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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (6 page)

Él podía ver la energía oscura de ella del mismo modo que ella veía la de él, lo sabía sin preguntarse cómo lo sabía. Compartían una conciencia. Ella sentía su estado de ánimo, su hambre, su confusión. Él se acercó a ella, medio paso, pero luego se sentó sobre los talones. Irradiaba indiferencia hacia ella. Irrelevancia. Ella no era ni comida ni una amenaza. Se dio media vuelta y regresó a la enfermera.

Nilla estaba sentada muy quieta, sujetándose la cabeza con ambas manos y los observaba mientras se daban el banquete. Ante sus ojos la energía de la enfermera cambió, la plenitud dorada se extinguió como una vela que se agota, convirtiéndose en un último destello de tono azul. Su llama se sofocó y su interior se llenó de oscuro humo.

La mujer, espantosamente mutilada, se sentó con un chasquido húmedo, resultado de despegarse de las baldosas del suelo. Miró a su alrededor durante un minuto y luego apartó de un empujón a los policías. De todos modos, ellos habían perdido el interés en ella en el mismo instante en que su energía había cambiado. Poniéndose en pie sobre unas piernas de carne masacrada y huesos roídos, la enfermera se desplomó contra una pared y comenzó a caminar, apoyándose en ella como soporte, dejando una mancha de sangre en la pintura. Los policías la seguían de cerca. Nilla no sabía adónde se dirigían. No se atrevió a seguirlos. Había demasiadas preguntas sin respuesta.

¿Qué significaba? ¿Qué querían decir los distintos tipos de energía? Y aún más importante, ¿qué quería decir que su energía fuese oscura? Con reparos, rodeó con los dedos de una mano la otra y presionó el dedo índice contra la vena de la muñeca, tratando de encontrar pulso.

«Está gateando hacia mí… no, sobre los brazos, parece que sus piernas ya no responden, escuche, no tengo tiempo, oh Dios mío, sus ojos, sus ojos, ¡por favor! ¡Por favor, dígales que se den prisa!» [llamada al 911, Sistema de Atención de Emergencias, Gabbs, NV, 20/03/05]

A la sombra de las piceas y los abetos, Dick y Bleu Skye (su nombre legal, le aseguró ella) aplastaban la nieve que nunca se derretiría, ni siquiera en el cenit del verano.

—Supongo que alguna gente nos tildaría de raros —dijo Bleu. Las palabras salían distorsionadas por su labio herido, pero ahora al menos la entendía. Aunque tampoco estaba escuchando realmente. Su voz era una tosca melodía que armonizaba con el crujido de la nieve y las agujas de los pinos que él provocaba con cada pisada—. E imagino que no me importa demasiado; estábamos intentando construir algo, eso es todo. Una vida tranquila en un mundo bastante ruidoso. Yo y Tony, que era mi marido, y nuestro hijo Stormy.

Los pies de Dick estaban entumecidos por el frío. Su cerebro estaba entumecido por las consecuencias, los significados, las ramificaciones. Acababa de participar en el descuartizamiento de otro ser humano. Oh, claro, había sido en defensa propia, y no, Dick tampoco era un fanático pacifista. Tenía armas, exactamente igual que medio Colorado. Un par de pistolas de corto alcance y un rifle de caza, y sí, lo había usado para matar. Para matar a un venado de cola blanca. La idea de herir a un ser humano intencionadamente, de la violencia de verdad, del asesinato… eso no lo había contemplado nunca antes.

—Fue hace cerca de veinte años, cuando Stormy no era más que un pasajero, ya sabes, yo estaba embarazada de él. Construimos todo esto con nuestras manos y lo queríamos, lo amábamos, no importaba si pasábamos hambre. No importaba si no sabíamos cómo hacer algo; podíamos aprender. Todo lo que teníamos que hacer era salir al exterior, levantar la vista al cielo y sabíamos por qué habíamos venido aquí y por qué no queríamos regresar.

