Bleu había sacrificado a todas sus ovejas, lo había hecho ella misma. Ella… ella les había cortado la garganta. Las había degollado. Pero no debía de haberlas decapitado ni destruido sus cerebros. Demasiado aparatoso.
Ahora habían vuelto. La lana ensangrentada oscureció la visión de Dick, pero mientras el carnero partía la piel y los músculos de su brazo izquierdo, vio a la propia Bleu de pie, ante él. Le faltaban enormes trozos de carne del cuello y la garganta, de forma que su cabeza parecía flotar sobre su cuerpo como un globo sobre una cuerda de vértebras. Ella no dijo nada al inclinarse sobre él, abriéndose camino entre las ovejas a empujones. No dijo ni una palabra.
¿Posee América armas suficientes?
Las prohibiciones de armas de asalto y los congresistas que las odian [Revista
The Economist,
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Parpadeantes ráfagas de luz iluminaron las ventanas del hospital mientras los equipos del SWAT iban de sala en sala buscando rehenes y disparando a cualquiera que pareciera sospechoso. Bannerman observaba desde la parte de atrás de un coche patrulla, tratando de no levantar la vista cada vez que oía los disparos de las ametralladoras.
Era difícil.
—Están disparando a gente ahí dentro, Vikram. Gente enferma. Esto no es aplicar la ley. Es eugenesia. Y no puedo hacer nada al respecto. Aquí estoy fuera de mi jurisdicción y el RAID-OIC local no atiende mis llamadas. FEMA no quiere saber nada hasta que haya verificado un centenar de bajas y la oficina del gobernador está haciendo su propia investigación. Me han prometido que se pondrán en contacto conmigo. Así que entre tanto me quedo aquí sentado escuchando cómo masacran gente. La alternativa es entrar corriendo y tratar de detenerlos con las manos vacías, en cuyo caso decidirán que soy una amenaza también y me ejecutarán. —El ayudante del sheriff había sido muy claro en este aspecto—. Nunca me había sentido tan impotente en mi vida.
Vikram Singh Nanda levantó una mano. La otra apretaba su maltratado teléfono móvil contra su oreja, oculta bajo el turbante.
—Vale, vale, vale —dijo él—. Vale. —Finalizó su llamada—. Disculpa, Bannerman. ¿Qué estabas diciendo hace un momento?
Clark levantó la vista hacia el hospital y vio el gas lacrimógeno saliendo de una hilera de ventanas abiertas.
—Olvídalo.
Esto era lo que sucedía cuando se ponía a equipos de las fuerzas de seguridad al mando de lo que debía ser una situación militar, pensó. No importaba cuánto entrenamiento o disciplina poseyeran, sencillamente no estaban psicológicamente preparados para manejar una experiencia de combate real. Bastaba con preguntar a los davidianos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en Waco. Hasta los equipos federales carecían de material para una batalla de verdad.
—Tengo novedades —le dijo Vikram, intentando cambiar de tema—. Novedades que no te van a gustar.
—¿Hemos encontrado a nuestro alcaide? —preguntó Clark. Esto podía ser crucial. Había encargado a su amigo la tarea de seguirle el rastro al escurridizo hombre, pero no esperaba resultados tan pronto.
—Ha dejado un rastro de papeles inmaculado. Y ¿por qué no? No tenía nada que ocultar. Era un hombre marchándose de vacaciones. Cogió un avión en el Aeropuerto Internacional de Denver que llegaba a Los Ángeles a las 15.22 horas del jueves. Alquiló un coche, un Jeep Cherokee, en el mostrador de Hertz y más tarde fue grabado poniendo gasolina en una estación de servicio en Petaluma. Dos horas más tarde se le vio mordiendo a una joven en el cuello y a continuación fue abatido por un agente de la ley. Su cuerpo fue traído aquí, a este hospital.
—Me cago en Dios —masculló Bannerman. Era la primera vez que maldecía en un mes, probablemente, pero la ocasión lo merecía. Por otra parte, no se podía pedir una cronología más limpia; Vikram siempre había sido un perfeccionista, pero su suerte al obtener un cuadro tan claro de los movimientos del alcaide se veía eclipsada de lejos por el absoluto horror de la historia.
