—Aguante, teniente —le dijo a través del intercomunicador, luego salió a la carrera de la sala.
Sacó el móvil y llamó para pedir ayuda, a quien fuera.
Fuera el sol brillaba con mucha, mucha fuerza. Clark corrió por el lado de contenedor del mercancías y entró por el otro extremo a través de una pared con una portezuela con cremallera, luego cruzó una sala de descontaminación. Una ducha automática lo bañó con agua hirviente y él se llevó los brazos a la cara, le ardían los ojos a causa del antiséptico. A su espalda, oyó botas rechinando sobre la grava, demasiado lejos, él era el único que estaba lo bastante cerca para responder. Atravesó un compartimento estanco interior, ajeno a las chirriantes alarmas que le decían que no había cerrado la puerta exterior.
Dentro el aire olía a descomposición y horror, se enjugó el agua jabonosa de los ojos y trató de orientarse. Se encontró de pie al lado de la camilla, al otro lado de donde estaba Sánchez. El hombre infectado había soltado sus correas, se había sentado en la camilla y agarraba con ambas manos a la científica, que se retorcía. El cerebro expuesto al aire libre cayó hacia la cara desfigurada, bamboleándose en el extremo de su médula espinal. «Dios mío, ¿cómo es posible?», pensó Clark. Alargó la mano hacia la bandeja de instrumental en busca de cualquier cosa que pudiera servir como arma. Acabó con un escalpelo cubierto de sangre y trató de clavárselo al hombre en las muñecas, pero Sánchez seguía moviéndose a su alrededor, intentado liberarse de su férreo agarre. No había forma de garantizar que no acabara apuñalándola a ella.
—Está bien… está bien —le dijo la teniente—. Siento haberle asustado. No puede hacerme daño, no tiene boca, así que ¿cómo podría morderme? De veras, capitán, yo…
El hombre infectado le soltó la muñeca y hundió los dedos en su garganta, las gruesas e irregulares uñas se hundieron profundamente en la carne. Clark pinchó la muñeca del espécimen, tratando de cortarle los tendones. Le chorreó por los antebrazos sangre caliente y roja. La sangre de Sánchez. El hombre infectado había encontrado su yugular.
Clark soltó el escalpelo y corrió alrededor de la camilla con la intención de poner sus propias manos en el cuello de Sánchez para detener la hemorragia, consciente de que era demasiado tarde, pero incapaz de detenerse de todas formas. Se golpeó la cadera con la esquina de metal de la camilla y notó como el dolor se apoderaba de su muslo. El hombre infectado soltó a Sánchez y ella se tambaleó hacia atrás, la sangre manando de su cuello como el vino de una botella.
No parecía tan asustada o dolorida como curiosa. Clark se preguntó si sería una buena científica hasta el mismo final. ¿Se estaba aproximando a su muerte con un ardiente deseo de saber qué se sentía, de ver qué sucedía a continuación? Se desplomó sobre el suelo metálico del contenedor sin hacer ruido alguno.
Algo en el cuerpo de Clark se contrajo como si estuviera teniendo un ataque al corazón. No, no era él en absoluto. El hombre infectado lo había cogido con ambas manos y estaba intentando atraerlo hacia sí. Se volvió para encarar al asesino de Sánchez y vio a dos policías militares entrar a la carrera en la sala. Levantaron las armas para disparar al espécimen.
—No, no —ordenó Clark—. ¡No disparen! —Las armas descendieron a la vez.
El hombre infectado imprimió más fuerza a su agarre, sus dedos eran fríos sobre el brazo y el abdomen de Clark. La determinación de sus brazos no se alejaba de lo extraordinario. Clark observó los pliegues grises de su cerebro y se preguntó dónde almacenaba esa resolución. Alargó una de sus propias manos y se apoderó del lóbulo frontal del hombre. Era suave, mucho más suave de lo que se había esperado y mucho menos viscoso. Con un solo movimiento lo arrancó como una lechuga.
Los dedos se aflojaron allí donde estaban en contacto con él y luego dejaron de moverse por completo. El hombre diseccionado cayó de espaldas, lo que quedaba de su cráneo impactó ruidosamente con el borde de metal de la camilla.
Los policías militares se acercaron y Clark les indicó que se marcharan. Se apiñaron sobre Sánchez, probablemente tratando de determinar si estaba muerta de verdad. Clark se tambaleó hacia la cámara estanca con la intención de tomar aire fresco. Apenas podía creer lo que acababa de suceder. Se suponía que el correccional de máxima seguridad de Florence era una fortaleza, un bastión impenetrable en esta nueva y horrible guerra. Si la muerte podía ir a por ellos incluso dentro de sus vallas de alambre de espino y su perímetro patrullado por perros, entonces, ¿qué lugar era seguro? ¿Seguía existiendo algo como la seguridad?
Antes de que pudiera apagar la ducha automática de la cámara estanca, estaba otra vez empapado de jabón, con la boca y la nariz llenas de espuma. Oyó gruñir a uno de los dos policías militares y el otro lo cogió de un brazo. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Disculpe, señor —dijo uno de ellos. Sus ojos eran muy, muy azules. Clark parpadeó. ¿Por qué lo estaban sujetando?—. Parecía que estaba a punto de caerse.
