiado. Estaba en una zona gris, un plano entre el confort y la aniquilación instantánea, y permanecer allí significaba dolor.
No importaba. Retrocedió. Era suficiente con quedarse a una distancia respetable y dejar que la estrella caída lo reconfortara. Bastaba para descansar. Descansar y contemplar el espectáculo de luz. Era lo que siempre había querido, lo más hermoso que había visto en vida o muerto.
Estaba tan absorto en las chispeantes formas de la luz, transfigurado como alguien puesto de ácido observando las profundidades de una lámpara de lava, que apenas se percató del momento en que apareció un rectángulo amarillo en los edificios que había más allá de la estrella. Se abrió una puerta, que dejó salir ruidos y movimientos humanos. Un hombre, un hombre vivo, se presentó allí con un micrófono en la mano. Dick mostró los dientes por instinto, pero no tenía necesidad de atacar al hombre. La luz de la estrella caída le había dado eso, una especie de serenidad.
—Buenas noches —dijo, su voz amplificada por altavoces colgados de poleas en el círculo de las estatuas de los reptiles. Algunos de los muertos allí aglutinados, como Dick, levantaron la vista. La mayoría, no—. Esta noche veo algunas nuevas… nuevas caras. Bienvenidos. Ojalá pudiera hacer algo más por vosotros. De verdad. Nunca sabréis cuánto lamento…
Su voz se quebró con un ruido de ahogo. Un gemido. El hombre regresó al interior de su casa. Sonaba música por los altavoces, música clásica ligera, Mozart, aunque Dick no podría haberlo distinguido. La música no significaba nada para él. Él ya tenía todo lo que quería.
El hombre volvió la noche siguiente. Cada noche. La música cambió. Las súplicas no. Dick se irritó con el hombre durante un tiempo. Finalmente, aprendió a ignorarlo, a no levantar la vista cuando se encendían las luces.
Era una especie de existencia perfecta. Se sentía arropado y satisfecho. Dick podría haberse quedado allí para siempre.
En un amanecer sin tiempo, mucho después de que la música hubiera acabado, Dick se quedó petrificado en el mismo lugar donde se había parado la noche anterior a pesar de que el rocío descendía por su cara y sus músculos estaban rígidos y doloridos. Nada lo molestaba. El sol ascendente no podía superar los rayos de vida y felicidad que recibía. No obstante, algo había cambiado, algo sencillo, algo que no costaba echar en falta. Estudió la estrella caída para tratar de detectar de qué podía tratarse y sintió que la estrella lo miraba a él.
Era más que un mero percibirlo. Estaba mirándolo activamente. Tenía una conciencia e incluso una especie de voz, a pesar de que sus palabras estaban hechas de luz. Dick había sido incapaz de comprender el discurso del hombre la noche anterior, pero esas palabras tenían todo el sentido del mundo para él. Al rato, la conciencia de la estrella tomó forma, una cierta forma refulgente que denotaba una figura humana y a la vez estaba hecha íntegramente de rayos de luz. Alargó los dedos que se extendieron sobre la ladera y rozó lo que quedaba de los hombros de Dick.
«Sí», pensó la forma, y Dick la oyó suspirar. Había otros, le dijo. Otros que estaban más cerca, o tal vez mejor equipados para llevar a cabo la tarea (qué tarea era una pregunta y Dick estaba más allá de las preguntas). No obstante, Dick poseía una cierta cualidad en su aspecto. Una fealdad suprema, un aspecto horroroso. Su cuerpo maltrecho podía inspirar miedo, más miedo que cualquier otro cadáver entero.
Dick a duras penas podía ofenderse por la idea. Se sentía más honrado que cualquier otra cosa, honrado de haber sido escogido por esta forma perfecta en el corazón de la estrella caída. En el medio de la Fuente.
La forma había dicho que podía ser útil. Le dijo que abandonara el valle de la estrella. Dick carecía de la voluntad para rehusar la petición, y en cualquier caso la forma no estaba pidiéndoselo. Él haría su voluntad. Hasta el concepto de elección estaba más allá de su alcance.
Una parte de él, una parte profunda, sintió pesar y melancolía, pero eso no le impidió darle la espalda al hermoso y cálido resplandor. Sin una palabra, sin una protesta, se dio media vuelta y abandonó la colina y se dirigió a los valles que había más abajo.
