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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (12 page)

—¡Nadie allí abajo tiene autoridad para evacuar una ciudad entera! Se supone que eso no es posible sin mi visto bueno. —Clark sabía lo que aquello significaba. El incidente se había hecho demasiado grande para que un humilde capitán siguiera al mando. Alguien de arriba debía de haberlo relevado y los papeles seguían en la bandeja del correo. No le sorprendía demasiado, pero no le gustaba en absoluto—. ¿Han descubierto su nombre esos agentes de gatillo fácil? Me refiero a antes de que huyeran. Al menos dime que no la mataron.

—Todavía hay una orden de búsqueda y captura sobre ella. Quieren ponerla bajo custodia preventiva. Eso, sin duda, significa al menos que sigue viva. —Vikram se mesó la barba con una mano tensa—. Aunque me temo que su descripción no es demasiado buena: Edad entre dieciocho y cuarenta y cinco. Rubia. Tatuaje en el abdomen.

—Eso describe a la mitad de las mujeres de California —apuntó Clark con el ceño fruncido—. ¿No le hicieron ni una sola foto? —Por supuesto que no. La debacle en el hospital había sido completamente CMH (Cagada Mayor de lo Habitual). Llegó a la cápsida final de la Bolsa y echó un vistazo. A través del film de poliéster empañado distinguía una figura que parecía la de una larva blanca obesa con rechonchos brazos y piernas deslizándose por una serie de bandejas de instrumental, tocando los instrumentos de uno en uno. Debía de tratarse de la teniente Desirée Sánchez, la mujer con la que había venido a hablar, pertrechada de una indumentaria ventilada de una pieza biosegura. Un traje espacial, en la jerga de los de guerra biológica. Había otro ocupante en la parte más interna de la Bolsa y éste no llevaba nada puesto. Arrugado, gris, mutilado; una de las primeras víctimas de la prisión. Estaba atado a una camilla con cuatro correas, pero Clark lo veía revolviéndose y agitándose incluso a través de la pared translúcida.

—Buenas tardes, teniente —dijo Clark a un interfono que pendía de un cable del techo—. Confío en que ha concluido su valoración inicial. —Dejó de apretar el botón para hablar y miró a Vikram—. ¿Han evacuado toda la ciudad? Eso es una locura. —Vikram abrió la boca para contestar, pero la voz de Sánchez rechinó por el altavoz primero.

—Señor, no, señor. —Sánchez dejó el termómetro de oído que tenía en la mano y se acercó a la pared para que él pudiera verla mejor. Se puso en posición de firmes e intercambiaron saludos—. No he terminado mi evaluación porque he sido incapaz de sedar al paciente. Señor, sus órdenes establecían con claridad que no se podían llevar a cabo biopsias ni procedimientos invasivos en un sujeto no anestesiado.

Clark asintió en silencio. Quería que los pacientes infectados estuvieran tan cómodos como fuera posible. En su estado de confusión, difícilmente podían acceder a someterse a un examen médico, pero al menos él podía controlar su sufrimiento.

—Quizá pueda elaborar su respuesta, Sánchez —sugirió Clark, apretando los dientes.

—Señor, he aplicado un narcótico sedante, es decir, morfina, en dosis crecientes a intervalos de cuatro horas. He continuado subiendo la dosis más allá del nivel seguro para el ser humano. Sin embargo, no importa cuánto le inyecte, su comportamiento y su disposición no se han alterado. Hace unos minutos he aplicado lo que debería ser una dosis mortal instantánea y, como puede comprobar, el paciente conserva su motricidad íntegra. Insisto: eso debería haberlo matado. No lo ha hecho.

Clark intentó meter la mano que tenía desocupada en el interior de su bolsillo para poder juguetear con las monedas. En general, eso lo ayudaba a mantener la calma. Por desgracia, había dejado sus monedas con su uniforme en la entrada de la Bolsa.

—¿Tiene una explicación para lo sucedido?

