El ayudante del alcaide, Warden Glynne, del correccional de máxima seguridad de Florence, le hizo un seco saludo que él no devolvió. Se suponía que el personal militar no debía saludar a los civiles y viceversa, y Clark ya sabía lo suficiente de Glynne para estar seguro de que ese hombre nunca había sido un soldado.
—Bienvenido a la Grande —dijo el funcionario de prisiones, inmutable. El hombre no se había afeitado hacía días y llevaba la corbata aflojada y el cuello de la camisa desabotonado—. Me alegro de que haya venido tan rápido. Las cosas están degenerando y nos vendrá realmente bien algo de ayuda.
—Entiendo que tiene un motín entre manos, señor Glynne, y que lleva en marcha tres días. Sin embargo, me agradaría saber por qué estoy aquí. Seguramente éste es un problema para un escuadrón SWAT o la Oficina Estatal de Investigación. No se debe llamar a la Guardia Nacional a menos que…
Glynne lo interrumpió con el aplomo del cansancio absoluto. El tono de un hombre al que no le queda energía para la cortesía.
—Esto no es un motín, capitán. Se trata de un fallo total del protocolo. Lleva setenta y nueve horas en marcha. Usted está aquí porque esto es algo que no habíamos visto jamás. Sígame, por favor.
Atravesaron la puerta principal de la prisión y, después, una serie de habitaciones bien iluminadas que habían sido pintadas y vueltas a pintar tantas veces que los interruptores de la luz y los pomos de las puertas habían adquirido un aspecto más suave y redondeado. Glynne lo guió por estrechos pasillos con pesadas puertas de hierro que debían ser abiertas manualmente y que se cerraban de golpe con un zumbido eléctrico cuando las dejaban atrás.
—Hay diez mil puertas en este complejo, capitán. En caso de aislamiento de emergencia todas se cierran y bloquean automáticamente. Nadie entra o sale jamás sin que lo sepamos. Tenemos ojos en todas partes, incluso en las áreas de oficinas. Ésas son las buenas noticias.
—Todo lo que veo aquí son malas noticias —dijo Clark, echando un vistazo a su alrededor, con desagrado, a los pasillos llenos de polvo.
—Ésta es una cárcel de máxima seguridad, capitán Clark, a la que vienen los verdaderos desahuciados. No se puede permitir que los presos violentos se mezclen en un entorno penitenciario normal. Imponemos veintitrés horas diarias de aislamiento. Los prisioneros tienen que llevar grilletes en piernas y muñecas cuando van al comedor. Tienen ventanas de diez centímetros de ancho en las celdas. Los váteres están diseñados para que no quepa una cabeza humana. Lo hacen, ¿sabe? Si les da la oportunidad de hacer algo perverso, no importa cuán enfermizo sea, lo harán. Sólo para jodernos. El único control que tienen sobre sus vidas es empeorarse las cosas los unos a los otros, y aprovechan cada oportunidad.
Clark gruñó para indicar que había entendido. Tras una última puerta había un centro de control, un espacio claustrofóbico con luz roja lleno de pantallas de ordenador, escritorios y tazas de café medio vacías. Una docena de hombres y mujeres con el uniforme del correccional estaban desplomados sobre sillas incómodas, la mayoría de ellos reunidos en torno a un parpadeante monitor. Otros dos hombres estaban ante lo que a ojos de Clark parecía una pared negra, hasta que su vista se adaptó y se dio cuenta de que era una plancha de policarbonato transparente. Una ventana de un solo sentido de visión a prueba de balas. Los hombres que observaban su interior llevaban lentes para optimizar la imagen —dispositivos de visión nocturna AN-PVS 7B— y estaban subyugados por lo que veían al otro lado de la ventana.
Cuando Glynne retomó la palabra, fue hablando en susurros, como si tuviera miedo de que algo al otro lado pudiera oírlo.
—Directamente debajo de nosotros —dijo, señalando la ventana— es adonde van los tipos realmente malos, una de nuestras cuatro unidades especiales de internamiento. Los presos lo llaman el «agujero negro». Hay ciento cuarenta y ocho celdas de castigo allí abajo que mantenemos a oscuras y aisladas acústicamente a todas horas. Nadie puede ser violento durante demasiado tiempo en un entorno así. Ha sido psicológicamente probado.
Clark cogió un dispositivo de visión nocturna de un escritorio y se lo ató a la cabeza y a la barbilla. Activó el dispositivo y miró hacia la UEI. A su cerebro le llevó un momento interpretar las imágenes de colores falsos que creaban las gafas, pero no tardó en ver lo que estaba sucediendo. Las celdas estaban totalmente separadas entre sí, pero tenían techos transparentes para que los guardias pudieran vigilar su interior en todo momento. En las celdas, los prisioneros permanecían inmóviles en sus camas o daban vueltas sin parar en sus diminutos habitáculos.