Una senda medio visible, algo más despejada de nieve que el terreno aledaño, serpenteaba entre los árboles, y ellos la siguieron. Dick estaba perdido en el camino mientras seguía a Bleu, y no era capaz de soltar el piolet. Era como un talismán, una prueba de que él no era un hombre malo, de que no era un asesino. La prueba A en el juicio que se celebraba en su cabeza. La voz de Bleu no era más que la banda sonora de ese fragmento de drama sin precedentes en el tribunal, y cuando ella comenzó a llorar tan sólo era otro instrumento de la orquesta. En algún momento se dio cuenta de que no estaba pensando con claridad.

—Siempre me preocupó no ser capaz de enseñar a Stormy lo suficiente. Me preocupaba que no supiera lo suficiente para salir adelante en la vida, y ahora… oh, Dios, ahora…

Ella se detuvo, y lo mismo hizo Dick. Habían llegado a su destino, una estructura de madera que debía de tener un siglo de antigüedad. En realidad, no era más que una cabaña, con una pared expuesta a los elementos. En el interior, el camino conducía abajo, a la tierra. A la entrada de una mina abandonada. Las montañas estaban plagadas de ellas, restos de la fiebre del oro. El viento salía a ráfagas del interior, más frío que el de fuera, y ululaba. Dick se acercó y Bleu lo cogió del brazo haciéndolo retroceder. Algo se movía allí abajo.

—Él murió rápido. Mi hijo murió rápido. Tony se tomó su tiempo. Y ahora… Supongo que quizá… quizá deberías echar un vistazo. Aquí. —Ella le entregó una linterna. Él la encendió e inspeccionó la oscuridad.

—¿Cuántos ves? —preguntó, su voz era severa de nuevo. Él no lograba ver nada.

Después, sí. El haz recayó sobre algo que se retorcía, algo oscuro pero reconocible. Un par de piernas humanas con un pantalón de esquiar y unas desgastadas botas Timberland. Las piernas lanzaban patadas espasmódicamente. Dick hizo un barrido hacia arriba con la linterna y vio una pesada chaqueta de invierno. Brazos y una cabeza. La cara se levantó y él notó cómo le subía el vómito por la garganta. La piel de la cara era roja y negra y blanca y amarilla. Las cuencas de los ojos estaban vacías y le faltaba la mitad de la piel de la mandíbula. Las manos se aferraban a la pendiente del túnel, hundiéndose hasta que los nudillos sobresalían como nueces. La persona, porque era una persona, sí, estaba intentando trepar fuera del túnel, pero era demasiado empinado o algo.

—¿Cuántos? —preguntó de nuevo Bleu.

—Dos —dijo Dick, moviendo la linterna de un lado a otro—. No, tres. Y… ¿eso son huesos? Calaveras hu… —Se aclaró la garganta—. Humanas. —Apagó la linterna y se la metió en el bolsillo para poder secarse las palmas de la mano en los vaqueros—. He visto dos… dos calaveras.

—Mis dos hombretones —dijo Bleu con voz chirriante—. Sólo querían ayudar y están hechos trizas.

La llevó un rato recomponerse antes de poder hablar de nuevo.

—Los encontramos hace dos días y no sabíamos qué debíamos hacer. Al principio creíamos que estaban todos muertos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? Seguramente se quedaron atrapados en una tormenta y entraron ahí en busca de refugio. Los alpinistas se pierden constantemente. Nadie los encuentra hasta el verano. Cuando comenzaron a moverse decidimos que sólo estaban heridos. Nunca hablan, ni siquiera cuando les gritas las preguntas. —Sacó una pistola del bolsillo y la amartilló—. Ayer había más. Quizá seis, quizá siete. —Apuntó al interior del túnel con su arma—. Están saliendo. —Disparó y el tiro de gran calibre reverberó por todo el valle, propagándose por las montañas como una serie interminable de portazos.

