Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
En las inmediaciones del magro bosquecillo se extendían desordenadamente varias tiendas de campaña que despedían humo por conductos metálicos que sobresalían del techo.
—«Todo ha desaparecido», dijiste —señaló el monje Meer—. ¿Lo recuerdas?
Ash sólo podía seguir mirando sin salir de su asombro.
Oyó el golpeteo de un bastón contra el suelo de la cubierta y Coya se unió a ellos.
—Ver que hay supervivientes me sube la moral —dijo con alegría Coya, y se volvió hacia el capitán de la nave, que estaba en el alcázar discutiendo el lugar del aterrizaje con el piloto.
Golpeó con fuerza la madera del suelo con su bastón para hacerse oír por encima de los quemadores.
—¡Dese prisa, Ronson! ¡Vamos, bájenos de una vez!
Ash saltó a tierra firme antes incluso de que la aeronave hubiera rozado la superficie nevada y un segundo antes de que los chicos de la nave brincaran hasta el suelo, con el cabello y la ropa ondeando al viento, para amarrarla con estacas y cabos.
A su alrededor, el elevado valle montañoso yacía bajo una alfombra blanca. Una urraca emitía su canto de reclamo desde algún lugar, cacareándose a sí misma como si estuviera contando un chiste. Ash permaneció unos segundos contemplando el perfil de las lejanas tiendas sacudidas por el viento, acariciando con el dedo pulgar la empuñadura de la espada enfundada.
Tras unos primeros pasos vacilantes, Ash enfiló a trancos hacia ellas con el corazón en un puño.
Mientras se acercaba a la tienda más próxima, con el techo abombado por la nieve, oyó voces que se elevaban repentinamente de gente discutiendo. Bordeó la tienda para dirigirse a la entrada y justo en ese momento Baracha emergió por la puerta con el ceño fruncido en su rostro cubierto de tatuajes.
El grandullón alhazií se quedó paralizado, y una curiosa serie de expresiones se sucedieron en su rostro: sorpresa, ira, confusión y, finalmente… alivio.
—¡Viejo cabrón! —exclamó, y agarró a Ash por los hombros y lo zarandeó sin darle tiempo para responder.
Detrás de Baracha vio a Serèse y a Aléas sentados en unos rudimentarios catres dentro de la tienda, con naipes en las manos y boquiabiertos.
—¡Ash! —exclamaron a coro, y salieron disparados para recibirlo.
Ash sintió cómo su cuerpo entraba en calor envuelto por sus abrazos. Al cabo se desembarazó de ellos, incomodado por aquella abierta demostración de cariño.
—¿Ha curado bien? —preguntó Ash, sacudiendo la cabeza hacia el muñón en el brazo izquierdo de Baracha.
—Sí, bueno, bastante bien. Aunque me pica a rabiar.
«Claro», pensó Ash, y recordó a Osho y su pierna mutilada, y cómo se rascaba una pata de palo que en su memoria todavía era de carne y huesos.
Enseguida la conversación se animó. Ash daba largas a sus preguntas.
—Decidme —dijo, incapaz de seguir conteniéndose—. La urna que os di, ¿todavía está en buenas condiciones?
—¡Claro! —espetó Baracha—. Se la entregué a Aléas para que cuidara de ella.
Aléas fue a buscarla y sacó la urna con las cenizas de debajo de su camastro.
La sensación de alivio que inundó a Ash hizo que por un momento su cuerpo temblequeara.
—¡Vamos! —dijo Baracha—. ¡Te llevaremos con los demás!
—Entonces estás al tanto de lo que ocurrió, ¿no? —preguntó Baracha por encima del hombro desde la cabeza del grupo.
—Nuestro agente de Khos me lo contó.
—Perdimos a la mitad de los nuestros en el ataque. Cuando Osho comprendió que la situación era desesperada mandó a todo el mundo que se metiera en la cámara de vigilancia. Los mannianos se marcharon sin saber que se escondían allí.
Ash se detuvo con las botas hundidas en la nieve. Notó las partículas de ceniza en los orificios de la nariz.
—Osho… ¿murió?
Baracha se tomó unos momentos antes de volverse para mirarlo a la cara.
—Lo encontramos en las puertas, junto con los otros. Se quedaron para entablar una última batalla que permitiera a los demás llegar abajo.
—¿Y Kosh?
—Está más delgado de lo normal. Y le da a la botella más que nunca.
—¿Está vivo?
—Ven y verás.
Ash vio superadas sus esperanzas. Llegaron a otra tienda de la que salía humo y encontraron a Kosh sentado en su catre hablando con un grupo de aprendices.
El viejo camarada de Ash abrió completamente la boca y corrió al encuentro del viejo roshun con los ojos brillantes.
—¡Estás vivo! —jadeó en la lengua de Honshu, y alargó una mano para tocarlo como si quisiera confirmar su existencia.
—Me alegra verte, viejo amigo —dijo Ash cuando se fundieron en un abrazo—. No os imagináis lo que me alegra veros a todos.