—Así es, señor. El paciente ya está muerto.

Clark no dijo nada hasta que ella finalmente prosiguió.

—El paciente no muestra signo vital alguno. Ni respiración ni pulso. No puedo medir los niveles de oxígeno en sangre porque por lo que deduzco su sangre se ha coagulado y secado en sus venas. Está muerto de acuerdo a todas las definiciones médicas o legales que se me ocurren. Lo que tenemos aquí ya no es un ser humano, sino un zomb…

Clark apretó con fuerza el botón del interfono.

—Suficiente.

—Señor, con el debido respeto, ya no estamos tratando con un estallido de un virus tradicional. ¡Un virus no puede sobrevivir en tejido muerto! Es necesario replantear nuestras estrategias y…

Vikram se agachó hasta el interfono.

—Usted está a mis órdenes, doctora, y no toleraré este tipo de insubordinación. Estoy asombrado y consternado de que haya respondido a…

—¡Está muerto! ¡No está fingiendo! Señor, he hecho resonancias de prácticamente todo a este hombre y…

Clark se aclaró la garganta. Los otros hicieron silencio y esperaron un momento mientras él ordenaba sus pensamientos. El único sonido que había en la Bolsa era el crujido del film de poliéster al agitarse con la ventilación. Se pasó una mano por la frente y luego retomó la palabra con una voz suave y baja que reservaba para tranquilizar a subordinados aterrorizados en el campo de batalla. Miró con dureza a Sánchez, tratando de localizar sus ojos a través del plástico.

—Soldado, ¿qué dirá su informe oficial? ¿Ha pensado en ello?

—Señor… —comenzó Sánchez, pero Clark se limitó a levantar una mano para que aguardara.

—¿Dirá que ha pasado las últimas treinta y seis horas intentando sedar a un hombre que ya estaba muerto?

En el fondo de sus ojos apareció una ardiente rebeldía. Allí permaneció y no alcanzó su voz. A fin de cuentas, ella era una soldado. Sabía cuándo estaba recibiendo una orden.

—Señor, no, señor. No lo hará.

Zona en cuarentena

Los intrusos serán sometidos a confinamiento y descontaminación [Cartel colgado en Brentwood, CA, 30/03/05]

En los campos de regadío a las afueras de Lost Hills divisaron gente moviéndose lentamente entre los cultivos. Nunca más de uno o dos a la vez, todos dirigiéndose hacia la ciudad. Ninguno levantaba la vista hacia el coche cuando pasaba.

Shar se removía intranquila en los brazos de Nilla. La visión de la chica no muerta golpeada hasta la muerte le había afectado de veras.

—Luego vendrán a por mí —había gimoteado una y otra vez, a pesar de que Charles y Nilla le habían explicado que no había motivo para que pensara algo así. Nilla tenía razones de sobra para estar asustada por su propio bienestar, pero se lo guardó para sí.

Tras unos minutos de histeria total con Charles diciéndole sin parar que se callara, Shar le había pedido que detuviera el coche en medio de la carretera. No había tráfico. Dio la vuelta hasta la parte de atrás y se acurrucó en Nilla, que a duras penas podía negarse a abrazar a la chica aterrorizada.

—Tengo que llamar a mi madre —dijo en un momento dado. Sentándose erguida en el asiento, miró por la ventanilla a un hombre que no llevaba nada más que una enorme camiseta. Deambulaba por un campo de aguacates, las ramas lo golpeaban en la cara, pero él no les prestaba atención—. ¿Creéis… que es uno de ellos? —preguntó Shar.

—Holmes está plagado, Shar. —Charles rió satisfecho por encima de su asiento—. Está colocado, ¿sabes a lo qué me refiero?