—¡Espera! —gritó Dick, dando un salto atrás, lejos del disparo—. ¡Espera! Necesitan atención médica, ya sabes, algo como un médico. No puedes… —Ella disparó de nuevo y él hizo una mueca de dolor—. Tengo que… tengo que llamar a la policía —tartamudeó él. Tenía el móvil en la mano.

—Buena idea —dijo ella. Apuntó cuidadosamente, dirigiendo el disparo a la frente del tercero, la tercera persona, ¿la tercera criatura? Dick no sabía cómo referirse a ellos. Apretó el gatillo y luego dejó caer el brazo, con la pistola todavía en la mano—. Nos vendría bien tener ayuda. Debemos regresar a la casa antes de que anochezca.

Él la siguió de vuelta. No sabía qué otra cosa hacer.

Influjo lunar funesto

Prestigiosos psicólogos explican el reciente estallido de violencia en América [Revista
Home Front,
marzo 2005]

Nilla se frotó las manos y la garganta, se rascó la piel con ásperas toallas de papel intentando quitarse la sangre del cuerpo. Había tirado sus prendas blancas. Estaban irremisiblemente manchadas. Había encontrado una bata blanca que olía a desinfectante y un holgado pantalón de pijama de médico. Tendría que ser suficiente.

Continuó mirando fijamente el espejo del baño de mujeres a pesar de que se ordenó parar.

Tenía los dientes sucios. Los rodeó con un dedo, deseando tener un poco de pasta de dientes e hilo dental. Se detuvo mientras frotaba. Hilo dental. La mayoría de la gente no se molestaba en usarlo. Claramente ella sí lo hacía. No llegaba a ser un recuerdo del todo, se parecía más a la memoria de un músculo o al dolor de una extremidad amputada: ella utilizaba hilo dental en su vida anterior. Le dolía pensar en ello. Los cabos sueltos de recuerdos estaban unidos a la idea. «Yo solía lavarme los dientes con hilo dental», pensaba, y notaba que automáticamente su cerebro intentaba encontrar ejemplos, recordar anécdotas divertidas sobre esos momentos, incluso recuperar imágenes sueltas de su boca en el espejo del baño, trataba de recordar trozos de hilo dental entre sus dedos. Por alguna razón, sentía que su cabeza estaba llena de cubitos de hielo que traqueteaban cada vez que ella se movía.

Se miró de nuevo en el espejo. Las líneas azules bajo la piel no habían desaparecido. Eran sus venas. Nunca habían sido tan visibles. Bajo los ojos vio marcas oscuras. Manchas, en realidad, no meras bolsas, más parecidas a tatuajes. O moratones. Tenía pinta de haber recibido una paliza.

Miró de nuevo el lavabo y la sangre que se iba, formando una espiral, por el desagüe, porque no quería seguir contemplando su cara. No tenía pulso. No estaba respirando.

Nilla sabía qué significaba eso. Se había convertido en una rareza de la biología. Lo que no sucede hecho realidad. Estaba muerta, pero también evidentemente viva. Muerta. Viva. Viva. Muerta.

No muerta.

¡Ciudad yanqui dormida despierta al asesinato!

Selkirk, KS, «Escenario de carnicería» cuando una concentración de fanáticos de las motocicletas es atacada por los locales [thesun.co.uk, 22/03/05]

Tres helicópteros haciendo guardia alrededor de la prisión parecían suspendidos en columnas de resplandor mientras sus focos rastreaban el terreno que rodeaba el correccional de máxima seguridad Florence. Su escalofriante ruido había sustituido los sonidos nocturnos habituales de cigarras y ranas. Un cuarto helicóptero, más grande y más oscuro, entró para aterrizar y Bannerman Clark estaba esperando.

