Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Los ojos de Sasheen desprendieron un brillo súbito de ira.
—Ni siquiera he muerto aún.
«Tampoco lo había hecho el patriarca Anslan cuando le rebanaste la garganta en su dormitorio», recordó.
Sacudió una mano en el aire para indicar a Sparus que se acercara. La ira que la consumía estaba robándole el oxígeno.
—¿Y a usted, Sparus? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Ya se le ha acercado?
El archigeneral vaciló, sorprendido por su franqueza. Supuso que no tenía tiempo para andarse con sutilezas.
—Sí —confesó agachando la cabeza—. Me ha pedido mi apoyo.
Sasheen desvió la mirada hacia la cabeza de Lucian, quien tenía los ojos cerrados. Sparus, sin embargo, tenía la sensación de que estaba escuchando todo lo que decían.
—Ve que es su oportunidad —añadió Sparus—. Todavía no habéis nombrado a un sucesor.
—Me da igual… quién me sustituya. Pero no debe ser Romano ni nadie de su clan.
—Santa Matriarca —dijo Sparus, utilizando su título intencionadamente—, si nos oponemos a su candidatura la fuerza expedicionaria quedará escindida en dos bandos. Nos quedaremos estancados en Tume luchando entre nosotros. Hay que resolver este asunto por el bien de la campaña.
—Se pierde usted, Sparus. Hay mucho más en juego que esta campaña en Khos. Escúcheme. Mate a Romano si se le presenta la oportunidad, pero no ceda a sus demandas.
—Ya estaría muerto si eso fuera posible. Sin embargo, nuestros diplomáticos siguen desaparecidos.
—¡Sparus! —espetó la matriarca, y su mano salió disparada para asirlo de la muñeca.
El general notó a través del mitón el calor abrasador que despedía su cuerpo.
—¡No le entregue el ejército! Es una orden. Usted se ha mantenido leal a mi familia. Hemos sido amigos, ¿no? ¿Acaso no lo encumbré yo hasta el puesto de archigeneral? Ahora le pido este último favor.
«Guerra civil», pensó Sparus con un pánico repentino. Ya habían pasado quince años desde el último conflicto real en el seno de Mann. Sparus había perdido a su padre en él, y a su hermano. Ambos habían muerto a sus propias manos.
Ahora Sasheen pretendía embarcarlos en otra.
Sus palabras, sin embargo, le habían tocado la fibra. Había sido ella y nadie más quien lo había ascendido a archigeneral, y su familia lo había ayudado a progresar en su carrera desde mucho tiempo antes. Y lo único que le habían pedido en compensación era su lealtad. Ésa era la promesa más importante que podía exigirse a un general.
Sparus inclinó solemnemente la cabeza.
—Como deseéis —respondió en un susurro.
La matriarca le soltó la mano y se dejó caer de nuevo sobre los almohadones como si considerara que el trabajo ya estaba hecho. Sasheen sabía que su final ya estaba cerca. Los ojos le fallaban. Veía el mundo como un movimiento borroso de luces artificiales y de sombras, a menos que los entornara e hiciera un esfuerzo consciente para concentrarse en lo que miraba. Sus pulmones luchaban por cada partícula de oxígeno que conseguía atrapar con sus resuellos superficiales. Ella misma notaba el olor a descomposición que despedía su cuerpo putrefacto. No le quedaba mucho tiempo, pensaba.
«Mi hijo», oyó que decía una voz bronca, pero entonces se dio cuenta de que era la suya propia.
Estaba viendo a Kirkus, que le hacía un mohín irritado por la norma que dictaba que los criados debían afeitarle la cabeza todas las mañanas. «Pero entonces no podía hacer esto», le dijo Sasheen, y le besó en la cabeza reluciente. Él se estremeció y fingió que se enfadaba.
—Mi hijo —repitió Sasheen.
Su respiración se interrumpió un momento y Sasheen sufrió una parálisis. Pero entonces sus pulmones absorbieron otro hilito de aire y ella recuperó la visión nítida como por arte de magia. Vio el dormitorio del Palacio Sumergido, y vio que estaba completamente sola.
«Todo el mundo me ha abandonado en mis momentos de debilidad —dijo para sus adentros—. Ya están intrigando para situarse en el nuevo orden.»
Sólo la cabeza de Lucian permanecía a su lado. Estaba mirándola en silencio con una expresión de éxtasis en los ojos.
Sasheen intentó hablar. Tuvo que toser y arrancarse las palabras que se atoraban en su boca de un modo muy parecido a como le ocurría a Lucian.
—Así que morimos juntos.
La penumbra empezaba a inundar el dormitorio y Sasheen se sumió en un breve ensimismamiento.
—Descansa, Lucian —musitó—.Te he echado de menos.
Lucian no respondió. Pero sus ojos adquirieron un brillo repentino a la luz cálida de las lámparas de cristal.