El alcaide se había contagiado en Florence. A Clark no le cabía ninguna duda a ese respecto. Había volado de un aeropuerto internacional a otro propagando su infección a todo el mundo en ambas terminales y, por extensión, a los pasajeros y las tripulaciones de cada vuelo que salió de esos aeropuertos. El germen podía estar de camino a cientos de destinaciones en ese instante. No, reconsideró Clark, el alcaide les llevaba ventaja. El germen ya debía de haber llegado a cientos de destinaciones. No todos los pasajeros de cada vuelo estarían infectados, ningún patógeno era tan insidioso, pero si tan sólo una persona de cada vuelo lo tenía… Bueno, había bastado un individuo para convertir una prisión, y luego un hospital, en un campo de batalla. Bannerman Clark había procedido de acuerdo a un protocolo de contención, con la intención de poner en cuarentena cada localización conocida donde la nueva enfermedad se había manifestado. Ahora eso era imposible. Lo que había ocurrido allí, en el hospital, estaría comenzando en ciudades de todo el planeta. Empezando por Denver. Y Los Ángeles.
De hecho, se cagaba en Dios.
Clark se cogió el puente de la nariz y se pellizcó. Estaba entrenado para esto. Uno de los requisitos al ser nombrado oficial RAID en Colorado había sido hacer un curso de ocho semanas sobre respuesta crítica a incidentes bélicos de guerra biológica. Había llegado el momento de controlar esta cosa. Era hora de establecer prioridades. Era hora de dejar de sentirse impotente y empezar a hacer cosas. Repasó una lista en su cabeza. ¿Qué necesitaba?
—Necesito horarios de vuelo —dijo con voz débil, y Vikram sacó una PDA de su bolsillo—. Al menos necesitamos empezar a investigar la epidemiología. Necesito listas de tripulaciones y manifiestos de pasajeros, seguiremos el rastro a tanta gente como podamos. Dios, espero que ninguno de esos vuelos se dirigiera a un país no alineado, de lo contrario, jamás los localizaremos. Necesito hablar con el administrador de FEMA de la IX región y el comandante local de la Guardia Nacional, no me basta el mayor, yo…
Una granada de iluminación estalló justo en la sala de urgencias y Clark se calló a media frase. Al levantar la vista, vio a los equipos del SWAT saliendo a borbotones del hospital, sus chalecos negros de kevlar y sus gafas protectoras azul tornasolado les hacían parecer demonios emergiendo de una grieta al borde del infierno. Estaba sucediendo algo serio.
—
Naam
—susurró Vikram, usando el nombre de su Dios en vano, aunque Clark pensó que tal vez era el momento adecuado para hacerlo.
Clark abrió la puerta del coche patrulla y caminó hasta la zona de descarga del hospital. El ayudante del sheriff marchó hacia él, pero Clark le hizo un gesto para que esperara. Observó a los equipos del SWAT formar dos apretadas filas a cuarenta y cinco grados de las puertas de la sala de urgencias. Se movían a la perfección, como una única unidad. Por locos que hubieran podido volverse, por desesperados que estuvieran, no habían olvidado su instrucción. Estaban colocándose en una formación de disparo perfecta. Una emboscada. Esperaban que algo grande y malo saliera del hospital en cualquier momento.
Las puertas se abrieron y salió una chica rubia y delgada.
Tenía los brazos levantados, intentaba rendirse. Parecía aterrorizada. También tenía una herida verdaderamente espantosa en el cuello y lo que parecían manchas de sangre en la barbilla y en el pecho. Le temblaban los labios. Estaban azules.
—Por favor —dijo ella, su voz estaba cargada de miedo—. Por favor, no me matéis.
