Horrocks escupió ruidosamente.
—Se engancharán en las ruedas. Nos quedaremos atrapados y, antes o después, se nos acabará la munición, señor.
—Me temía que diría eso. Ábrame un pasillo de escape. Es necesario que mandemos refuerzos al grupo de asalto. Suba a los hombres al camión. —Se corrigió a sí mismo—: A los hombres y las mujeres. —No estaba fresco. Eso era todo. En condiciones normales jamás habría cometido un error así, pero llevaba demasiado tiempo sin dormir y sin comer de verdad—. Suba a las tropas a bordo y despeje el camino con la ametralladora montada, con las armas pequeñas, con lo que tengamos.
—¡Señor, sí, señor! —gritó Horrocks, y lo llevó a la práctica. Los operadores de la ametralladora del techo del HEMMT soltaron una descarga infernal y los infectados cayeron ante el camión igual que el maíz bajo una cosechadora. Las tropas iban colgadas de los lados y en lo alto del vehículo, masacrando cualquier cosa que intentaba meterse en el hueco que había abierto la ametralladora. El conductor se puso en marcha, con ambas manos aferradas al volante a medida que el HEMMT avanzaba por encima de la pila de cuerpos y saltaban entre la multitud como un corcho sale despedido de una botella de champán. En menos de sesenta segundos estaban rodando sobre un campo de golf perfectamente segado, luchando por no perder tracción.
Los infectados iban a por ellos desde atrás, pero el tercer escuadrón los mantenía a raya con fuego hostigante. Sobre el césped, el conductor apretó el acelerador y avanzaron a toda velocidad entre búnkeres y greens. Los soldados de fuera se agarraron como si les fuera la vida en ello mientras el camión rebotaba y se agitaba sobre sus ocho ruedas. Clark divisó al grupo de asalto más adelante. Contó tres vehículos. Debería haber cinco. Asimismo, uno de los tanques ligeros de guerrilla urbana parecía muy dañado. Los habían aparcado en una formación triangular que permitía al grupo cubrirse de la acción enemiga procedente de cualquier ángulo. El campo de golf que rodeaba los vehículos blindados estaba agujereado con oscuros y humeantes cráteres. Clark divisó civiles, tal vez setenta y cinco, muchos de ellos malheridos, apiñados dentro del perímetro. Sumados a los supervivientes con neurosis de guerra de la parte de atrás del HEMMT alcanzaban aproximadamente el centenar.
Uno de los soldados del grupo de asalto lanzó un despliegue de granadas desde un MK-19 montado en el techo de un vehículo y el humo y el fuego atravesaron una línea de árboles destrozando la madera y mandando nubes de hojas por los aires. Mientras se acercaban al grupo de asalto, Clark oyó las ametralladoras de calibre 50 de los vehículos emitir un estruendo de estallidos controlados y continuos, destrozando grupos de infectados a medida que salían de las calles y edificios cercanos.
El teléfono de la especialista de comunicaciones sonó y ella respondió.
—Copiado, Buckley. Aquí, alto y claro. Capitán, señor, hay un helicóptero llegando ahora mismo para cargar a estos amigos y también pueden llevarse a los nuestros.
—Al fin —dijo Clark. Por fin algo iba a salir bien. Entrecerró los ojos para protegerse del sol y vio un MH-53 Pave Low apareciendo entre las copas de los árboles. El Pave Low, un helicóptero de doble anchura equipado con compartimentos instrumentales y armamentísticos, era la aeronave de rotor más grande que poseía la Guardia Nacional Aérea. Podía transportar a los supervivientes a un lugar seguro sin dificultades, estuviera donde estuviese ese sitio.
El helicóptero depositó su desgarbada mole en un green y empezó a embarcar a los civiles. Un copiloto que ostentaba el galón dorado de teniente segundo descendió por la escotilla de la tripulación del morro y fue corriendo hasta Clark para saludar.
—Admiro su oportunidad, piloto —dijo Clark, devolviéndole el saludo—. Nosotros también acabamos de llegar.
—Señor, permiso para preguntar si me dirijo al capitán Bannerman Clark, señor.
—Concedido, y sí, así es. ¿Qué está pasando? Hable con franqueza, hijo, no tengo todo el día.
—Señor, tengo órdenes especiales para usted, señor, directas del Departamento de Defensa.
«El civil», pensó Clark. El hombre de los pajaritos de malvavisco. ¿En qué pensaba, dando órdenes a una unidad militar durante operaciones de combate? Eso rompía prácticamente todas y cada una de las reglas no escritas.
—Se nos ordenó localizarlo y enviarlo a casa. Debe coger su sección y dirigirse a algún lugar fortificado, nos han dicho. Acomodarse y esperar nuevas instrucciones.
Clark resopló sorprendido.
—Esto es ridículo. Todavía hay trabajo por hacer aquí, y no me marcharé hasta que ese trabajo esté acabado y no estará acabado, hasta que yo diga que lo está.
El teniente segundo Louey bajó la vista a sus botas de aviación.