—Tengo que ir a casa ahora mismo, Charles —dijo Shar en voz tan baja que él no pudo haberla oído. Las ventanillas del Toyota traqueteaban cada vez que ponía el coche a más de setenta kilómetros por hora y él se negaba a bajar el volumen de la radio, así que cualquier conversación entre los tres tenía que ser a gritos. Nilla abrió la boca, pero Shar hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no. Sólo estoy ensayando. Podría hacer que me llevara a casa si realmente quisiera. Charles quería ir a Hollywood, pero lo convencí de que no lo hiciera —aclaró Shar, levantando la vista hacia la cara de Nilla.

La chica estaba aterrorizada y un poco traumatizada. Nilla se preguntó cómo reaccionaría si descubriera que estaba buscando consuelo en los brazos de una mujer muerta. Mejor no averiguarlo.

—¿Ah, sí? —preguntó Nilla, su voz era un suave ronroneo. Quizá había sido una persona cariñosa en su vida anterior o tal vez era un instinto natural, pero sabía qué hacía falta para reconfortar a la chica. Le apartó el pelo de la frente a Shar. El hambre apuñalaba su estómago y le decía que era hora de comer, pero ella metió tripa y se negó a alimentar la idea—. Vaya, ¿realmente quería ir allí?

—Pensaba que podría encontrar alguna estrella del cine, o quizá algún cantante, y salvarlos de los enfermos mentales que hay sueltos, y que estarían tan agradecidos que nos dejarían quedarnos con ellos, de manera que no tendríamos que preocuparnos por el dinero.

Nilla asintió como si lo que acababa de decir tuviera todo el sentido del mundo.

—Pero entonces escuchasteis en la radio que debíais manteneros alejados de Los Ángeles.

Ella asintió y se frotó la nariz con ansiedad.

—Creo que a lo mejor debería sentarme ya. Delante, me refiero. —Miró intensamente a Nilla a los ojos y le dedicó una sonrisa de un microsegundo—. Gracias —dijo—. Me asusto mucho.

—Suele suceder.

Charles se detuvo en el margen de la carretera para que Shar pudiera volver al asiento del acompañante. Mientras estaba bajando del coche, la chica acercó la cara a la oreja de Nilla. Ésta cerró los ojos para oír bien lo que Shar tenía que decirle.

—No me odies por esto, ¿vale?, pero te hace falta de verdad utilizar desodorante.

No pararon en Bakersfield, aunque Shar y Charles discutieron sobre si debían hacerlo o no hasta mucho después de cruzar el deslavazado centro de la ciudad. Charles los llevó a la Ruta 58 tras unos cuantos intentos y antes de darse cuenta estaban de nuevo entre campos de cultivo. Nilla respiró aliviada. De ninguna manera quería parar otra vez en ningún lugar que estuviera habitado, a pesar de que Bakersfield pareciera exento de muertos. Quizá era un fenómeno local. Quizá si llegaba lo bastante al este, estaría a salvo. ¿Era eso lo que su misterioso benefactor había intentado decirle en la colina?

Pasados unos quince kilómetros de las últimas casas de la ciudad, comenzaron a ver coches que venían de la dirección opuesta dirigiéndose al oeste. Un coche familiar les hizo señales con luces cuando pasó acelerando a su lado, y Charles lo miró pensativo.

—Sí, que te jodan a ti también, abuela —dijo él, y se mordió los pelos que tenía bajo el labio inferior. Cuando empezaron a aparecer los carteles que indicaban la salida de Tehachapi, sucedió de nuevo, esta vez con un Madza Miata. Un tercer coche les pitó insistentemente.

Nilla miró a través del parabrisas y vio a la conductora diciendo que no con la cabeza y haciéndoles una señal con la mano para que se detuvieran.

—Charles, tal vez deberíamos ir más despacio —sugirió Nilla.

—Sí, y quizá deberías quedarte ahí sentada y no dirigirme la palabra —replicó él, volviéndose en su asiento, con el cinturón de seguridad clavado en la piel del cuello. Ella tuvo una súbita punzada de deseo; realmente quería hundir los dientes en su garganta, pero la venció—. Estoy un poco liado, y no te gustaría verme enfadado, ¿de acuerdo?