El líder del escuadrón del SWAT hizo una señal con la mano y los guardias de asalto la rodearon, algunos quedándose atrás para mantenerla en los visores de sus armas, otros corriendo hacia ella con porras para golpearle las piernas y derribarla. Le pusieron las manos a la espalda y se las ataron con una delgada cinta de plástico. Manos experimentadas la cachearon, abriéndole la bata de laboratorio blanca, revelando que no llevaba nada debajo. Cuando quedó establecido que no estaba armada, dos guardias de asalto la cogieron de los brazos y la alejaron a rastras de las puertas de cristal hasta una zona despejada al lado de unos arbustos. El ayudante del sheriff se asomó para mirarla mientras los equipos del SWAT cambiaban de nuevo de posición para mantener cubiertas las puertas.
Clark no pudo contenerse. Se interpuso entre el ayudante y la chica.
—Las personas infectadas que he visto no podían hablar. Eran físicamente incapaces de hacerlo —insistió Clark—. Tiene que poner a esta mujer bajo custodia, sin falta, hay que monitorizarla. No es necesario que le haga daño. Como mínimo esto terminará con una demanda judicial. En el peor de los casos supondrá que se levantarán cargos criminales contra usted.
—Ya he visto suficiente. Sé qué aspecto tienen y cómo se comportan. No podemos permitir que ni uno de ellos se escape. —El ayudante dirigió un gesto afirmativo a sus subordinados.
La chica se estremeció y lloriqueó mientras el guardia de asalto del SWAT levantaba su arma hasta su frente.
—¿Quién eres? —le preguntó Clark, tratando de humanizarla a ojos del ayudante del sheriff. No se rendiría hasta que estuviera muerta de veras, le debía eso como mínimo, después de haberse quedado de brazos cruzados viendo la carnicería de esa noche—. ¿Cuál es tu nombre?
—Yo… yo no lo sé —dijo la chica—. He perdido la memoria. ¡No puedo recordar! —Rompió a llorar de nuevo. Salieron fluidos de sus ojos y su nariz. Eran densos y oscuros a causa de la sangre coagulada. «Oh, no —pensó Clark—, oh, no». Se había equivocado: era uno de ellos.
—Hazlo —tosió el ayudante. Él se dio media vuelta. El guardia de asalto del SWAT quitó el seguro de su arma y la enderezó con la mano libre.
La chica desapareció. Ante los ojos de Clark. O más exactamente…, él notó como si le hubiera entrado una partícula de polvo en los ojos y hubiera intentado quitársela parpadeando, y cuando su visión se aclaró, ya no se la veía por ninguna parte. Debía de haber echado a correr. Sin embargo, cuando miró a su alrededor sólo vio hombres con trajes antidisturbio de aspecto confundido. El guardia de asalto del SWAT abrió fuego y disparó unas ráfagas poco metódicas hacia los arbustos, donde ella había estado arrodillada, pero era evidente que no sabía a qué objetivo. La cara del ayudante del sheriff parecía una piedra. Detrás de su rostro, su cerebro traqueteaba tratando de dilucidar qué había pasado.
Se había esfumado.
EN LA SANGRE: Una atractiva joven llamada Marisol Gonsalvez desperdicia su tiempo y el nuestro actuando como una monja enrollada con, lo habéis adivinado, estigmas. Esta truculenta tomadura de pelo medianamente ofensiva se estrena en «ciudades escogidas», lo que quiere decir que no irá directa al vídeo, pero probablemente así debería haber sido (**, calificada con una R por violencia religiosa excesiva y desnudos gráficos, 81 min). [Roger Ebert, Reseñas de Cine de Un Minuto, suntimes.com, 22/03/05]
El arma había sido utilizada recientemente. Estaba caliente y apestaba a un tufo agrio que descendía sobre su rostro y le provocaba arcadas de pánico. El guardia de asalto del SWAT estaba tan quieto como una piedra con el dedo en el gatillo. Ella no podía ver sus ojos, estaban ocultos tras las gruesas gafas. ¿En qué estaba pensando? ¿Se cuestionaba todo esto de alguna manera? Él podía arrebatarle la vida, su no vida, suponía, en un abrir y cerrar de ojos. Si moría allí, sin recuerdos de su pasado, sería como si nunca hubiera existido.
Quizá fuera lo mejor.
Ya estaba muerta. ¿De verdad deseaba afrontar una nueva no vida en un cuerpo en descomposición? ¿Una nueva esperanza de vida de duración incierta, sin la más remota idea de quién era o qué podría haber perdido?