Algunos estaban pacientemente al lado de la puerta, como si esperaran a que se abriera, mientras otros golpeaban contra las paredes con la cabeza, los brazos y los hombros. Observó el centro de la unidad y sofocó un grito de asco. Dos docenas de presos giraban alrededor de la zona central abierta, muchos desnudos y claramente heridos. Vio brazos y piernas que colgaban laxas, caras transfiguradas por las laceraciones y las heridas inflamadas, dedos arrancados y cuencas oculares vacías. Más o menos otros diez presos estaban apilados en una esquina, sus cuerpos retorcidos como gusanos gordos.
—¿Qué están haciendo? —inquirió Clark.
—Se están comiendo unos a otros —dijo Glynne sin emoción alguna en la voz—. Algunos de ellos… algunos comen, otros son comidos. —El último retazo de energía había abandonado al ayudante del alcaide.
—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde está su personal? ¿Dónde están sus guardias? ¡Tiene que enviarlos allí y detener esto de inmediato! —exigió Clark.
—No lo comprende, capitán. A los presos nunca se les permite salir de sus celdas en esta unidad. Los hombres de esa área abierta a los que está mirando son mis guardias.
«Los gallinas traerán consecuencias, a todos. Tendrán repercusiones. Ves toda esa violencia… ¿qué? No, los gallinas he dicho. Esta violencia en los estados del oeste, totalmente fuera de control, que es lo que sucede cuando tu sistema de prisiones es como, como, como un club de campo, ya sabes, es el baile de cotillón para los delincuentes. Tienen televisión por cable, porno… ¡Porno! ¡Quiero ir a la cárcel! ¡Que alguien me arreste! Tienen piscina. No, no, no. ¡He dicho gallinas! ¡Los gallinas traerán consecuencias!» [Ted Thiokol, «El zoo matutino de Ted y Andy», programa de radio, WNCI 97.9 (Columbus, OH) 18/03/05]
Una pared entera de la casa de montaña había sido convertida en un mural pintado en chillones colores psicodélicos. Mostraba una niña, tal vez de unos trece años, cuyo cabello rubio estallaba hacia arriba desde su cabeza. Tenía alas de mariposa y estaba sobrevolando una galaxia atestada de estrellas. Los colores habían perdido fuerza a lo largo de un par de décadas, pero alguien había intentado retocarlo periódicamente.
La señora Skye dejó con un golpe un cubo medio lleno de agua sobre una vieja mesa destartalada y comenzó a lavarse la cara y sus nudosas manos. El agua salía oscura de arena y suciedad y de salpicaduras de sangre seca. Ella agitó la cabeza mientras se frotaba los ojos y las orejas.
—Llega jodidamente tarde, Walters, pero no se lo tendré en cuenta. Ayúdeme a descuartizarlos y estaremos en paz, ¿de acuerdo?
Dick se sentó en una silla hecha a mano y trató de no mirarla.
—Señora Skye, lamento que hayamos tardado tanto en llegar desde su llamada. Tiene que reconocer que está algo aislada aquí. He tardado seis horas, conduciendo, desde mi oficina, y luego he tenido que subir la colina para dar con usted. ¿De cuántas ovejas estamos hablando?
—Ovejas —dijo la anciana. Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Tenía un corte feo en el brazo que parecía infectado. Con un trapo empezó a limpiarse la herida—. Ha venido aquí por las ovejas. ¿No es todo una mierda? —Cogió una botella de un estante lleno de polvo y se vertió el líquido en el brazo. Hizo una mueca visible de dolor, debía de ser alcohol puro, o incluso lejía—. Todas las ovejas están muertas. Las sacrifiqué yo misma. Lo siguiente, me dirá, es que ha venido desarmado. —La expresión de la cara de él tuvo que convencerla de que, efectivamente, ése era el caso—. Llamé esta mañana. Llamé esta mañana y luego regresé directamente. ¿No recibió mi mensaje? ¡Joder!
—Quizá —apuntó Dick, levantando las manos para apaciguar la situación—, deberíamos comenzar de nuevo. Denunció un caso de tembladera un par de semanas atrás…
—Sí, así es. Y ayer llamé de nuevo y dije que esta vez era realmente urgente. ¡Maldita sea! ¡Hago dos llamadas en tres años y ni siquiera se toman la molestia de escuchar la importante! —Fue dando pisotones hasta la ventana y miró fijamente los árboles—. Bueno, así son las cosas —se resignó ella, pasándose las uñas por el cuero cabelludo—. No puedo hacer esto sola, estoy cansada; no he dormido nada en dos días, hoy no he comido. Sencillamente tendremos que… —Se puso ostensiblemente rígida—. ¿Qué es eso? Venga aquí y eche un vistazo, Walters.
Dick se levantó de la silla y miró por la ventana. Antes de llegar, retrocedió de un salto al oír el ruido de cristales rotos y gritos. Una mano humana cubierta de ampollas se había introducido por la ventana rota y había cogido el labio inferior de la señora Skye, las uñas rotas se hundían en su piel, arrancándole la carne.
En lugar de aterrorizarse, ella cerró los dientes alrededor de los dedos y mordió con la fuerza suficiente para partirlos. Se tambaleó de espaldas y Dick se apresuró a cogerla antes de que se cayera. La mujer se desplomó en sus brazos, luego se enderezó y escupió los dedos en la esquina de la habitación.