—Bienvenido a Colorado —dijo él, saludando a los jóvenes hombres y mujeres que descendieron. Eran los investigadores del USAMRIID, el Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, el centro principal de defensa contra armas biológicas del ejército en Fort Detrick, en Maryland. Parecía como si prefirieran lamerse las suelas de las botas unos a otros antes que acercarse un poco más. Clark se había quitado la gorra de plato y la había sustituido por un gorro de ducha de plástico. Llevaba guantes de látex en las manos y una mascarilla quirúrgica colgando alrededor del cuello.

—Todavía no conocemos los parámetros que tenemos, así que estamos siendo precavidos —explicó él—. Tenemos que dar por sentado que todas las personas de este complejo están comprometidas. Por favor, sigan al sargento.

Los investigadores desfilaron obedientemente a través de una garita de acceso definida por dos vallas de alambre de espino al interior de su nuevo hogar. El 8º Escuadrón de Apoyo Civil no había perdido el tiempo a la hora de establecer un laboratorio temporal para los de la guerra biológica, habían tomado posesión de los terrenos de la prisión para instalar los diez tráileres dobles bajo tiendas de presión positiva con centros de descontaminación en cada acceso. El contingente de USAMRIID estaba acostumbrado a este tipo de confinamiento, ya que todos contaban con certificados de medidas preventivas de bioseguridad de nivel cuatro, y todos mantuvieron la cabeza baja mientras los conducían hacia el lugar donde recibirían la orientación básica.

Un hombre permanecía en el helicóptero grande y Clark quiso averiguar de quién podía tratarse.

—Hola, Bannerman, ¿eres tú, viejo amigo? —preguntó el hombre, entrando en la zona iluminada por la rampa de salida del aparato. Llevaba un uniforme del ejército con un turbante y una poblada barba blanca, sus ojos centelleaban a la luz.

—Vikram, Vikram, ¿qué es de tu vida? —Clark se echó a reír, contento de ver a un amigo a pesar del siniestro escenario.

El comandante Vikram Singh Nanda y Bannerman Clark habían hecho carrera juntos, comenzando en la división de ingenieros en Vietnam. Habían pasado de verde a caqui a la vez y, según se cuenta, recibieron sus cargos en la misma ceremonia.

Habían perdido el contacto a lo largo de los años, pero Clark se enteró de que Vikram había terminado en Fort Detrick y había albergado la esperanza de que surgiera la oportunidad de retomar el contacto. No esperaba que su viejo colega apareciera en persona.

—He oído que tenías un problema muy, muy serio aquí, en tu Colorado, así que he venido. Qué menos. He solicitado esta misión. —Clark no daba crédito a su suerte; tener a Vikram Singh Nanda a cargo del equipo de guerra biológica era sin duda un as en la manga. No obstante, su sonrisa no duró mucho, porque un momento más tarde la cara de Vikram se transfiguró—. Es serio, ¿verdad?

Clark asintió con la cabeza.

—Te lo contaré todo de camino. Salgo hacia California esta noche. Puedes venir conmigo si no te importa el
jet lag.
Es un virus, o eso creemos. Los síntomas son ataxia, afasia y demencia aguda. Las víctimas manifiestan comportamientos agresivos… que incluyen canibalismo. —Vikram se quedó boquiabierto y Clark asintió dándole la razón—. Para ponerle la guinda al pastel, también tiene un periodo de incubación de tan sólo unos cuantos minutos. Sí, es serio.

Vikram negó con la cabeza con preocupación.

—Jamás había oído que sucediera algo similar en la naturaleza. Este tipo de efectos debería tardar meses en manifestarse. Dios no crea algo tan virulento sin más a menos que… a menos que creas que ha sido manipulado para ser utilizado como arma.

Bannerman Clark asintió discretamente porque todavía no quería decirlo en voz alta. Él había llegado a la misma conclusión. Un patógeno que podía destruir la mente de un ser humano y volverlo en contra de sus amigos y compañeros de trabajo con intenciones homicidas en un plazo de minutos tenía que ser el arma terrorista definitiva.

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