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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (3 page)

Pankiewicz gruñó y se volvió a un lado y a otro, como si estuviera buscando alguna cosa de comer. Abrió la guantera del coche y sacó algo. Tenía que salir del coche e ir a la parte de atrás para dárselo a ella; una caja de galletas para aperitivo. Ella la aceptó agradecida. Una vez estuvo de nuevo en su asiento, Emerson puso en marcha el coche y se dirigieron a la autopista con las luces encendidas, aunque la sirena, no.

Ella se metió una galleta en la boca con los dedos adormecidos y la masticó. En realidad, no podía saborearla, pero sintió una oleada de calor y bienestar invadirla a medida que tragaba. Estaban tan buenas… Introdujo la mano en la caja con brusquedad para coger otra y rompió el cartón.

—¿Tiene seguro, señorita? —le preguntó Pankiewicz, cogiendo el auricular del transceptor—. Necesitamos saber a qué hospital llevarla.

—Da igual —murmuró ella; las palabras distorsionadas por las tres galletas que se había embutido entre los dientes.

—Me temo que hasta que tengamos a un demócrata en la Casa Blanca sí que importa —dijo Emerson siniestramente.

—Dios, ¿puedes parar? —protestó Pankiewicz—. Ahora no es el momento. —Se dio media vuelta para echarle un vistazo a la chica, evaluándola. Buscando algo—. ¿Tengo razón o no, señorita? No cuando las cosas siguen tan jodidas en Iraq. No se cambia de caballo en mitad de la guerra. Necesitamos un líder fuerte ahora más que nunca.

—Estoy de acuerdo —admitió Emerson, riéndose por lo bajo—. Es una lástima que no tengamos uno ahora mismo. ¿No es cierto, señorita? ¿Cómo se llama, por cierto?

Sus manos fueron automáticamente en busca de un bolso o una cartera, pero no tenía nada en los bolsillos, nada que pudiera ayudarla a contestar esa pregunta. Algo en su interior le dijo que mintiera. No era tanto una voz en su cabeza como una creciente oleada de pánico que salió de la nada.

Por desgracia, no tenía ni idea de qué decir.

Mientras ellos habían estado bromeando, ella había devorado la caja de galletas entera. Bajó la vista al paquete vacío que había reducido a tiras de cartón y trozos de celofán. Había rebañado hasta las migas.

—Nilla
[2]
—dijo ella. Nulo. Nada. A fin de cuentas, no le quedaba nada suyo. Tendría que crear algo nuevo y la caja de galletas, la primera cosa netamente buena que había encontrado, fue la inspiración perfecta.

Sintió el deseo de más. No necesariamente galletas. Más comida, comida de verdad.

Cinco minutos más tarde, llegaron al hospital y descubrieron al instante que la entrada de urgencias estaba bloqueada por dos ambulancias que habían chocado entre sí. Nilla veía el interior de una de ellas a través de las puertas traseras abiertas. No había nadie dentro, pero las luces estaban encendidas. La sangre goteaba por el parachoques trasero.

—Debe de estar sucediendo algo terrible. Este lugar parece una ciénaga —dijo Pankiewicz. Abrió su puerta antes incluso de que el coche patrulla se hubiera detenido. Luego, hizo lo mismo con la de ella y la ayudó a salir. La chica se apoyó en él mientras avanzaban rodeando las ambulancias hacia la sala de urgencias.

La persecución «más larga» en el desierto de Nevada culmina con un resultado truculento

Hallado un cadáver incompleto, que se teme que sea Shawna, a la espera de ser identificado. [CNN.com alerta noticias de última hora, 17/03/05]

Un vistazo a la sangre de la camisa de Nilla y la metieron en una sala de examen de inmediato, en realidad no era más que un cubículo delimitado por separaciones móviles, con el tamaño justo para una cama estrecha. Fuera, los quejidos de los heridos y los enfermos no cesaban nunca. Las sombras cruzaban la cortina de separación, el techo acústico sobre su cabeza. Una enfermera con una chaqueta de osos pandas entró y le puso una pinza de plástico en el dedo, pero no le dio tiempo a conectar la máquina a la que estaba unida antes de que la llamaran. Cuando se dio la vuelta, vio que en la parte de atrás de su chaqueta había la huella de sangre de una mano.