Nilla se cruzó de brazos y apartó la mirada.

Vieron de nuevo más tráfico que se dirigía al este y Charles tuvo que reducir la velocidad de todas maneras para adaptarse a la circulación general. Los carriles que iban al oeste se llenaron y acabaron parados. Charles apagó la radio y escudriñó la carretera.

Muchos de los coches que dejaban atrás les pitaban y cada tanto alguien bajaba la ventanilla para gritarles. Nilla no entendía lo que decían, se movían demasiado deprisa. Encontró un mapa en el bolsillo del asiento que tenía delante y lo sacó. Trató de interpretar sus colores y símbolos. Justo al este de Tehachapi había manchas marrones rodeando la carretera a ambos lados. Estudió la diminuta letra impresa.

Base Aérea Edwards. Centro de Armamento Naval China Lake. Reserva Militar Fort Irwin. Base de Infantería de la Marina Twenty-nine Palms. Parecía que las Fuerzas Armadas era la propietaria de toda la tierra entre ellos y Nevada. Se acordó del hombre de uniforme militar, el que había estado a punto de presidir su ejecución.

—Charles, escúchame, ¡tenemos que salir de esta carretera! —gritó ella. El chico puso cara de desprecio y levantó un puño como si fuera a golpearla desde el asiento delantero. Claramente la estaba amenazando, pero ella estaba mucho más preocupada por infringir las normas del ejército—. ¡Charles! La carretera está bloqueada, eso es lo que está pasando. ¿De verdad quieres que los marines te pregunten por qué te has fugado de casa?

Él empezó a gruñir de nuevo, pero Shar se enderezó en el asiento y lo miró fijamente. Lo cual al menos acabó con sus gruñidos. La chica le puso una mano en el brazo y lo sacudió con delicadeza.

—Nos separarán. Descubrirán que soy menor.

Él bajó la cabeza y se negó a apartar la vista de la carretera. Nilla no tenía tiempo para más discusiones.

—Hay una carretera, la Ruta 14. Podemos dar la vuelta en una ciudad que se llama Mojave. —No era una gran solución. Los llevaría al perímetro de China Lake, pero los alejaría del peligro inminente.

Charles seguía rehusando responder, y ella tuvo que conformarse con clavarle la vista en la nuca e imaginar qué sucedería si el ejército la encontraba. No caerían de nuevo en su trampa, ¿o sí? Y aunque lo hicieran, no había forma de que Charles y Shar la dejaran quedarse en su coche una vez supieran su secreto.

«Venga, Charles, venga», pensó.

Los enormes carteles verdes de las salidas de Mojave aparecieron en el margen de la carretera; Nilla nunca había anhelado algo tanto en su vida. Al menos hasta donde podía recordar.

Se recomienda a los viajeros llegar al aeropuerto con cuatro horas de anticipación a la salida del vuelo para llevar a cabo los exámenes médicos obligatorios antes de embarcar. [FlyDenver.com, página de «Consejos para viajeros», actualizada el 31/03/05]

Una estrella había caído a la tierra y se había quedado atrapada allí, todavía brillando con claridad.

Su resplandor plateado iluminaba la cadena de colinas, proyectando enormes haces de luz que creaban sombras en las laderas de enfrente, sombras parecidas a las que hacían las nubes durante el día, imposiblemente grandes, siempre en movimiento. Como olas oceánicas de luz y oscuridad bañando los cantos de las rocas y los árboles en la cima del mundo.

Se dirigió hacia ella, atraído por ella, físicamente empujado. La muerte no había sido amable con sus ojos, pero podía distinguir más detalles a medida que se acercaban. Había edificios en la cadena de colinas, bloques de hormigón de poca altura. También había otras formas allí, como ingentes lagartijas erosionadas por la lluvia y el viento hasta adquirir formas suaves y delicadas. Obstruían el paso de la luz, sus siluetas recaían sobre ellos, sobre él.

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