El ayudante del alcaide se encogió de hombros cuando sus subordinados lo miraron en busca de confirmación para la orden de Clark.
—He sido relevado del mando. Haced lo que él diga.
Fueron necesarias seis llamadas para que Bannerman Clark fuera designado comandante de Incidente Local para lo que todavía había de convertirse oficialmente en un incidente. Normalmente, rozaba lo imposible acercarse a las cadenas de mando civiles, incluso en una emergencia. Tras el 11-S el sistema se había racionalizado considerablemente. Los galones de capitán de Clark apenas le garantizaban el tipo de poder e influencia que estaba autorizado a ejercer por entonces, pero esto era una OOTW
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y las prioridades habituales y las cortesías se invertían. Alguien tenía que estar al mando. Alguien tenía que empezar a dar órdenes.
—Creíamos que debía de tratarse de drogas —informó Glynne—. Estamos entrenados para ocuparnos de eso. Envié hombres que ni siquiera toman una aspirina cuando les duele la cabeza. No lograron salir.
A Clark no le sorprendió que Glynne no viera más allá de sus narices. En 1997, un preso fue asesinado en el CMS-Florence y el cadáver no fue hallado hasta cuatro días después. La prisión estaba tan férreamente restringida y controlada que cualquier desviación del horario estándar, incluso una peligrosa, sencillamente no se registraba. Abrió la tapa de su móvil y escribió un mensaje de texto al teniente de la base de las Fuerzas Áreas de Buckley con el 8º Escuadrón de Apoyo Civil, el destacamento de fuerzas de armas de destrucción masiva de la Guardia Nacional. Para Clark era bastante evidente que los hombres que habían tomado la zona no estaban bajo los efectos de las drogas. Sólo algún tipo de virulenta enfermedad podía causar este comportamiento caníbal. Tal vez una cepa mutante de meningitis. O la rabia.
—Hicimos que entraran hombres con todo el equipo antidisturbios a golpe de descargas de electrochoque. Llenamos la habitación de gas lacrimógeno, abrimos las mangueras a toda presión sobre ellos. Cada vez que he enviado un hombre allí dentro, le han arrancado las protecciones y la garganta sin más. Yo mismo vacié seis cargadores de un 357 en el pecho de uno de esos gilipollas. Dio vueltas como una peonza, pero luego siguió abalanzándose sobre mí. Todavía sigue allí abajo, dando vueltas. Comiendo.
Una luz de emergencia cerca del techo del agujero negro se puso naranja en la oscuridad cuando empezó a calentarse. Estaba diseñada para funcionar así. Si los residentes de la UEI eran expuestos a una luz potente sin previo aviso, se los podía cegar temporalmente. Clark se quitó el dispositivo de visión de la cabeza y lo dejó cuidadosamente sobre el escritorio mientras la luz ascendía a máxima potencia.
Bajo la nueva iluminación, Clark vio a uno de los afectados tambaleándose sobre una montaña de basura, rollos de papel higiénico deshechos, trozos de periódicos, fragmentos de un traje antidisturbios destrozado. Se movía como una rana en un terrario, extendía las piernas lentamente para hacer palanca al tiempo que la parte superior de su cuerpo permanecía inmóvil. Los demás se retorcían en la pila, desnudos y exentos de vergüenza alguna mientras se alimentaban. Los hombres de las celdas levantaron la vista hacia la luz, pero no parpadeaban. Clark gruñó a su pesar. Las víctimas estaban en muy mal estado. Un preso había perdido las orejas y los labios. Otro tenía casi todo el estómago arrancado entre la caja torácica y la pelvis. ¿Cómo podía alguien levantarse y moverse después de sufrir esa herida? ¿Cómo era posible que alguien sobreviviera a ella? Clark se estremeció y se recuperó. Tenía trabajo por hacer.