Nilla oyó gritos un minuto después y lo que debía de ser un disparo. Después de un buen rato conteniendo el aliento y esperando a oír qué sucedía a continuación, un camillero de uniforme blanco retiró la cortina y entró a toda velocidad.

—Lamento muchísimo todo esto, señora —dijo él. Hablaba con acento antillano, sincopado y musical. Llevaba la cabeza afeitada y parecía exhausto. Alrededor del brazo llevaba incontables cintas de grueso nailon amarillo. Abrió una por el velcro y comenzó a meterla por la estructura de barras de metal de la cama.

—Eso no es necesario —dijo ella mientras él cerraba la correa alrededor de su muñeca izquierda. Un chorro helado bajó por su espalda y su cuerpo se estremeció. La cabeza le latía.

Él se limitó a negar con la cabeza.

—Se las ponemos a un montón de gente, señora, sólo estoy haciendo mi trabajo. —Se mordió el labio antes de inmovilizar su muñeca derecha, tal vez preguntándose si ella iba a resistirse. La idea no había cruzado por la mente de Nilla hasta ese instante—. Creemos que es la rabia.

—¿Rabia? ¿Creen que es la rabia? —repitió ella con voz aguda—. ¿Qué demonios está pasando? ¡Ni siquiera he visto a un médico todavía! —El miedo repiqueteó en el interior de su vacío, la desesperación de estar aprisionada en una sala llena de lunáticos babeantes. ¡Eso era un hospital, maldita sea! Se suponía que debían ayudarla—. ¡Aléjate de mí!

—Señora, tiene una marca de mordedura de manual en el hombro —le dijo con voz suave e infinita delicadeza—. Señora, también tengo una mordaza. No hará falta si coopera.

Sin embargo, fue el segundo disparo lo que la convenció. Ambos levantaron la vista, y cuando sus ojos se encontraron, ella supo que lo decía absolutamente en serio. Algo estaba sucediendo fuera, algo malo, y el camillero no sabía más que ella, pero tenía la intención de acabar su tarea de una forma u otra. Le ató los tobillos y luego se volvió para marcharse.

—Gracias, señora —susurró él, como si no supiera qué otra cosa decir.

«Esta noche la calle Dieciséis está cerrada a los viandantes. Los coches de policía bloquearon el acceso al popular destino de compras tras recibir informes sobre animales peligrosos en libertad. Nuestro equipo de reporteros está de camino al centro ahora mismo, ofreceremos imágenes en directo tan pronto como estén disponibles. Entre tanto, aquí está Chip con un equipo local de intervención. ¿Chip?» [9News (Denver) Telediario de la noche, 17/03/05]

Largos y delgados estratos tornaron el aire del color del metal bruñido. Cuando avanzó hacia la línea de árboles, el oxígeno escaseaba tanto que Dick jadeaba mientras remontaba la ladera. En lo alto de la cima no crecían los árboles, no había más que parches de liquen que parecían tapetes verdes adheridos a la roca. Afortunadamente, la pista pasaba por la cresta que tenía justo delante y luego descendía por la colina de nuevo, en dirección a un estrecho valle que había debajo, tan poblado de pinos que cuando el viento los agitaba, el valle parecía un recipiente lleno de reluciente agua verde. Había edificaciones engullidas entre los árboles, modestas estructuras de tablas del tipo que se habían construido en las montañas durante casi un siglo. Sobre todo veía los tejados, líneas combadas de tablillas de madera ajadas por el sol hasta perder el color, con vetas plateadas y secas como huesos fosilizados.