Surcos en la tierra
Las lámparas de bronce de los templos anunciaron el cambio de hora mientras Creed se vertía con la mano agua del Chilos sobre el cuerpo dolorido. Escuchó cómo caían las gotitas de agua de regreso a la corriente mansa y luego se tapó la nariz con los dedos y se sumergió por completo.
«Dong… Dong… Dong…», oyó Creed cuando volvió a emerger con un grito ahogado.
El general se encontraba en una de las zonas de baño construidas a lo largo de la ribera occidental del río, donde los templos se elevaban sobre la orilla. Río abajo estaban el fuerte y el campamento permanente de los Hoo —que había multiplicado por siete sus dimensiones una vez que él ejército había regresado de Tume—, junto con los numerosos refugiados que habían ido a parar allí. La gente estaba lavándose a lo largo de ambas orillas del río, si bien Creed estaba solo. Ese día necesitaba dedicarse un poco de tiempo.
Se sentía mejor que durante la noche anterior, cuando había encontrado dificultades para respirar y sufrido mareos y náuseas. Su malestar había sido lo suficientemente intenso como para que la gente que lo rodeaba lo notara. Habían llamado a los médicos, que lo habían auscultado y tomado el pulso con preocupación por lo que oían y advertían.
«Descanse —le habían dicho con toda la severidad con la que se habían atrevido a hablarle—. Ha cometido demasiados excesos.»
«Ojalá pudiera permitirme descansar», pensó Creed. Tenía una defensa que organizar antes de que los mannianos reanudaran la marcha. Dado que llegaban tarde para salvar Tume, las tropas de reserva de Al-Khos se habían establecido al norte del lago Hirviente, en las fuentes del Sorbo, con la esperanza de evitar cualquier incursión más allá de sus líneas. El grueso de sus fuerzas, sin embargo, estaba dirigiéndose al sur en dirección a Bar-Khos. Querrían evitar la barrera física de la Racha de Viento, lo que significaba que tenían que pasar por allí, por la Balsa de Juno. Y ya debían de estar al caer.
Entretanto deberían reforzarse las defensas del Escudo con todos los hombres de los que él pudiera prescindir.
Además todavía estaba pendiente el asunto con los Michinè.
Creed notó cómo empezaba a hervirle la sangre sólo de pensar en los nobles y en sus caras pintadas. Por culpa de sus objeciones había perdido Tume; habían muerto hombres. Al menos por culpa del principari de Al-Khos, y sin duda también por la de su hermano Sinese, el ministro de defensa, que había montado en cólera por los poderes que la ley marcial otorgaba a Creed.
El general decidió que empezaría con este último. Tenía la potestad de arrestar a cualquier persona de Khos bajo la acusación de traición. Enviaría a un pelotón de guardias a los aposentos del ministro de defensa para que lo detuvieran; por la fuerza, si era necesario. Le importaba poco la reacción de los demás Michinè ante el hecho de que su par se pudriera en una celda con el techo abovedado y se presentaran los cargos contra él y contra su hermano, y contra cualquiera que estuviera implicado en el retraso de la llegada de las tropas auxiliares de Al-Khos a Tume.
Había llegado el momento. Creed lo sabía. Había llegado el momento para un juicio.
«Olvídalo —dijo para sus adentros, suspirando—. Céntrate en mantener la paz mientras te sea posible. Tienen razón y lo sabes. Te exiges demasiado.»
Era una verdad que a veces necesitaba recordarse: todavía era humano.
De vez en cuando pensaba que resultaba muy extraño que una persona tuviera que recordarse algo así. Sin embargo, ahora no era el caso. Después de todo, Creed era el célebre Señor Protector de Khos, un hombre fuerte como un oso, el general que había aguantado firme durante casi una década en el istmo de Lans, batallando con los mannianos por cada centímetro de tierra. ¿Cómo no sucumbir a su reputación cada vez más notoria cuando la gente que se cruzaba con él en la calle lo trataba con una especie de sobrecogimiento, cuando el pueblo necesitaba su orgullo para aplacar sus propios miedos? Creed se comportaba como un rey guerrero a la vieja usanza porque así era como se sentía.
Sin embargo, en el fondo, debajo de todos sus aires y su bravuconería, seguía siendo Marsalas Creed, del Alto Tell. Todo lo demás eran oropeles. Era un viejo que se teñía el pelo para conservar su lustre azabache; que rara vez dudaba de sí mismo porque lo contrario suponía revelar las costuras de su carácter; que apretaba los dientes con tanta fuerza durante el sueño que se veía obligado a utilizar una protección de resina de tiq para no perderlos.
Si era el salvador de su pueblo se debía únicamente a que se le daba bien lo que hacía.
Por un momento notó la presencia del espectro del viejo Forias mirándolo desde arriba: el anterior Señor Protector de Khos, el anciano Michinè que había vacilado y había actuado tarde mientras los mannianos asaltaban en un número cada vez mayor el Escudo. Forias había fallecido mientras dormía con un veneno de acción lenta que había ido propagándose por sus venas, asesinado por un agente de la Few.