Piernas, las piernas de Clark estaban estiradas ante él, conectadas a él sólo en el más metafísico de los sentidos. Su cuerpo daba vueltas, su cabeza estaba envuelta en fieltro. Había chocado con la pared. Había un límite en el miedo y agotamiento que podía soportar un hombre de sesenta años. Luchando consigo mismo, recuperó el control. Estaba más asustado de humillarse que de tener un colapso por agotamiento.
—Sí, soldado, ya lo veo… Pero ya estoy bien, así…
A sus espaldas hubo unos estruendos metálicos en el suelo, un sonido fuerte, tintineante y penetrante. Clark volvió la cabeza y vio a Desirée Sánchez en pie. Su cuello tenía agujeros irregulares. Había tropezado con la bandeja de instrumental: un escalpelo había caído sobre su pie y allí se había quedado, agitándose, clavado en su zapato reglamentario. Las gafas se le habían enredado en las orejas de tal modo que le cubrían un ojo. El otro tenía una expresión vacía. Abrió la boca mostrando los dientes manchados de sangre.
Clark alargó la mano y se cogió al cinturón del policía militar de ojos azules. Se hizo con la pistola del soldado y descerrajó un tiro justo en medio de la cabeza de Sánchez. Por segunda vez en poco menos de unos minutos, ella cayó al suelo sin vida.
—Me voy a retirar de la habitación ahora —le dijo al hombre más joven que estaba a su lado—. Creo que necesito dormir un poco.
«Lo siento, pero el número solicitado no responde. Si lo desea, puedo seguir intentándolo; su teléfono sonará cuando lo haya conseguido. Este servicio tendrá un sobrecargo de setenta y cinco centavos. Pulse el uno ahora». [Mensaje telefónico automático, 10/04/05]
Nilla rascó un pegote de pintura en el lado de la cabaña. Cayó sobre su mano y lo tiró lejos de ella, al lado del cepillo que estaba apoyado en el tanque de propano. No aguantaba estar esperando, pero ¿qué otra cosa tenía que hacer? Singletary acabaría por ceder. Al final le diría lo que quería saber.
Ella lo oyó gimoteando en su cabeza, incluso a través de la pared de la cabaña. Suplicándole que se fuera, que se quedara, que lo escuchara. Ahora estaban continuamente comunicados, unidos el uno al otro por un lazo mental que no comprendía. Él afirmaba que tenía cosas importantes que decirle, pero ella seguía resistiéndose. Él seguía balbuceando sobre su hombre culpable y un lugar en lo alto de las montañas, probablemente una alucinación por haber estado demasiado tiempo en el desierto. Ella no le daba mucho crédito, ya que era evidente que estaba loco. Su presencia lo aterrorizaba, pero ella sabía que no podía irse sin más. No sin conseguir algo primero.
Nilla, el hombre culpable… es a ti a quien busca… por favor, todo depende de ti… El fuego… quemará el mundo,
se lamentaba él.
La ira crecía en su interior y ella notaba cómo se encogía como una polilla en medio de una hoguera. Había descubierto que sus emociones le hacían daño, le resultaban insoportables. Normalmente intentaba controlarse, calmarse conscientemente cuando él chillaba de esa forma. Esta vez era diferente, se le había acabado la paciencia. Estaba alimentando su rabia, avivándola hasta que explotó.
—¡No trabajo para nadie! —gritó en voz alta. Sus palabras reverberaron por el cañón con un eco que restallaba como explosiones, pero que sonaban mucho más alto en su cabeza—. Para nadie que no sea yo misma. ¡Yo soy mi propia… —se esforzó por encontrar la palabra adecuada. ¿Jefa? ¿Dueña?—, mi propia mujer!
La palabra que están buscando es «arma»,
pensó ella. No, otra persona había pensado eso. Pero no sonaba como algo que Singletary hubiera dicho. La voz era alta, casi ensordecedora. Cuando Singletary hablaba, lo hacía en un suave susurro.
No era yo
—aulló él—.
¡Nilla! ¡No… no vayas allí arriba! ¡Tienes que escucharme primero!
Las imágenes se desplegaron en su cabeza. Un paisaje de escarpadas montañas coronadas de nieve. Una horda de enormes animales, enormes merodeando, merodeando sobre rocas cubiertas de liquen. Un anillo de fuego que se expandía hacia fuera, ondulándose, tragándose el mundo entero.
No tenía sentido.
Singletary le había estado enviando esas imágenes durante días, pero no tenía una explicación para ellas. Él las había recibido en lo que afirmaba que era un sueño profético, y de algún modo, da igual cómo, él sabía que debía pasárselas a ella. Porque ella tenía un deber, una misión sagrada que llevar a cabo relacionada con esas montañas, esos animales, ese fuego. Nilla no tenía ni idea de qué significaban. Le faltaba un contexto de referencia para empezar a componer su significado, si es que tenían alguno.
—¡Para con eso! Dime lo que quiero saber y entonces jugaremos a lo que quieras. ¡Deja de meterme porquería en la cabeza y concéntrate en averiguar mi nombre!