Dick hizo una pausa en la cresta para beber un poco de agua de su cantimplora y llamar a su oficina. Contactó con un becario adolescente que le juró que estaba apuntando las coordenadas de GPS de Dick, pero que seguramente no estaba más que haciendo garabatos en los cuadernos del INS. Dick supuso que no importaba demasiado. Era un procedimiento estándar informar de la posición de uno con regularidad —la mejor manera de morir en las montañas era que nadie supiera dónde estabas—, pero se hallaba a menos de quinientos metros de la carretera y aun en el caso de que entrara una tormenta de nieve en las próximas horas estaba seguro de que podría regresar sin problemas. Había sobrevivido a unos cuantos tropiezos serios en las Rocosas y había salido adelante.

—¿Tenemos algún número de teléfono para mi próxima entrevista? —preguntó, bastante seguro de que la respuesta sería negativa: no había líneas telefónicas ni pantallas vía satélite en los edificios del fondo del valle, su próximo destino.

—Oh, oh, no —respondió el becario después de consultar con torpeza la agenda de Dick—. La señora Skye, ¿no? Sí, eh, ella dijo que, eh, no entiendo bien tu letra, pero parece que fue al pueblo a usar un teléfono público.

Dick asintió y colgó. Ahora lo recordaba: él mismo había recibido el mensaje a través del sistema de mensajería de voz de la oficina de campo. Era una llamada por tembladera. La tembladera se estaba convirtiendo en la cruz del negocio de Dick. Tembladera: una peligrosa enfermedad de ovejas y a veces de cabras. Recibía el nombre de la costumbre de las víctimas de arrancarse la piel frotándose contra árboles y rocas entre temblores. La mayoría de los granjeros no se molestaban en denunciarlo cuando lo detectaban; tradicionalmente, la enfermedad no era infecciosa, se propagaba en un periodo de generaciones, no de meses. Para cuando los pastores finalmente se asustaban y llamaban pidiendo ayuda, lo habitual era que la enfermedad ya hubiera contaminado a todo el rebaño.

Estaban recibiendo esas llamadas con más y más frecuencia, lo cual era verdaderamente preocupante para alguien que conocía las cifras como Dick. Cerca del diez por ciento de las ovejas de Colorado estaban potencialmente infectadas, y eso era sólo de los casos conocidos.

La enfermedad de las vacas locas, una enfermedad relacionada, había mermado la población de ganado de Inglaterra unos pocos años atrás y él, sin duda, se esperaba un desastre similar entre las ovejas norteamericanas en la próxima década.

Dick sabía lo suficiente para asumir lo peor y contaba con determinar que la oveja de la señora Skye tendría que ser sacrificada y sus restos incinerados. No se internó en el abrigado valle precisamente brincando. Era difícil ponerse lúgubre en esa pista, no obstante, con la luz del sol colándose entre las ramas en largos haces, con el olor a tierra de las agujas de los pinos cociéndose en la tibieza de la primavera mezclada con el fresco aroma invernal de la nieve en polvo. Tenía una sonrisa en la cara cuando se aproximó a la casa principal.

—¡Hola! —gritó a cien metros—. ¡Hola! —En esta parte del oeste, en un lugar tan recóndito, era imprescindible anunciar tu presencia mucho antes de llegar. Tenías que dar por hecho que cualquier persona a la que visitabas estaba armada hasta los dientes y no le gustaban los intrusos—. ¡Hola! ¿Señora Skye?

La casa había conocido tiempos mejores. Sus paredes de madera parecían lo bastante sólidas, pero las ventanas se habían roto en varios sitios y habían sido reemplazadas con papel de carnicería y cinta de embalar. Las agujas de pino cubrían el porche, donde una pila de leña se había venido abajo y se había desperdigado por el jardín. Colgaban herramientas rotas y oxidadas de las vigas del porche, hoces, mazos y azadas así como algunos elementos peligrosos de hierro específicos para pastorear ovejas, como una sierra para desollar y una amoladora. Las herramientas parecían hechas a mano.