«Fue por tu bien —dijo ahora al anciano—. ¿De qué otro modo podíamos salvar la ciudad?»
Creed sintió la acusación silenciosa que recibía como respuesta y se encogió de hombros como si fuera una discusión interminable.
Se echó un poco más de agua del río por el torso fornido y se lavó la piel en el místico Chilos. Esa mañana era simplemente para vivirla, para disfrutar de ella. Creed se tumbó de espaldas y se dejó llevar por la corriente mientras contemplaba las nubes en el cielo y hasta sus oídos llegaban risas distantes.
Pero entonces oyó el roce de una bota contra las piedras de la orilla y se volvió sumergido en el agua hasta el cuello. Halahan estaba en la orilla con una expresión adusta en el rostro.
—¿Qué ocurre? —suspiró Creed.
—Un despacho urgente procedente de Bar-Khos. Del general Tanserine. He pensado que querrías enterarte cuanto antes.
Creed sintió un cosquilleo en el brazo. Un presagio de malas noticias.
Afirmó los pies en el fondo y notó cómo el lodo se filtraba entre sus dedos.
—La muralla de Kharnost está a punto de caer. Tanserine solicita que le enviemos todos los refuerzos que podamos.
Creed tuvo de repente dificultades para respirar. Se llevó la mano al pecho, donde sentía que estaba posándose un peso descomunal. Quiso hablar, pero tuvo que interrumpir sus intentos un momento.
—¿Alguna noticia… de los refuerzos de la Liga? —consiguió decir al fin.
—Siguen retrasándose. Marsalas, ¿te encuentras bien?
—Estoy bien —gruñó el general, y dirigió un gesto despectivo con la mano a Halahan, que ya estaba desabrochándose el cinturón con la espada como con la intención de ir a ayudarlo.
Creed se sentía como tuviera alfileres corriéndole por las venas y sabía que, desde luego, no estaba bien. Se le doblaron las rodillas y se desplomó sobre el agua, apenas consciente de las manos que lo agarraban ni de los gritos de preocupación que le llegaban amortiguados desde el otro lado de aquella especie de útero que formaba el agua que lo envolvía. Notó el roce de las burbujas que correteaban por su cara mientras toda una vida se condensaba en un único instante de dolor agudo. De lo que ocurrió después ya nunca supo nada.
Aceptaron negociar en territorio neutral la mañana siguiente a la muerte de Sasheen, en una tienda montada apresuradamente no demasiado lejos del puente que conducía a Tume. Solos y desarmados, Sparus y Romano se encontraron a la luz del día.
Romano estaba exultante; Sparus lo veía en sus ojos. El archigeneral, por el contrario, sentía una tristeza inconsolable.
—¿Qué hará con su cuerpo? —preguntó Romano con una sonrisita.
Sparus no permitió que su rostro revelara su ira. Había demasiado en juego como para convertirlo en un asunto personal. De modo que respiró hondo antes de contestar:
—Los mortarus se encargarán de la conservación del cadáver y después lo trasladaremos por aire a Q’os.
—Tal vez usted también debería ir a bordo de esa nave.
El archigeneral Sparus se quitó el yelmo y lo sostuvo pegado contra la cintura.
—No va a quedarse con el ejército, Romano.
Una expresión de franco desconcierto asomó a las facciones ansiosas del joven oficial.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque fueron las últimas instrucciones que me dio la matriarca.
—Ah —respondió Romano, que empezó a deambular enfrente de Sparus—. Sabía que trataría de echar por tierra mis opciones. Sin embargo, no estaba seguro de que usted fuera a seguir sus órdenes, dado que ella ya no está con nosotros y sus disposiciones han perdido toda su importancia. —Miró entonces a Sparus y dejó el asunto en sus manos—. En ese caso habrá una guerra civil.
—Romano, si lo que desea es autoproclamarse patriarca, hágalo. Yo no me interpondré. Regrese a Q’os con sus hombres y apodérese de la capital si puede. Entretanto, yo marcharé sobre Bar-Khos y la conquistaré para nosotros.
Dio la impresión de que Romano ya había meditado sobre el tema.
—Mis aspiraciones tendrán más fuerza si regreso con BarKhos convertida en ruinas. Necesito la fuerza expedicionaria, Sparus. La necesito para mí.
—Entonces será la guerra —repuso el archigeneral sin rodeos—. A menos que encontremos otra salida.
Romano enarcó una ceja y se detuvo delante de Sparus, a un par de pasos de él.
El archigeneral se puso tenso al advertir un cambio repentino en la atmósfera que había rodeado la conversación. Miró a Romano a los ojos y lo descubrió al instante: pretendía matarlo allí mismo.
Fueron sus reflejos de soldado los que llevaron a Sparus a levantar el yelmo y golpear a Romano cuando el joven general lo embistió con el brazo estirado. Sparus dio un salto atrás y su yelmo se estrelló contra la cabeza de Romano mientras los dedos de éste escarbaban en su rostro.