El agua embotellada será gratuita. También tiene derecho a coger comidas precocinadas en su tienda de comestibles más cercana. Los menús y opciones serán escogidos o aprobados por el representante de FEMA de la zona. Por favor, háganos saber sus restricciones alimentarias. [Emisión adicional de FEMA para los individuos trasladados, 31/03/05]
—Vaya mierda de plan, Nilla. —Charles cogió el mapa de sus manos. Una esquina se rasgó—. Mira, ahora está roto. ¡Esto es tan absurdo!
Nilla miró adelante por el parabrisas. La carretera que habían estado siguiendo, un carril parcialmente asfaltado, acababa en una intersección en forma de «T». No había señales ni ningún tipo de indicación de dónde se encontraban. Las llanuras cultivadas de Bakersfield habían dado paso a árboles y montañas a medida que se dirigían al norte y las carreteras habían empezado a escasear. No habían visto un ser humano ni un coche en media hora y ahora estaban oficialmente perdidos.
«Este», pensó Nilla. Debían ir al este. Salvo que no veía nada a través de los árboles. Ralos pinos y altísimos álamos se aglutinaban en ambos márgenes de la carretera. Este. Salvo que habían dado tantas vueltas y cambiado tantas veces de carretera que no sabía en qué dirección miraba, mucho menos dónde estaba el este. Sintió que algo se agitaba en su tripa. Hambre, sí, por supuesto era hambre, siempre era hambre. Pero la familiar atracción la empujaba en una dirección concreta. Le estaba diciendo que fuera a la izquierda.
Nilla había aceptado el consejo de un hombre desnudo que seguramente era fruto de sus alucinaciones. Un mensaje de su estómago era igual de bueno.
—Por allí —dijo ella. Una de las pocas ventajas de no tener ninguna clase de memoria era que no podías recordar cuántas veces tus entrañas te habían dirigido erróneamente—. En serio. Por allí.
No se permitirá el acceso o la salida del área de cuarentena a nadie sin un permiso oficial impreso. Los que incumplan este requisito se enfrentarán a cargos criminales y posiblemente a la aplicación de fuerza letal por insumisión. [Advertencia para viajeros de FEMA para Las Vegas, NV, y Salt Lake City, UT, 31/03/05]
Tres horas y pico en un Airbus desde el Aeropuerto Internacional de Denver al Aeropuerto Nacional Ronald Reagan en un vuelo vacío, a excepción de Bannerman Clark y un par de alguaciles exhaustos que le echaron un vistazo y empezaron a pedir bebidas. ¿Cuándo había estado alguna vez en un vuelo a D. C. vacío? Se dio cuenta de que no había visto mucho la CNN desde que había comenzado el incidente, pero no tenía ni idea de que la gente estaba lo suficientemente asustada para mantenerse alejada de los aviones.
Al menos el vuelo tranquilo le dio a Bannerman Clark algo de tiempo para el papeleo que se le había acumulado desde que lo interrumpieron cenando en el Brown Palace. Sin embargo, no podía concentrarse y apenas había terminado ni un solo informe de incidente antes de darse por vencido y cerrar su portátil. En la vibrante cabina del avión no lograba desconectar su cerebro y las cosas seguían viniéndole a la cabeza, cosas que había olvidado, llamadas que debía hacer, listas que tenía que escribir. Entre tanto, una imagen no desaparecía de su imaginación. La cara de la chica seguía volviendo a él, el pánico de sus ojos. La cosa que había goteado de su nariz. El hecho de que fuera capaz de hablar. Ella tenía que significar algo. Ella estaba menos afectada por el patógeno que cualquier otra víctima que había visto u oído hablar. ¿Poseía una inmunidad natural? ¿O quizá estaba infectada con una cepa diferente del virus o bacteria o lo que fuera?
Había estado redactando una solicitud para que algunas tropas salieran a buscarla. No podía sacar a hombres y mujeres de sus barracones de cualquier manera, incluso un oficial al mando de Valoración Inmediata y Detección Inicial tenía que solicitar personal formalmente de su superior. Tenía acceso a algunos tipos muy prometedores, veteranos de Irak que habían estado de servicio como reservistas desde que regresaron y deberían estar descansados y preparados para un nuevo subidón de adrenalina. Luego Vikram había llegado para darle la noticia. Lo convocaban para una entrevista durante el desayuno en Washington con un civil de Departamento de Defensa.