Entonces, uno de los otros, uno de uniforme militar, cuyos ojos sí veía y estaban cargados de tristeza, tuvo que echarlo todo a perder.
—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Cuál es tu nombre? —En el tono de voz que uno empleaba para hablar a un perro asustado.
Ella farfulló algo, una respuesta, una negación y, de repente, todo era demasiado real. La posibilidad de que pudiera tener un nombre perdido en algún lugar, pero aún intacto, despertó de nuevo en ella la sensación de qué podía perder. Ella todavía tenía algo, un plazo de tiempo, y el temor a perderlo la paralizó. Su cerebro se dio la vuelta en el interior del cráneo a medida que el pánico la abrumó y se apoderó por completo de ella. Su cuerpo tembló, sintió espasmos y se elevó como si fuera a toser y escupir su propio esqueleto en el suelo. Notó algo coagulado y asqueroso emanar de su interior, de su boca, de su nariz, de sus ojos. Intentó escupirlo.
Oyó el clic del arma, oyó la bala avanzar centímetro a centímetro por su engrasado mecanismo de metal, preparándose para el disparo. Cerró los ojos y apretó los párpados, aterrorizada de lo que podía presenciar. Sin embargo, la inconsciencia la rehuyó.
Con los ojos cerrados todavía podía ver a los hombres como antorchas en una tormenta de nieve. Su resplandor, su sabroso y nutriente destello dorado al que ella tanto anhelaba acercarse, consumir, ardía y rugía en sus cuerpos. Se dio cuenta de que era su fuerza vital. Podía percibir la energía, su calor prendía en ella, se centraba en su persona y era consciente de que, de algún modo, ellos podían sentir su energía oscura, esa horrible perversión de la vida. Dios, si al menos pudiera esconderla de ellos, si pudiera hacer que la vieran como uno de ellos o que, sencillamente, la vieran como nada, invisible, transparente…
Algo rechinó en su cabeza, los huesos de su cráneo empujándose unos a otros como placas tectónicas. El dolor que le producía era insoportable, recibir un disparo en el cerebro no podía doler más.
Un gélido escalofrío la recorrió. Abrió los ojos de golpe. Levantó la vista y vio a los hombres, todos y cada uno de ellos tenían la misma expresión de estupor.
—¿Adónde ha ido? —preguntó el guardia de asalto del SWAT—. ¡No la veo!
Era imposible, pero… su deseo se había hecho realidad.
No podía durar: notaba el agotamiento de su cuerpo, la mente confusa. El exiguo espacio vital que se había procurado le había costado toda la energía, y lo perdería en un momento, perdería ese control. Dentro de un segundo la verían. El hombre del arma la vería de nuevo y nada lo detendría esta vez.
Tenía que huir.
Tenía las manos inmovilizadas a la espalda con una cinta de plástico, así que rodó sobre su costado y se empujó hacia arriba, con el hombro contra el cemento, hasta que se levantó sobre los pies, un movimiento que no creía que los huesos humanos permitiesen, pero a ella le funcionó. Debió de ser profesora de yoga en su vida anterior, ¿de qué otra manera se podía explicar lo ágil que era, incluso con los músculos rígidos y muertos? Tan rápido como pudieron llevarla sus pies (que no era rápido en absoluto; maldita sea, tenía que correr) corrió directa hacia los hombres, esquivándolos, cuidándose de no tocarlos, porque eso podría romper el hechizo. Ya estaban empezando a parpadear y mirar a su alrededor, su vista desenfocada cuando pasaba sobre ella, pero eso cambiaría en un instante. Tenía que escapar. Allí vio un hueco, un estrecho espacio entre dos coches patrulla aparcados, sus luces rojas y azules salpicaban su bata, corre, corre, corre, vale, sólo paso ligero, lo que fuera. Se agachó, su cuerpo se tensó y protestó. Se abrió camino a empujones entre unos setos. A su espalda oía disparos, disparos a un volumen mucho más alto de lo que esperaba y su torso se encogió dolorosamente, su estómago se cerró.