—Necesito a todo su personal aquí. Despiértelos si tiene que hacerlo y hágalos venir. Las próximas veinticuatro horas serán cruciales para contener esto. Tenemos que poner en cuarentena a cualquiera que haya podido estar expuesto hasta que sepamos que no lo van a propagar. —Se volvió hacia el técnico que había activado las luces. El hombre al menos sabía cómo hacer algo útil—. Glynne se me ha presentado como ayudante del alcaide. ¿Dónde está el alcaide mientras sucede todo esto?
El técnico miró a Glynne.
—De vacaciones. Fue a visitar a su familia a California —le respondió.
¡Veganos fuera! ¡Éste es un país carnívoro! [Valla publicitaria a las afueras de Grand Junction, Colorado, pagada por la Asociación de Ganaderos de Ternera y Búfalo de Colorado, 2005]
La enfermera con la bata de osos panda regresó, al fin, empujando un electrocardiógrafo hasta el cubículo de Nilla. Parecía cansada, exhausta, y el sudor había calado la zona de las axilas de su bata. Sin una palabra, arrastró el carrito hasta el borde de la cama de Nilla y empezó a rasgar bolsas de plástico y abrir tubos de gel. Cuando levantó la camisa de Nilla, casi dejando al aire sus pechos, pensó que tenía que decir algo.
—¿Qué está pasando? —exigió saber Nilla—. Llevo tumbada aquí con estas correas desde hace horas. Sin duda, si tuviera la rabia, a estas alturas estaría echando espuma por la boca o algo.
La enfermera la miró con reproche.
—¿Rabia? ¿Quién ha dicho que tenga la rabia? Esto es ridículo. Estoy en medio de un turno doble que me han asignado sin previo aviso y no he comido. Tengo hambre y estoy cansada y quiero irme a casa y ahora tengo que escuchar a pacientes que han visto un capítulo de «Urgencias» y creen que pueden diagnosticarse ellos mismos. Rabia, hay que joderse. ¿Puedo hacer mi trabajo, eh? ¿Crees que puedo hacer mi trabajo y punto? No tengo tiempo para esto.
Nilla no podía evitarlo, se sentía escarmentada. A fin de cuentas, comprendía cómo era tener hambre y estar cansada. Ella estaba poco más o menos igual.
—Lo siento —se disculpó.
La enfermera negó con la cabeza. Apretó un tubo sobre el estómago de Nilla y el gel helado cayó sobre su piel, lo que le hizo hacer una mueca. A eso le siguieron una serie de electrodos que tenían que fijarle. Por último, la enfermera encendió la máquina y giró unos controles.
—Vamos. Vamos —masculló la enfermera mientras el electrocardiógrafo se calentaba—. Venga.
La pantalla del electrocardiógrafo finalmente se iluminó y, simultáneamente, sonó una alarma. En la pantalla se dibujó una línea recta de izquierda a derecha sin ningún tipo de desviación.
—Dios —maldijo la enfermera, y le pegó un manotazo a la máquina con fuerza. No cambió nada. Apagó la alarma—. ¡Otra disfunción!
—¿Qué… qué ha querido decir eso? —preguntó Nilla, súbitamente aterrorizada—. ¿No tengo pulso? ¿Qué está pasando?
La enfermera volvió a maldecir y quitó de un tirón los electrodos del cuerpo de Nilla.
—Quiere decir que mi máquina está jodida, y ahora tengo que conseguir otra de la otra punta del hospital, y me quedaré sin el descanso para fumar otra media hora. Eso es lo que significa, joder. Jesús, ¿puede calmarse? —Cogió la muñeca atada de Nilla y colocó el dedo índice sobre la zona del pulso. Tras unos segundos, su boca hizo un gesto de ofuscación y colocó la palma de la mano bajo la nariz de Nilla, tratando de sentir su respiración.
El enfado desapareció de su cara, llevándose con él todo el color. Sus ojos se suavizaron y su boca tembló un poco.