—Señor, le ruego que me disculpe, pero yo no soy más que el mensajero y… señor, he estado volando por la ciudad todo el día. Lamento decírselo, pero cuando dice que queda trabajo por hacer, no lo hay. No hemos visto ninguna señal real de supervivencia desde esta mañana.
A Clark le bajaron cubos de hielo por la espalda.
—Ése —replicó Clark con suavidad—, ése no es el tipo de actitud que me gusta oír —continuó, pero fue incapaz de concluir la reprimenda. Trató de recordar en qué momento había subido al HEMMT el último superviviente. La última vez que habían visto a alguien enfrentándose a los infectados. Había sido la noche anterior, la interminable e insomne noche. Se tomó un segundo para pensar qué significaba, pero sólo un segundo.
—Sargento Horrocks —gritó—, ¿ha oído lo que dice este hombre? Es hora de que hagamos un repliegue táctico. —Que era la forma de decir en el ejército lo que antes se conocía como retirada. Lo que significaba que la Guardia Nacional y el gobierno federal habían clasificado Denver como insalvable. Un caso perdido.
—Poned vuestros culos en marcha, mis bebés —gritó Horrocks, alejándose—. ¡Echamos humo! —Algunos de los soldados ofrecieron un exhausto grito de alegría ante la noticia.
Querida hermana:
Los olmos que hay delante de mi ventana se están muriendo, algo que ahora apenas parece importante, ¿verdad? Y, sin embargo, no puedo evitar seguir mirándolos, con sus hojas y ramas enfermas que han dejado de brotar sin más. Alguien se acercó hoy para aplicarles una medicina, pero se quedó a la mitad. Todo el mundo está muy distraído en estos momentos. He oído que San Francisco ha desaparecido, ¿cómo es posible? ¿Cómo pierdes una ciudad entera? Las enfermeras apagaron el televisor antes de que pudiera averiguarlo. Por favor, visítame pronto, si puedes. Con amor, Irene.
[Carta entregada en una casa abandonada en Minneapolis, 08/04/05]
La diminuta cabaña estaba construida sobre unos pilares bajos en el fondo del cañón cerrado. Una estrecha escalera conducía a una ajada puerta de madera que no encajaba del todo en su marco. Detrás de esa puerta había un tanque cilíndrico blanco, probablemente la fuente de abastecimiento de gasóleo de un generador o una cocina de gas. Nilla invirtió más de una hora en inspeccionar, trepando por las rocas que lo rodeaban. No había carretera, ni siquiera un camino que condujera a la puerta deformada. Hasta donde ella alcanzaba a ver no había más que desierto en todas direcciones. ¿Quién viviría en un lugar tan aislado?
Se estaba haciendo esta pregunta cuando la puerta se abrió, dejando a la vista un rectángulo de fresca oscuridad. Incapaz de moverse lo bastante rápido para ponerse a cubierto, Nilla hizo lo que estaba comenzando a volverse algo natural: ocultó su energía haciéndose invisible.
Un hombre cruzó la puerta y avanzó hasta los primeros escalones. No llevaba más que unos calzoncillos bóxer y una barba blanca que descendía en poblados rizos hasta la mitad de su pecho. Tenía la cabeza afeitada, o a lo mejor era calvo sin más. Su piel tenía el tono cetrino de la piel sin cuidar y por su aspecto podía tener tanto cien años como sólo sesenta. Se rascó la parte posterior de un muslo y miró directamente a Nilla.
—Eso está bastante bien —dijo él—. Te puedes volver invisible. Por favor, entra. Tenemos que hablar.
—He oído hoy a un tipo en la tele, creo que era evangelista o algo por el estilo.
—Sí.
—Estaba hablando sobre el fin del mundo. Decía…
—Sí.
—… bueno, diciendo que quizá esto…, ya sabes. Quizá esto es todo. ¿El Día del Juicio? Y que estamos siendo castigados por nuestros pecados. Y eso me ha hecho pensar…
—¿Sí?
—Quiero decir que si ya hemos sido juzgados, ¿no?, si Dios ya ha decidido quién es bueno y quién es malo y toda esa mierda…, entonces lo que hagamos de ahora en adelante no importa. Es como un periodo de gracia. Es como que podríamos, no sé, quizá tú y yo podríamos. Bueno.
—Sí.
—¿Sí?
—Sí.
—Estaré allí en un momento.
[Llamada telefónica entre dos clientes locales en Boise, ID, 08/04/05]
Los infectados seguían llegando a cámara lenta. Como si estuvieran nadando en el aire.
—¡Que te jodan!
Con un bebé llorando en el hueco de su codo izquierdo, el superviviente levantó su reluciente pistola y disparó de nuevo. Bannerman Clark se preguntó si el hombre al menos apuntaba. Lo que era seguro era que no le estaba dando a nada.
—¡Que te jodan! —aullaba con cada tiro. Se había puesto afónico de hacerlo.
Con una señal, Clark envió al tercer escuadrón adelante a cubrir al hombre. Los soldados cayeron sobre una rodilla y dispararon al enemigo antes de que alcanzara al superviviente. Los ciudadanos infectados de Fountain, Colorado, giraron y se desplomaron y golpearon la acera con sus talones, uno detrás de otro. Tras la caída de Denver, los soldados habían aprendido a tomarse su tiempo y hacer disparos perfectos a la cabeza. Todo lo demás era un desperdicio de munición.
