—Dicen que las tropas han desertado por todo el Medio Oeste. Han vuelto con sus familias. ¿Te lo puedes creer? Yo lo pensé en Irak, creo que todo el mundo lo pensaba. Solíamos hablar de ello al apagar las luces, incluso hacíamos planes. Nadie lo hizo nunca. Te hubieran pegado un tiro.
—Todavía seguirás haciéndolo, no te engañes. Mantén la nariz limpia, el culo seco, la cabeza gacha. Tú viste los cuerpos que sacaron de ese contenedor Conex. Tío, no me hables de esa mierda. Ni siquiera me mires mientras lo estás pensando.
Clark aguzó los oídos. ¿Deserción? ¿Habían llegado a eso? Vikram tendría más información. Se abotonó la camisa del uniforme y se puso la gorra. Era hora de volver al trabajo. Se sentía extrañamente bien, al menos descansado, quizá realmente lo único que necesitaba era una siesta. Debería sentirse devastado, pensó. Debería estar consumido por la culpa. No sólo había disparado a una de sus soldados, e incluso si estaba muerta ella había sido…
Muerta.
Ella había muerto mientras él miraba, y luego se había levantado y había cojeado hacia él. Por supuesto, insistía su lado racional, ella estaba infectada, no muerta. Estaba cubierta de fluidos y tejidos del hombre infectado, cuyo cerebro Clark había, bueno, triturado, así que evidentemente ella estaba infectada, incluso aunque, aunque él en persona la hubiera visto desangrarse. Incluso aunque él mismo la hubiera visto morir.
Necesitaba pensar en ello. Necesitaba considerar todo lo que implicaba. También necesitaba quitárselo de la cabeza de inmediato si tenía que seguir funcionando.
—¡Chsss! Lo oigo acercarse hacia aquí, cierra el pico, ¿de acuerdo?
Clark se aclaró la garganta discretamente y abrió la puerta de la oficina del alcaide. En el pasillo que había al otro lado los dos policías militares estaban en posición de firmes pegados a una pared de acero con la pintura de color marrón desconchada. Sus saludos fueron perfectos.
—Descansen —ordenó Clark, y ellos relajaron gradualmente—. Ustedes dos, vayan al DCAF si tienen hambre, por ahora estoy a salvo, gracias. —Se dio media vuelta en dirección opuesta, hacia el centro neurálgico de la prisión.
Por el camino pasó al lado de una ventana y se sorprendió al ver que fuera había oscurecido. ¿Había dormido tanto tiempo? Normalmente se despertaba y dormía con la exactitud de un reloj. En el patio de la cárcel había soldados con linternas de luz roja haciendo barridos en el espacio abierto entre las alambradas.
Hasta el momento ningún infectado, ¿muerto?, se había internado en el valle de la prisión, pero era inevitable. Podían estar ahí fuera incluso ahora, arrastrándose hacia el calor y la comida atrapada en el interior del recinto. No podía verlos en la oscuridad, por supuesto, así que apretó el paso. Llegó en breves instantes al centro neurálgico.
Habían metido a presión estantes repletos de material informático en la pequeña oficina del ayudante del alcaide y el suelo era un peligro, lleno de cables sin protección. Todo el equipo aumentaba diez grados la temperatura de la habitación. El calor corporal de media docena de especialistas enchufando y desenchufando máquinas también ayudaba. El calor era agradable para los viejos huesos de Clark.
Al fondo de la sala, Vikram estaba delante de un enorme monitor de pantalla plana. Estaba leyendo una hoja de cálculo impresa mientras un especialista introducía las coordenadas en un portátil inalámbrico.
—Woods Landing, Wyoming. Eso será, ahora, déjame ver, cuarenta grados treinta segundos norte, ciento seis grados oeste; no hace falta que seamos tan exactos, ¿verdad? ¿Con nuestra resolución? La fecha para esta localización será el diecisiete de marzo. ¡Oh! El día de San Patricio.
Los finos labios de Clark titubearon en algo que se parecía a una sonrisa. Su amigo tenía la capacidad de mantenerse animado incluso a pesar de las circunstancias que ambos habían compartido en muchas batallas perdidas.
—Por lo que veo, sigues trabajando sin descanso mientras que el viejo disfruta de su sueño reparador —dijo Clark. El especialista del ordenador portátil apartó la vista y se hizo el ocupado, consciente de que él no debía formar parte de esta conversación.
—Son los datos de epidemiología, Bannerman. —Vikram le entregó la hoja de cálculo y Clark la escaneó.
—Sánchez me lo mencionó antes de ser asesinada —asintió él—. Era de lo que quería hablar conmigo cuando me llamó para que fuera a la Bolsa.
—Era su mayor logro. —Vikram tocó la pantalla con el dedo para mostrarle a Clark el mapa de Estados Unidos—. Esto es por lo que murió. —Diminutos puntos cubrían la mayor parte del Oeste en muchos colores diferentes. Clark supuso que sabía lo que representaban: toda manifestación conocida de la epidemia—. Había descubierto, como todos nosotros, que no es un virus ni una bacteria. Así que siguió adelante, en busca de otro villano. Y esto es lo que encontró.