—¡Oh, Dios! ¡Un médico! —gritó—. ¡Código azul, código azul! —Se dio media vuelta para salir corriendo del cubículo justo cuando apartaron de un tirón una de las cortinas. Los dos oficiales de policía que habían llevado a Nilla, Emerson y Pankiewicz, según recordaba ella, estaban allí. No tenían tan buen aspecto. Su piel parecía innegablemente azul a la luz del fluorescente y sus ojos estaban idos, vueltos hacia su cabeza. La camisa de Emerson estaba hecha jirones y a Pankiewicz le faltaba la gorra.
—Por favor —dijo la enfermera—, por favor, salgan de…
Emerson la cogió por la cabeza y le mordió la nariz. Pankiewicz se tambaleó hacia delante y aterrizó en el estómago de la enfermera, derribándola sobre la cama. Los tres cayeron hechos un amasijo en el suelo, un amasijo que se retorcía, tenía espasmos y a veces chillaba, pero no durante mucho tiempo.
Esta cadena está llevando a cabo una prueba del sistema de emisión de emergencia. Esto es sólo una prueba. [KCNC-TV, Denver, 19/03/05]
En su cama, Nilla imaginó que estaba a punto de morir. Se sentía como si su alma ya hubiera abandonado su carne. Chilló y su conciencia revoloteó sobre su cuerpo, su mente desconectándose para ahorrarse el choque. Se retorció en la cama, sus músculos se convulsionaban de forma salvaje mientras ella veía cómo los brazos y las piernas se le doblaban y relajaban, pateaban y empujaban y se agitaban intentando liberarse de sus correas.
Desde los pies de la cama, oía un sonido como de aire expulsado de un globo y luego un sonido de burbujas sacadas de un recipiente blando. De vez en cuando sobresalía un rechinar de dientes.
Iban a matarla, iban a comérsela a ella también. En cualquier instante.
Sobre sí misma, flotando en un lugar desde el que podía ver su tatuaje y su marca de nacimiento y la marca del mordisco en su hombro y el matojo grasiento en que se había convertido su pelo, Nilla apenas sentía miedo o preocupación. Percibía ineficiencia. Por ejemplo, sus brazos estaban en peligro de sobreestirarse y posiblemente desgarrar los ligamentos por la manera en que seguían presionando y tirando de las correas. Si se limitaba a arquear la espalda así, y a levantar el antebrazo tan alto como pudiera, así, sería mucho más fácil. Bastaría con que utilizara los dientes para abrir la tira de velcro del cierre. Sería sencillo.
No, no, no, le dijo su cuerpo. Las extremidades y las espaldas no se doblan así. Los cuerpos normales no pueden. ¿Acaso su cuerpo no era normal? ¿Era diferente de algún modo?
Un chorro de sangre caliente salió disparado y salpicó las plantas de los pies de Nilla. Veía la espalda de Emerson balanceándose arriba y abajo, embistiendo, moviéndose espasmódicamente como podría hacerlo durante un orgasmo. Ella comprendió qué significaba. Estaba tragando trozos de carne enteros, de la misma manera que hace una serpiente.
Su mente gruñó exasperada y ordenó a su cuerpo que se moviera. Retorciéndose en la cama, forzando tendones que estaban más rígidos de lo que deberían, logró levantar el brazo, con la espalda girada de manera que le bastaba con volver el cuello y tocar el extremo de la correa con la boca. Sólo un poco más, exigió, pero su cuerpo protestó, un ápice más y se desgarraría un músculo de la espalda. Su mente le señaló cuál sería la alternativa.
Hizo un brusco movimiento hacia delante con la cabeza y hundió los dientes en la correa de nailon. Notó su suavidad, la textura de su tejido con la lengua. No debería haber sido capaz de hacer eso. ¿Había sido profesora de yoga antes de perder la memoria? No tenía tiempo para pensarlo. Su cabeza retrocedió de un tirón, incapaz de mantener esa incómoda postura, y la correa se abrió con un ruido tan estrepitoso como una máquina cortacésped arrancando.