El resto de los roshuns se congregaron con una excitación bulliciosa en la tienda de campaña de mayores dimensiones. Incluso el Vidente bajó de su choza para unirse a ellos y saludó afablemente a Ash.
En total sumaban veinticuatro supervivientes, la mayoría aprendices o los roshuns más jóvenes de la orden. En buena medida habían sido las manos más ancianas las que se habían quedado en la entrada del monasterio y luchado para ganar algo de tiempo para su salvación. Ash vio a Stretch, de las Islas Verdes, entre el grupo, y al artero Hull, y a los dos hermanos Nevares sentados juntos como siempre.
Azuzaron el fuego de la hoguera central y las llamas se elevaron altas mientras el viento aullaba fuera. El alcohol y la comida eran lo suficientemente abundantes como para considerarlo un banquete. Al parecer, las provisiones no escaseaban. Baracha le explicó que habían estado transportando suministros desde Puerto Cheem mientras esperaban el regreso de los roshuns que seguían embarcados en sus misiones para decidir el siguiente paso. Las opiniones seguían divididas. Los más jóvenes deseaban declarar una
vendetta
contra el imperio de Mann pasando por encima del código roshun que prohibía una acción así. Otros, como el mismo Baracha, afirmaban que podían reconstruir el monasterio en cualquier otro lugar y seguir adelante con sus vidas si encontraban un lugar seguro.
Ash se preguntó cuántos quedarían todavía por convencer.
Cuando Meer y Coya llegaron al fin, Ash se levantó rápidamente para presentarlos. Meer esbozó una sonrisa, mientras que Coya se encorvó sobre su bastón e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Son nuestros amigos —dijo Ash dirigiéndose al auditorio—. Han venido para hacernos una oferta.
Los roshuns repartidos por la tienda se revolvieron con nerviosismo.
—¿Y qué oferta es ésa? —inquirió Aléas.
Cuando Coya abrió la boca para responder, Ash se le adelantó y le hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Aquí no.
Ash abandonó entonces la tienda a sabiendas de que todos lo seguirían.
Ash se detuvo frente a las ruinas, aturdido por la cantidad de sentimientos que afloraban en su interior. Permaneció un rato contemplando aquellos escombros que formaban el túmulo mortuorio de su hogar, de sus amigos.
A su espalda oía cómo se concentraban los roshuns.
—¡Contádselo! —bramó Ash por encima del hombro.
Él no escuchó a Coya mientras éste se dirigía a los roshuns. Por el contrario se agachó y examinó las partículas de ceniza que danzaban y se deslizaban impulsadas por la brisa. Cerró los ojos un momento, y cuando volvió a abrirlos hundió los dedos estirados en la superficie de ceniza y escombros y volvió a extraerlos lentamente.
Se recorrió la cabeza con los dedos y continuó por la cara hasta llegar a la base del cuello. Sólo entonces se volvió hacia la asamblea.
—¿Dónde tienen su base? —preguntó Baracha a Coya—. ¿Desde dónde trabajan?
—Desde los Puertos Libres, principalmente.
—Entonces son mercianos, ¿no?
—La mayoría. Pero no todos.
—Explíquenoslo otra vez. ¿Qué hacen exactamente?
Coya dejó caer a un lado la cabeza y miró a Meer.
—Luchamos contra… —empezó a decir el monje, y entonces abrió los brazos en un repentino gesto de incomodidad y volvió a cerrarlos con una palmada—….las concentraciones de poder. Supongo que podríamos denominarlo así.
—¿Y contra los mannianos? —preguntó sagazmente Aléas—. ¿También luchan contra ellos?
—Por supuesto.
—Entonces, lo que quieren es que les acompañemos y trabajemos para ustedes, ¿no? —dijo Kosh.
Meer olfateo el aire y levantó un momento la mirada hacia el cielo que se desplegaba sobre ellos.
—No —respondió—. Queremos preguntarles si están preparados para elegir un bando.
—Se ha equivocado con nosotros —señaló el anciano Vidente con su hilo de voz—. Los roshuns no eligen bandos.
—En ese caso quizá haya llegado el momento de que se transformen en algo distinto —respondió Coya—. En algo nuevo. A fin de cuentas, todo cambia, ¿no?
Ash observó detenidamente a los roshuns. El viento les alborotaba el pelo y les sacudía las túnicas. Las copas de los árboles se mecían a su alrededor arrojando la nieve instalada en ellas. Los roshuns tenían la sensación de que Ash estaba esperando su turno para hablar, y uno a uno fueron volviéndose hacia él para prestarle toda su atención.
—Sato fue erigido por exiliados que huían de una derrota —declaró Ash hacia los roshuns—. Ahora nos enfrentamos a un nuevo exilio.
Se adelantó para colocarse en el centro del grupo y miró fijamente al Vidente a los ojos.
—¿Volvemos a huir y a escondernos? —preguntó a la asamblea—. ¿O preferís honrar a los que perdimos en estas tierras luchando por una causa que vale la pena? ¿Aunque eso suponga elegir un bando? ¿Incluso aunque suponga dejar de ser roshuns? Bueno, dejadme deciros que yo sé lo que haría si la decisión dependiera de mí.