Había demasiados puntos. Bannerman dejó de escudriñar la pantalla y miró el papel que tenía en la mano. Cada incidente iba acompañado de un lugar y una fecha, incluso la hora en muchos casos. Bajó hasta el final de la hoja, a la fecha más antigua.
—Esto no puede ser correcto. Estas fechas… Algunas corresponden al año pasado. Yo llegué aquí a mediados de marzo, ¿era el dieciocho? No, el diecinueve. Por entonces la epidemia tenía tres días.
—La teniente Sánchez no pensaba lo mismo. Ella creía que había comenzado antes, pero que habíamos pasado por alto los signos. Sus notas son exasperantemente vagas y, por supuesto, no podemos preguntarle en qué estaba pensando.
La culpa estalló en el estómago de Clark como un brote de acidez. Tragó saliva. Había trabajo que hacer.
—¿Qué pasa con su equipo? —preguntó Clark—. ¿Alguno era epidemiólogo?
Vikram asintió.
—Tres de ellos, todos buenos médicos, pero médicos militares. Ella les daba órdenes que ellos obedecían sin preguntar. Ella no les contó nada de lo que estaba haciendo, y no se trata más que del procedimiento estándar. Ése no es el misterio. Sobre todo los tenía para buscar artículos de periódicos. ¿Recuerdas el brote de violencia que tenía a los medios de comunicación tan excitados?
—Sí, por supuesto. Yo le echaba casi toda la culpa al enfado por las elecciones. En cualquier caso, eso es a lo que
The Economist
lo atribuía.
Vikram asintió.
—Pero eso no podía explicarlo todo. He leído los recortes. Yo mismo he leído una historia sobre un perro que se comió a su dueño antes de que lo sacrificaran. Sobre una madre que despedazó a sus hijos pequeños. Niños desaparecidos. Asesinos en serie. Partidas en mal estado de drogas como PCP o polvo de ángel. La teniente Sánchez encontró éstos y muchos más y vio la prueba de un patrón mayor. —Vikram tocó el brazo del especialista de sistemas—. Por favor, enséñeselo ahora.
La pantalla se llenó con lo que podía ser una telaraña o las raíces de un árbol espantoso. Clark notó cómo se quedaba sin aire. Esto lo cambiaba todo. Cogió su teléfono móvil. El civil tenía que saber esto. Todo el mundo tenía que saberlo.
—No es una enfermedad en absoluto, no lo creo —apuntó Vikram, mesándose la barba—. Es algo más parecido a una radiación. O quizá es magia.
Clark le lanzó una mirada de advertencia y presionó el botón
ENVIAR
.
¡No vacuna, no paz!
La oficina del sheriff en Clark County tiene algunas, de acuerdo con un testigo ocular infiltrado, pero no planea distribuirlas. ¡Qué cojones! ¿Si fuera BLANCO como TÚ, podría recibir mi dosis, señor AGENTE? [«unDead Amerikkka» boletín de noticias electrónico distribuido por correo electrónico, 09/04/05]
Hombres armados con metralletas y pertrechados con gorras de béisbol marrones patrullaban la Terminal Dos del Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas. Se movían en equipos de dos o tres. Uno de ellos condujo un par de dobermans justo por delante de donde Bannerman Clark estaba sentado esperando el siguiente vuelo a Washington.
—No llevan placas identificativas —le comentó Clark al hombre que estaba sentado a su lado en el bar. Dio un sorbo a su ginger ale, un poco de azúcar siempre lo ayudaba con el
jet lag,
y observó cómo uno de los perros metía el morro en una papelera—. Ni insignia. ¿Es algo nuevo? —Nunca había estado en Las Vegas, y ahora estaba allí sólo porque era el único aeropuerto del Oeste que no había sido tomado. Un helicóptero militar lo había llevado hasta allí, pero carecía de la autonomía necesaria para trasladarlo hasta la capital.
El hombre de negocios sentado a su lado se encogió de hombros, arrugando su chaqueta de
tweed
y miró a Bannerman con cierta sorpresa.
—Ésta la única ciudad en un radio de ciento cincuenta kilómetros que no está atestada de maníacos muertos y usted se preocupa por la identificación. Son vigilantes privados. No hacemos muchas preguntas sobre ellos, y usted tampoco debería. Discúlpeme, tengo un vuelo que coger. —Dejó un billete de cinco dólares en la barra y se fue a toda prisa.
¿Quién había contratado a los vigilantes privados? ¿El alcalde de la ciudad? ¿El crimen organizado? No era la jurisdicción de Clark. Sin embargo, cuando finalmente llegó a Washington doce horas más tarde (tras una parada no programada en Saint Louis en la que no se le permitió desembarcar), descubrió que había más vigilantes privados en el Aeropuerto Nacional Ronald Reagan, aunque éstos al menos llevaban una especie de insignia en la espalda de sus chalecos antibalas: KBR. Un hombre con chaleco de KBR con un largo y ondeante bigote comprobó su carné de identidad antes de que lo condujeran como ganado a la zona de recogida de equipajes, a pesar de que él no tenía maletas que recoger.