Pankiewicz levantó la vista, veía su cara empapada de sangre por encima del borde de la cama, claramente alertado por el sonido. Un momento después desapareció de nuevo, abstraído en su festín. Con un brazo libre, Nilla se cogió la otra muñeca y arrancó la atadura que la retenía, luego liberó rápidamente sus tobillos. Estaba libre, estaba fuera, su mente voló de vuelta a su cuerpo y se dio cuenta de que había conseguido poca cosa. Los policías todavía seguían comiéndose viva a la enfermera delante de ella. Aún estaba en peligro.
«¡Vete, vete!», convinieron su mente y su cuerpo. Sobre la cama, llevó sus pies hasta debajo de su cuerpo; y luego se puso de rodillas. Esperaba sentir un leve mareo, en cambio tuvo convulsiones en todo el cuerpo, sus músculos vibraban como gomas elásticas estiradas. No estaba en buena forma y estos ejercicios no estaban ayudando.
«Sólo queda una proeza por hacer», se dijo a sí misma, y saltó por encima de las cabezas de los policías. Aterrizó en las baldosas frías del fondo, rodó hasta detenerse y levantó los brazos para protegerse la cabeza y con las piernas tan dobladas como podía.
Emerson no se inmutó. Continuó comiendo, con la cara enterrada en el abdomen de la enfermera como un buitre buscando vísceras. Sin embargo, Pankiewicz sí se fijó en ella. Se dio media vuelta, todavía de rodillas sobre el suelo sucio del hospital, y la miró fijamente. Sólo sus ojos eran visibles. El resto de su cara era una masa sangrienta.
Fue hacia ella de rodillas, con la cabeza inclinada a un lado. Se movía lentamente, mucho, pero ella no podía evitar estremecerse de miedo, era incapaz de ponerse en pie. Cerró los ojos, no quería ver cómo su muerte reptaba hasta ella.
Aún podía verlo. A través de sus párpados.
Quizá… quizá «ver» no era la palabra correcta, era más que podía percibirlo, tal vez tenía un escalofrío en la nuca, quizá era exactamente igual que la imagen fosforescente que se veía al cerrar los ojos después de mirar una luz muy brillante, aunque… ella veía… a través de él, veía su interior. Una especie de rayos X. Veía la oscuridad que había dentro de él, una nube agitada de apagada energía que se disipaba como la niebla que salía del hielo seco. Llenaba todo su cuerpo, lo convertía en una figura de humo oscuro flotando sobre un fondo de color blanco puro.
¿Qué demonios? Echó un vistazo a Emerson y a la enfermera. El otro policía había experimentado la misma transformación, su cuerpo se mostraba como una silueta bullente de borrosa oscuridad que chisporroteaba y escupía. Nilla también veía a la enfermera, pero no de la misma manera. La energía de la enfermera manaba de ella y fluía por el suelo en generosos chorros. No era oscura, sino de un hermoso y radiante color dorado que brillaba, destellaba y cegaba los ojos de Nilla de tal manera que casi tenía que cerrarlos. Sin embargo, no quería hacerlo. Aunque antes el cuerpo desgarrado y sangriento de la enfermera la había horrorizado, desde esta perspectiva, la mujer agonizante se había transformado en algo de una belleza casi perfecta. Nilla quería acercarse, tocar a la enfermera. Deleitarse en la cálida efusión de luz. Beber de ella. Consumirla.
Se dio cuenta de que estaba salivando. Rápidamente bajó la vista hasta sus manos. Necesitaba saber. De algún modo, no le sorprendió encontrar oscuridad allí, llenando la silueta de sus dedos, arremolinándose en las palmas de sus manos. Volvió a levantar la vista y la dirigió de nuevo a Pankiewicz. Le mostró sus manos.
No cruzaron palabra. Estaba casi segura de que el policía no la habría entendido si le hubiera hablado. No obstante, un cierto tipo de comunión era posible.