Una racha de viento espolvoreó una ráfaga de ceniza sobre la nieve pisoteada alrededor de los pies de los roshuns. Ash vio cómo sus camaradas se volvían hacia las ruinas de Sato y al momento supo de qué lado caería la decisión.
Ash abandonó entonces la reunión, pues sabía que lo demás ya sólo sería palabrería.
Esa noche, los roshuns se sentaron alrededor del fuego en la misma tienda. Las paredes de lona se sacudían con el viento para celebrar el reencuentro de los viejos amigos. Los roshuns charlaban bulliciosamente mientras Ash y Kosh contemplaban juntos las llamas.
Kosh sacó una botella de fuego de Cheem, que arrancó un gruñido de sorpresa de la garganta de Ash.
—La compré con la esperanza de que volverías —dijo en la lengua de Honshu. Tomemos un trago por los viejos tiempos.
A Kosh todavía le brillaban los ojos, y seguía dándole de vez en cuando golpecitos con la mano. Sin embargo, parecía un hombre distinto de aquél con el que Ash había hablado por última vez; lo notaba en la flacidez de sus carnes; las arrugas de su piel eran más profundas; su mirada, menos intensa; y su voz, apagada. Algo dentro de Khos se había quebrado de un modo muy sutil.
La temperatura no dejaba de subir dentro de la tienda con tantos cuerpos hacinados y con los troncos llameando en la hoguera. Ash se entregó a la atmósfera tórrida y se relajó como si estuviera disfrutando de un baño caliente.
—Dime —dijo Kosh—. En cuanto a la matriarca. ¿Tú…?
Ash meneó la cabeza.
—Perfecto. En ese caso no hay por qué seguir hablando del tema. Dime, ¿confías en estos mercianos?
—Son buena gente. Y su oficial es un hombre sensato. Podemos echar una mano en los Puertos Libres.
—Creía que ya habíamos asistido a la última causa perdida —repuso Kosh con sequedad, y se volvió hacia Coya y el monje, que reía a mandíbula batiente, olvidando por un momento su bebida.
«Dale tiempo», pensó Ash, que conocía como nadie a su viejo amigo.
—Deberías oír las historias que cuenta el monje —comentó con la mirada fija también en Meer—. Ha viajado a lugares muy lejanos.
—¿Más lejanos que los que hemos visitado nosotros? ¡Eso es imposible!
—Me ha dicho que ha estado en las Islas del Cielo.
—¿Hasta allí ha llegado? —inquirió Kosh con una envidia evidente.
—El viejo Vidente es una historia en sí —dijo Kosh—. ¿Te acuerdas de Ché, nuestro misterioso aprendiz desaparecido? El Vidente dice que fue a buscarlo la noche del ataque; que lo escondió y le salvó la vida.
Ash le lanzó una mirada asustada.
—Qué extraño —respondió.
Ash tomó un trago largo y sintió cómo el licor le abrasaba el estómago. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento el joven diplomático, si todavía seguiría vivo.
Descubrió con sorpresa que le deseaba lo mejor. Después de mucho tiempo, el muchacho tenía la mente clara y el corazón abierto.
Ash paseó la mirada por los roshuns congregados, reparando en las ausencias dentro del grupo, aquellos a quienes habían perdido, hombres con los que había compartido media vida en las frías montañas de Cheem.
—Pensaba que habíais desaparecido todos —confesó Ash.
—Sí, bueno. Tuvimos más suerte de la podíamos esperar. Por cierto, lo siento. Oí con pena lo de tu pérdida. El chico merecía un final mejor.
Ash dio otro trago largo a su jarra.
—Todavía no ha terminado —aseveró, y se inclinó hacia Kosh para que éste lo oyera en medio de la algarabía de la celebración—. Podría haber un modo de remediarlo, amigo mío.
—¿Remediarlo?
—De traer de vuelta a Nico.
Kosh se lo quedó mirando fijamente buscando algún indicio de enfermedad, y torció el gesto con perplejidad sin saber muy bien qué hacer con las palabras de Ash.
—No entiendo.
—Meer conoce una manera de hacerlo. Si acepto unirme a ellos me la enseñará.
—¿Y tú en serio crees que es posible hacer algo así?
—Aquí no. Pero en las Islas del Cielo…
—¿Una manera de reanimar a los muertos? ¡Por favor!
Sabía cómo debía sonar a los oídos de su viejo amigo y esbozó media sonrisa.
—Entonces vuelves a dejarnos —dijo Kosh, de repente comprendiéndolo todo—. Después de la charla que nos has dado sobre lo de ayudar a los Puertos Libres, nos dejas otra vez.
—Sólo por un tiempo. Pero ahora que sé que por lo menos hay un lugar adonde volver, será más sencillo.
Kosh le sirvió otro trago mientras meditaba el asunto. Sacudió violentamente la cabeza como si quisiera ahuyentar todos los pensamientos que se acumulaban en ella. Luego levantó su jarra y la chocó con la que sujetaba Ash. Algo de fuego de Cheem se derramó sobre sus manos.