—¡Hola! —gritó Dick tan fuerte como pudo.

Una mujer blandiendo un hacha apareció por el lado de la casa y lo miró con los ojos entrecerrados. Llevaba una chaqueta acolchada desteñida y su largo cabello cano jugueteaba sobre sus hombros en finos mechones. Su rostro parecía un mapa con relieve de las montañas que la rodeaban, lleno de arrugas y manchas oscuras.

—Tú —le gritó ella—. ¿Eres del Departamento de Salud?

—Dick Walters, INS —confirmó él.

—Hazme un favor, Walters —dijo ella, señalando un pino a unos veinte metros—. Corre hasta ese árbol y vuelve.

Dick se echó a reír, pero luego reparó en el hacha. El filo estaba sucio de sangre y cabellos. Esto era una granja, y en las granjas se sacrifican animales continuamente. Aun así, la imagen lo alteró. Tragó y echó una carrera hasta el árbol para luego volver donde estaba en un principio.

La anciana asintió.

—Está bien. Ellos no se mueven tan deprisa. —Dejó caer el hacha sobre la alfombra de agujas de pino y se dirigió con grandes zancadas a la casa, sus botas crujían sobre la nieve. La puerta no tenía cerradura. No sabiendo qué otra cosa hacer, Dick la siguió al interior.

Los obispos mormones de Harpersville prohíben una investigación policial

Un sagrario de un pequeño pueblo podría ocultar una celda de tortura, advierte la oficinal estatal de investigaciones [
Deseret
noticias matutinas, Salt Lake City, 18/03/05]

La dejaron allí durante horas, atada a la cama, incapaz de moverse. No se entumeció ni estaba incómoda, pero ni siquiera podía estirar el brazo para encender el aparato de televisión que había sobre su cama en una repisa de metal. Trató de dormir, pero tampoco lo consiguió. Su cuerpo se negaba a relajarse del todo, no cuando seguía escuchando alaridos fuera de su habitación. Al menos no hubo más disparos. Intentó tranquilizarse y fracasó.

Estar atada a una cama de hospital le brindó muchísimo tiempo para pensar. Para tratar de recordar. Se forzó por llegar a las zonas oscuras de su cerebro, que eran como urbanizaciones llenas de casas sin luces encendidas en las que no había nadie. En los suburbios abandonados de su mente intentó reunir las piezas de cualquier cosa, lo que fuera: las caras de sus padres, sus amantes, sus amigos. ¿Tenía hijos? ¿Tenía una casa en alguna parte? Trató de no empañar sus pensamientos con suposiciones desalentadoras, pero no lo logró: la ropa que llevaba puesta, los pirsines, tenían que significar algo, al menos que no era una indigente, que no trabajaba en una oficina. Como mínimo eso. Sin embargo, esas deducciones superficiales la pusieron en camino. Conformaron la caricatura de una vida carente de detalles y sin textura alguna. Intentó apartarlos de su mente y recordar algo. Escarbó en busca de cualquier fragmento de un recuerdo: una fiesta de cumpleaños, una incursión al centro comercial, dónde había dejado su bolso. Trató de recordar su nombre, al menos las iniciales.

No lo logró.

Curioso

Un caballo muerde a un perro en Wyoming. Al parecer el caballo estaba enfermo y el perro era tonto. Los gatos y los perros siguen sin vivir juntos. [Portal de noticias Fark.com, 16/3/05]

El Black Hawk aterrizó bastante alejado de la reja de la prisión. Allí había minas antipersona, sensores láser y perros entrenados para atacar sin ladrar. Los focos apuñalaban la oscuridad desde las torres de vigilancia y bañaron el helicóptero con un destello brillante. En cuanto el aparato descendió, Bannerman Clark saltó sobre el suelo arenoso del perímetro exterior y buscó al hombre con el que se debía reunir.

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