—Uh, Dius —resolló la señora Skye. Su boca estaba cubierta de sangre—. ¡Tan era! —Dick no tenía ni idea de qué quería decir, pero parecía que la mujer no podía parar de repetirlo—. ¡Tan era! ¡Tan era!
Oyó un ruido sordo en el lado de la cabaña; el sonido de un hueso golpeando la madera con fuerza. Se oyó de nuevo un momento más tarde, y luego le llegó el crujir de los tablones cuando alguien subió al porche.
—¡Cierre la purta! —gritó la señora Skye, pero era demasiado tarde. Dick la depositó cuidadosamente en el suelo y se levantó, secándose las manos sudorosas en la parte de atrás de los pantalones. Para cuando llegó a la puerta, el asaltante ya estaba allí.
Tenía el aspecto de un alpinista: la chaqueta de nailon color púrpura, botas de montaña, el piolet colgando del cinturón, todo lo delataba. También parecía la escultura de un hombre hecha con mantequilla y abandonada bajo la lluvia. La carne de su rostro se había despegado de los huesos, dejando a la vista en algunas zonas la calavera amarillenta. Uno de sus ojos estaba totalmente tapado por la piel desprendida, mientras que el otro tenía el aspecto blanquecino del glaucoma. Unos cuantos mechones de pelo negro caían sobre la cara del alpinista, pero no le quedaba ninguno en la coronilla.
No pronunció palabra. No volvió la cabeza para mirarlos. Sencillamente, se abalanzó hacia delante, hacia Dick, abriendo la boca, con los dientes mordiendo el aire. El alpinista se movía lentamente, tanto que Dick pensó que él mismo debía de estar hasta arriba de adrenalina mientras esquivaba los torpes avances del alpinista. Eludió un brazo estirado e intentó dar un golpe que levantara por los aires las piernas del alpinista, se asombró de lo rápido que estaba reaccionando, de cómo el instinto se había apoderado de él.
El alpinista cogió el cinturón de Dick y se encaramó a su espalda, aplastándolo contra el suelo con su peso. Dick oía su propia respiración agitada, pero el alpinista no hacía ruido alguno. El peso que tenía encima se movió un poco e intentó zafarse, pero entonces sintió los dientes hundiéndose en un michelín de su cintura. El dolor era punzante e intenso: un vívido horror se propagó por sus sentidos desesperados. Dick se levantó y el alpinista salió despedido de su espalda.
La sangre se filtraba por los pantalones de Dick mientras gruñía tratando de recuperar el aliento, inspirando el aire de montaña enrarecido para alimentar su pánico. Dick vio el piolet colgando del cinturón del alpinista y lo quiso, lo quiso como un adolescente de dieciséis años quiere un coche. No, lo quería como un chaval de dieciséis años quiere una novia.
El alpinista apoyó una rodilla y sacó un brazo para recuperar el equilibrio. Se estaba tomando su tiempo para levantarse. Dick cogió el piolet dando un tirón. Se soltó del mosquetón de apertura rápida. El mango de goma le producía una sensación agradable en la mano. Dick tomó impulso.
El pico del piolet atravesó la chaqueta del alpinista y penetró en un espacio hueco que debía de ser su pulmón. Dick esperaba acabar salpicado de sangre, pero sólo salió un poco de polvo marrón seco de la herida. Dick tiró del piolet hacia atrás, pero para cuando estaba listo para descargar otro golpe, el alpinista ya se había puesto en pie.
El siguiente golpe recayó en el hombro del alpinista, lo suficientemente fuerte para que el brazo de Dick vibrara por el impacto. El alpinista no daba muestras de sentir dolor alguno. Con su brazo libre, fue a por la garganta de Dick. La habría alcanzado si la señora Skye no hubiera elegido ese momento para hundir en la nuca del alpinista un martillo de carpintero. La calavera se desmoronó como una vasija de cerámica rota y el alpinista se deslizó sobre el suelo, laxo, como si no tuviera huesos. Dick blandió el piolet, preparado para asestar un nuevo golpe, pero el alpinista ni siquiera tembló.
—Stá murto, Wultuhs —dijo la señora Skye, agarrándose el labio. Retiró la mano y escupió sangre sobre el cadáver que tenía a los pies.
—Llámeme Dick. —No sentía culpa, ni remordimiento, tan sólo una pronunciada ligereza en el estómago y tensión en los hombros. Era incapaz de soltar el piolet.
—Sá bien. Llámame Blue. Cumu el queso.
El presidente cancela un fin de semana de esquí
No se han dado explicaciones [
USA Today,
19/03/05]
—¿Podemos encender alguna luz? Seguramente habrá luces de emergencia allí abajo. Vamos a ponernos manos a la obra. —Bannerman Clark estaba rígido ante la ventana de policarbonato; no sabía con seguridad qué vería cuando encendieran las luces en la Unidad Especial de Internamiento. Aunque sería más apropiado llamarla la Unidad Especial de Terror. Lo que fuera que podía poseer a un hombre y convertirlo al canibalismo —poseer a hombres racionales con buenos trabajos y familia, como los guardias de la prisión—, no era nada agradable.