El hombre con el revólver de níquel no era capaz de bajar el arma. Sobresalía por encima de su hombro como la mitad de un crucifijo. Llevaba una camisa de algodón Oxford azul desabotonada, una corbata con el nudo aflojado y unos chinos color arena manchados con lo que parecía ser grasa de motor. Clark estaba bastante seguro de que no lo era.
—Que alguien… —dijo el hombre con voz ronca—, que alguien coja a este bebé… no es mío, joder. —Cerró los ojos y Clark se apresuró a coger al niño antes de que el hombre lo dejara caer. Conocía esa mirada, la había visto cientos de veces antes—. Joder —chilló el hombre, y comenzó a doblarse, como si las rodillas se le hubieran vuelto de gelatina.
—Que alguien le consiga una manta a este hombre. Está en
shock
—gritó Clark, pero antes de que nadie pudiera obedecer la orden, Clark oyó el repicante sonido de la carga automática de un arma barata al ser amartillada. Bajó la vista y vio el revólver apuntando a su cara. Notaba el calor procedente del cañón, el olor de la pólvora quemada.
Nadie se movió. Los miembros del tercer escuadrón eran demasiado listos y estaban entrenados para apuntar con sus armas a un asaltante armado. Los movimientos repentinos y las amenazas veladas podían instigar a un hombre desesperado en lugar de convencerlo de que desistiera.
—Soy Richie Wylie. Vivía por allí. —El cañón del revólver apuntó a la izquierda—. Un lugar bonito, ¿sabe? Mantenía el jardín arreglado, lo fertilizaba, lo regaba sin parar. Hay que hacerlo en este clima. Pagaba mis impuestos. ¿Me comprende? Pagaba mis impuestos cada maldito año. Yo he pagado su salario y usted debía venir a rescatarme.
—Estamos aquí ahora —intervino Clark, su voz sonó tan suave y neutra como fue capaz.
Bannerman Clark tenía la pechera de su uniforme de gala repleta de medallas, lo cual no quería decir que podía mirar el interior de un arma cargada sin temblar como una hoja. Estaba a cinco libras de presión de estar muerto y lo sabía.
—Inaceptable —le dijo el hombre.
Clark permaneció inmóvil. No levantó una mano para calmar al hombre. Podía parecer que estaba tratando de coger su pistola. Absurdamente, el principal pensamiento que lo ocupaba no era la posibilidad de morir, sino que esperaba no ensuciar sus pantalones del uniforme de batalla a causa del miedo. Si se cagaba, alguien lo vería, lo que supondría que todo el mundo lo sabría en veinticuatro horas y las mofas le perseguirían para siempre. Clark lo sabía, él también había sido uno de esos chavales sin nada mejor que hacer que intercambiar trapos sucios sobre los oficiales. Aunque sobreviviera nunca volvería a tener el respeto de sus soldados. Sólo por esa razón tenía que mantener la compostura.
—Si baja esa pistola podemos…
—¡Si la bajo, no me escuchará! —Wylie parecía cansado, exhausto incluso, pero eso precisamente lo podía hacer impredecible—. Tan pronto como lo haga sus hombres van a placarme y ambos lo sabemos. No soy imbécil del todo. Tiene que oír esto. Usted viene de Denver, ¿cierto? Sí, lo vi todo en las noticias. Viene de Denver. Estaba allí intentando hacer sabe Dios qué. Disparaba a gente muerta, oh, qué excitante, pero aquí no teníamos a ningún militar para ayudarnos. Aquí teníamos a dos policías ¡y uno de ellos tenía diabetes!
Para Clark no representaba tanto una novedad como una variación del mismo tema. El teniente general había recurrido a todas las tropas que pudo conseguir para la defensa de Denver, dejando el resto del área de Front Range sin una sola línea militar de defensa. Supuestamente, los refuerzos del este estaban en camino, pero durante tres días críticos la población rural de Colorado estuvo sola.
Sin embargo, a Clark le costaba reprobar el razonamiento del teniente general. En el estado de Colorado vivían cuatro millones de personas. Tres millones residían en Denver y sus alrededores. O al menos antes era así. La decisión debió de parecer clara en su momento.
—Quiero que me devuelvan mi vida, pero no pueden…, no estaban aquí… a tiempo… —Un sonido lastimero y muy alto salió de la garganta de Wylie. No le quedaba mucho—. No pueden… parar esto. No pueden detenerlo —dijo él. Se había puesto pálido. El revólver apuntó hacia abajo y luego cayó de su mano repiqueteando sobre la calle. En un instante entró el tercer escuadrón para apartar a Clark hacia atrás, lejos del asaltante. Uno de ellos le quitó el bebé, que no dejaba de llorar. Dos hombres agarraron la camisa de Wylie, sus brazos y su cuello, le pusieron las manos a la espalda y lo inmovilizaron. Todo había acabado en segundos. Clark tragó saliva, aunque no tenía nada en la garganta.