Su sufrimiento se filtró en ella y Nilla notó como su cuerpo se estremecía bajo un calor de veintinueve grados. Él se retorcía sobre el suelo de listones de madera, un brazo constreñido bajo su cuerpo, con la circulación cortada. Su espalda se arqueó, babeaba. El dolor era horroroso. Ella no podía verlo, no podía soportarlo.
Entonces acaba con él, muchacha. Detenlo para siempre si te parece tan desagradable.
—¡Singletary, cierra la puta boca de una vez! —chilló ella. Pero el psíquico estaba más allá de la comprensión. En su dolor, ni siquiera la escuchaba—. ¡Escúchame! —gritó ella—. ¡Te estoy hablando a ti!
Te oigo a la perfección, cariño. Levanta la vista.
Ella se dio media vuelta, lentamente, comenzando a comprender, y se cubrió los ojos para ver.
En lo alto de una colina, a menos de doscientos metros, Mael Mag Och estaba sentado con su largo cabello ondeando en una brisa que ella no sentía. Levantó una mano y le hizo un gesto con el dedo para que se acercara.
Nilla cruzó el fondo del cañón y trepó por la vertiente rocosa que había más allá. Se quitó los zapatos y utilizó los dedos de los pies para cavar agujeros de apoyo, clavó las uñas en la erosionada arenisca.
No sudaba, ni jadeaba para respirar mientras escalaba, siempre hacia arriba, pero notaba la tensión en sus músculos muertos, el tirón en la espalda mientras subía el peso de su cuerpo hasta donde la esperaba sentado el hombre desnudo, sin moverse ni un centímetro para acortar la distancia entre ellos.
Cuando él le habló, oyó las palabras de verdad, el único sonido perceptible que había oído en horas. La extrañeza de una voz humana real la sorprendió y se estremeció.
—Qué cruel puedes ser. —Le chasqueó la lengua, como si acabara de llegar para entablar una charla social. Ella trepó hasta donde estaba él, sobre su abdomen, arrastrándose como un insecto, y cayó derrumbada—. Tan enfadada. Supongo que es comprensible. Los vivos han sido tan crueles contigo, ¿verdad? Y ahora estás dispuesta a torturarlos para averiguar un nombre que ya no significa nada.
Ella lo miró fijamente durante un momento, sin saber qué pensar. Estaba bastante segura de que Mael no era en absoluto lo que parecía.
—¿Tienes un plan mejor?
—Sí, muchacha. ¿Quieres oírlo?
Ella rodó sobre su espalda y se quedó tumbada observando el intenso cielo azul, de un color tan rico que durante el cénit estaba a punto de convertirse en negro.
—Tu inglés ha mejorado —le dijo ella.
Él lo interpretó como un sí.
—Acaba con toda la angustia, acaba con toda la tristeza. Expulsa la violencia y la depravación y el sufrimiento de una sola vez. Es una orden elevada, lo reconozco. Quizá podamos intentar una mejor: haz que lo hagan por sí mismos.
No le habían gustado las nebulosas negativas de Singletary. Aún le gustaba menos cuando Mael hablaba en acertijos.
—¿Qué eres? —le preguntó a la vez que se sentaba, con la mirada apartada de él. Naturalmente, él no estaba aquí. Sin embargo, no dejaba de ser una alucinación más agradable que la realidad de Singletary. Era agradable estar lejos de ese loco durante un rato.
—Hace mucho tiempo, era músico. Y político. Era hechicero y cazador también. Peleaba con monstruos en ocasiones. Conversaba con lo que vosotros llamáis dioses.
Ella sonrió débilmente. Genial. Un
freak
de Jesús. O no, había dicho dioses, en plural. Quizá era un Hare Krishna.
—Ah, ya veo, ¿y qué te decían los dioses?
La voz de él se suavizó.
—¿Puedo ser franco? Me susurraban en la oscuridad y el silencio del fondo de una laguna. Me decían que la humanidad es malvada. Los hombres son malos de corazón y deben expiar sus pecados con acciones. Con sacrificios. Sacrificios de sangre. Cuanto más tiempo siguiéramos sin redimirnos, más drástico debía ser el pago. Me dijeron que de no cumplir los rituales necesarios y que de no hacerse las buenas obras durante demasiado tiempo, al final podría ser necesario acabar con la raza humana. Por el bien del mundo.
—Eso es… —comenzó a decir Nilla, pero tuvo la astucia de no acabar la frase.
—¿Una locura? Ya sé que piensas eso. Tú generación es más lista. Tu tierra no cree en dioses. Creéis que todo pasa sin motivo, ¿no es cierto? Decís que creéis en la ciencia. En mi época éramos más inteligentes. Cuando los viejos hablaban, sobre todo el Padre de los Clanes, escuchábamos.
Nilla se puso de pie en lo alto de la roca y lo miró desde arriba.
—¿Iniciaste la epidemia? —inquirió ella—. ¿Lo hiciste? Es la sensación que me da. Trajiste a los muertos de vuelta a la vida para que pudieran matar a los vivos por ti. Juro…