Por lo menos el conductor del coche que lo recogió en la terminal era militar, un cabo del ejército regular con el pelo rapado en la nuca. En Georgetown, el cabo le hizo un breve saludo y le señaló la puerta de un edificio que Clark nunca había visto. No era el mismo edificio en el que se había reunido con el civil la primera vez, ni tampoco estaba cerca del Pentágono. No había ningún cartel en la puerta aparte del número de la calle.
En el interior se encontró con lo que en algún momento debió de ser un hotel barato. Había sido convertido en una oficina, las habitaciones de la primera planta se habían dividido en cubículos, pero a Clark le llevó un rato encontrar a alguien allí. Finalmente, un hombre con una camisa blanca abotonada hasta el cuello lo condujo hasta una sala de conferencias y llamó a la puerta. Dentro, el civil estaba sentado, recortado por la luz cargada de polvo y un aire atestado de moscas que filtraba una cortina veneciana, con una caja nueva de Marshmallow Peeps ante él.
—Ampliación de la misión —dijo, y se metió una de las chucherías en la boca.
Clark se quitó la gorra y dio un paso adelante.
—Tengo algo que me gustaría enseñarle —comenzó a decir, pero los ojos del civil no se inmutaron. Parecía inmerso en sus pensamientos.
—Ampliación de la misión —repitió él—. Doctrina Powell. Un millón de Mogadiscios.
Clark avanzó medio paso más.
—¿Discúlpeme? —preguntó.
—Tendrá que perdonarme, Bannerman —dijo el civil, arrastrando las vocales—. Me estoy recuperando de mi dosis vespertina de oxicodona, la heroína de los paletos. Tengo fatal la espalda, entiende. Fatal, de veras.
No le pidió a Clark que sentara, y tampoco había ninguna otra silla en la oficina.
—Es una pena lo de Los Ángeles. Y, oh, lo de Colorado, ¿verdad? Viene de Colorado, zona horaria de las montañas. Tienen algunos paisajes bonitos. Necesito recuperar velocidad en serio. Espere. ¡Marcy! —gritó—. Ni siquiera hay un intercomunicador en esta oficina. ¡Necesito mi estimulante!
Una joven trajo una bandeja y la depositó en el escritorio. Contenía un vaso lleno de hielo y una lata de Red Bull. El civil hizo caso omiso del vaso y bebió directamente de la lata.
—Qué bien que hayas venido, Bannerman. Aprecio las reuniones cara a cara. Escucha, hay algo que necesito presentarte. ¿Estás preparado? ¿Necesitas refrescarte?
—No, yo… —Clark miró su maletín—. Estoy bien, gracias. Sin embargo, le ruego que me disculpe, hay unos papeles que necesito que vea. Es material crucial.
—Lo sé, Bannerman. Oí lo que me dijiste por teléfono. Ahora vamos. Cuento contigo para mi repunte. ¿Sabes que eres el único de los militares que salió de Denver sin perder un solo soldado? —Levantó una mano para pedirle paciencia, a pesar de que Clark no lo había interrumpido—. Es cierto, has perdido a uno de tus subordinados frikis. Lo de la teniente Sánchez es definitivamente una lástima. He leído acerca de ella, ojalá hubiera llegado a conocerla. Vamos. La persona con la que nos reuniremos para comer querrá escuchar lo de tus papeles. —El civil se levantó del escritorio y salió por la puerta. Lo único que Clark podía hacer era seguirlo.
Objetó unas cuantas veces que era realmente importante que primero hablaran en privado, pero el civil se limitó a sonreír. Clark le siguió el juego, necesitaba a ese hombre. Necesitaba la autorización para unir las últimas dos piezas del rompecabezas. Necesitaba tiempo extra.
Y necesitaba encontrar a la chica rubia. Ella podía tener información crucial para él. Podía ser la respuesta que estaba buscando. Estaba más seguro que nunca. Lo que antes había sido una corazonada se había convertido en una pieza fundamental en el rompecabezas. Lo que Sánchez había descubierto lo hacía posible. Al menos, factible.
Necesitaba de veras hablar de ello, pero el civil no paraba. Avanzaron rápidamente a través del laberíntico edificio de oficinas venido a menos, serpentearon entre hileras de cubículos y cruzaron dos puertas de incendios de acero. Finalmente, llegaron a un despacho más grande en la tercera planta del edificio. Habían instalado apresuradamente un lector de tarjetas cerca de la puerta, el yeso de debajo estaba roto y desmigajado. El civil pasó una tarjeta por la ranura y accedieron al interior.
Una mujer entrada en años con un traje de vestir inmaculado se levantó de detrás de un escritorio y se dirigió apresuradamente hacia ellos. Su cara era una máscara de porcelana blanca, inmóvil, tan laxa y carente de sangre que Clark se llevó la mano a la pistola que había dejado en Florence.
—Todavía no estoy muerta, capitán —dijo la mujer, su boca era una ranura inmóvil en el centro de su cara.
—Bótox —susurró el civil con la mano delante de la boca.