Todo había acabado. La Valoración Inmediata era su especialidad militar, y la Detección Inicial ya había concluido. Su papel en la crisis había terminado. No lo lamentaba, la verdad. Había otra gente, gente mucho más preparada para lidiar con emergencias médicas de largo alcance lista para ocupar su lugar. Sencillamente no estaba seguro de qué haría a continuación. El mundo estaba en llamas y él sujetaba un cubo lleno de agua que no sabía dónde arrojar.
Cuando aterrizó en D. C., lo esperaba una limusina para llevarlo a un edificio de oficinas en Foggy Bottom. Estaba algo sorprendido de no ir a informar al Pentágono, pero tenía a sus espaldas toda una vida de no cuestionarse las órdenes para sofocar su incomodidad. Tras pasar un detector de metales y una inspección por parte de un perro fisgón y un hombre en camisa de uniforme que simplemente decía
APOYO CANINO
, se le permitió entrar. Momentos después estaba solo de nuevo en una oficina de la cuarta planta de madera de cerezo y sillas de oficina envueltas en plástico. Una montaña de unidades telefónicas multilínea sin auriculares había sido colocada debajo de una mesa de conferencias. En la cabecera de la mesa había una botella de agua fría y una caja de Marshmallow Peeps envuelta en celofán. Clark sabía que no eran para él. Decidió no tomar asiento, en su lugar se quedó de pie al lado de la ventana, mirando a través de las lamas de la cortina veneciana cómo los hombres de negocios en trajes oscuros o vestidos de manera informal, con vaqueros, se dirigían a sus diferentes oficinas como bolas de pachinko cayendo en los agujeros apropiados.
—Bannerman. Un nombre fantástico.
El hombre en el vano de la puerta tenía el tipo de complexión fuerte y la clase de mandíbula gris de un oficinista de la CIA, pero llevaba el traje oscuro, la corbata roja y un pin de la bandera norteamericana propios de alguien que suele aparecer en conferencias de prensa. Un subsecretario, seguramente, una de las luces principales del Departamento de Defensa, pero nadie que Clark conociera de vista. No le dijo su nombre. Se sentó en una de las sillas sin molestarse en quitar el plástico y abrió su botella de agua.
—Mírese. Veterano de múltiples guerras. Muy condecorado y con recomendaciones. Treinta y cinco años de servicio y todavía no es más que capitán. Creo que ambos sabemos por qué.
Clark cambió su gorra de plato de una mano a otra. No le importaba las confianzas que se tomaba el civil.
—Nunca me he cuestionado lo que me ha tocado en la vida. Simplemente cumplo las órdenes de mi gobernador.
—Nunca se ha casado, ésa es la razón. Al ejército le gusta promocionar a hombres casados. Eso significa que no son gays. Siéntese, por favor. Me molesta con su exagerado lenguaje corporal. —El civil abrió su caja de chucherías y se metió una en la boca—. Mi gran debilidad —le confió cuando se hubo tragado la masa amarilla—. Ha pasado menos de una semana desde Pascua, ¿cierto? No me importa si usted se acostaba con Freddy Mercury en los setenta. No me importa si le gustan las ovejas. Siéntese, he dicho.
Clark hizo lo que se le decía.
—Ahora están en Chicago, ¿lo sabía? Estamos cubriéndolo, pero allí es grave, muy, muy, muy grave. —El civil inspiró larga y profundamente y luego dio la orden. Casi parecía pedir perdón—. Mire, usted está fuera del caso, ya lo sabe. FEMA ha tomado el mando en California. Necesitamos flexibilidad y la capacidad para tomar decisiones rápidas que sólo son posibles mediante agencias civiles. El ejército es estupendo para hacer lo mismo cientos de veces y hacerlo bien cada vez. Pero esta vez necesitamos nuevas ideas. No me malinterprete, usted ha hecho un gran trabajo y nadie cuestiona su lealtad, pero esta, esta… cosa. Esto es grave.
—FEMA se encarga de California, hasta ahí he comprendido. ¿Qué pasa con Colorado? Ése es el estado que yo he jurado proteger.
—Sí, el teniente general de la COARNG ha conseguido quedarse con Colorado, guau. Tiene coroneles para poner a trabajar en ello y usted no está en la lista de candidatos. Pero ¿a quién le importa Colorado? No sé si se ha enterado, pero esos jodidos muertos están tomando Los Ángeles. A mí me importa Los Ángeles. Al presidente le importa Los Ángeles. Eso hace importante Los Ángeles. ¿Estoy en lo cierto?
—No. —Clark dejó como es debido su gorra sobre la mesa y la giró de modo que la visera mirara al civil.