Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
«¡Veneno!», se dijo Sparus, saltando de nuevo hacia atrás y llevándose una mano a la mejilla. Había tenido suerte. Las uñas de su oponente no le habían atravesado la piel.
—¡Guardias! —espetó Sparus saliendo de la tienda caminando de espaldas y fulminando con la mirada al joven general—. Esto lo pagará con la vida —prometió.
—Ya veremos —replicó Romano, que dio media vuelta y huyó.
Una cena con los nativos
Cuando la familia de contrarès lo vio aparecer caminando por la ribera del río en dirección a su casa, rebozado de los pies a la cabeza de barro seco, con una mirada furibunda en los ojos y empuñando una espada, abandonaron lo que estaban haciendo y se lo quedaron mirando boquiabiertos como si se tratara de un monstruo de la ciénaga que pretendiera saquearlos. Y en cuestión de segundos habían huido al bosque.
Ash no podía culparlos, pues se hacía una idea de la pinta que debía de tener. Mientras enfilaba por la ribera del Chilos empezó a silbar una vieja canción para que por lo menos supieran que era humano. Cuando llegó al pequeño claro a los pies de la cabaña de troncos y hojas se detuvo delante del fuego humeante sobre el que colgaba la olla donde bullía el estofado de pescado, se sentó con un gruñido de agotamiento y se sirvió un poco de comida.
La gente del bosque no volvió a aparecer, si bien sabía que estaban observándolo agazapados en la maleza. Oyó un golpeteo insistente contra un tronco, e instantes después el mensaje era respondido desde las profundidades del bosque.
Para tranquilizarlos antes de que el asunto se pusiera feo, Ash se hurgó en los pantalones mugrientos y toqueteó con los dedos torpes el cordón que cerraba su monedero. Al cabo sacó una moneda —toda un águila de oro— y sostuvo en alto la pequeña fortuna para que todos la vieran.
—¡Es vuestra! —gritó, y la depositó lentamente sobre un tajo de madera que tenía cerca—. ¡No me quedaré demasiado tiempo! ¡Sólo estoy de paso!
Consideró que con eso bastaba para comprar también algo de tiempo. Se acercó a la orilla, se quitó la ropa acartonada y se frotó el cuerpo con puñados de hojas, utilizando sus dorsos rugosos mientras tarareaba una melodía de Honshu. Luego lavó la ropa —para entonces ya convertida en meros jirones—, la puso a secar a la brisa y se sentó en la orilla a contemplar las aves acuáticas que cloqueaban y se arreglaban las plumas con el pico.
Había allí dos canoas amarradas. Cuando estuvo de nuevo vestido y listo para reanudar la marcha se subió con mucho cuidado a una, dejó la espada y cogió una pala. Se sentó y empujó la embarcación hacia la corriente.
—¡Gracias! —gritó hacia la gente con una mano alzada.
La brisa jugueteaba susurrante entre los arbustos. Los árboles crujían en lo alto.
Se despertaron a la vez y continuaron acostados debajo de la manta, mirándose embelesados con los ojos empañados y sucios, envueltos por el ruido del campamento.
—Buenos días —dijo Ché con una sonrisa.
Curl le respondió con otra sonrisa.
Ché contempló a la muchacha mientras ésta se giraba para tumbarse boca arriba y estirarse. Curl se incorporó y echó un vistazo a su alrededor. Olisqueó su ropa de cuero y arrugó la nariz.
—Necesito un baño —dijo al cabo.
Ché bajó cojeando al río apoyándose en Curl. Le habían limpiado y cosido la herida la noche anterior, pero los dolores todavía lo tenían condenado a una respiración anhelante. Se lavaron juntos desnudos en el río. Curl atrajo las miradas de los hombres —tanto de soldados como de civiles— hasta que Ché los miró con cara de pocos amigos y ellos comenzaron a disimular su interés.
Ché había oído hablar sobre las propiedades espirituales del Chilos y, a pesar de que él no daba demasiada credibilidad a ese tipo de cosas, se sumergió en sus aguas y trató de convencerse de que eran ciertas. No dejaba de dar vueltas en la cabeza al asunto de qué iba a hacer a partir de ese momento, incluso a qué estaba haciendo con aquella chica de la que se había encariñado de la noche a la mañana.
Después del baño fueron a buscar el desayuno a una de las tiendas comedor del ejército que se habían montado repartidas por el campamento. Ché se fijó en que Curl miraba a su alrededor buscando caras conocidas. Habló con un par de personas y preguntó por varias otras, y se llevó una alegría cuando que la gente por la que se interesaba seguía viva.
Ché y Curl salieron de la tienda con sus platos de madera y se sentaron en un montículo forrado de hierba a comer sus sencillos platos de carne con verdura y alubias.
—¿Qué es eso? —preguntó Ché cuando la vio toquetearse distraídamente el amuleto de madera que llevaba colgado del cuello.
—¿Esto? —dijo percatándose en ese momento de que estaba jugando con él—. Mi aliada.
—¿Ah, sí?
—Cuida de mí —explicó.
Ché ladeó la cabeza. Los lagosianos tenían unas ideas muy raras, pensó. Pero no dejaba de tener gracia que él pensara eso teniendo en cuenta que era un manniano.
—¿Lo echas de menos? —preguntó.
—¿El qué?
—Tu hogar.
Curl se lo quedó mirando por encima del plato con el ceño fruncido.
—Perdona —se disculpó Ché—. Soy un estúpido.
El diplomático se sorprendió de que la palabra hubiera salido con tanta facilidad de sus labios; era incapaz de recordar cuándo se había disculpado por última vez.
Lo cierto era que ese día Ché se sentía diferente. Lo embargaba una extraña sensación de satisfacción, como si por primera vez en su vida estuviera en el sitio adecuado y la armonía reinara en el mundo. Había soñado con su madre la noche anterior, y ésta le había hablado de muchas cosas que ahora él no conseguía recordar; sin embargo, sí recordaba las sonrisas de su madre y la calidez que desprendía, como si fuera un rayo de sol. Ché se había sentido henchido de felicidad por ello y había pensado: «Qué feo es el mundo sin estos vínculos entre las personas.»
Entonces se había despertado con Curl mirándolo embelesada a su lado.
—Y tú, ¿qué? ¿Lo echas de menos? —Su tono delataba que aún no se le había pasado el enfado.
—¿Mi hogar?
—Sí.
Ché meneó la cabeza y se dio cuenta de que realmente no le importaba si no volvía a poner el pie en Q’os.
—¿Dónde está tu hogar, Ché?
El diplomático vaciló, y entonces la mentira que había cobrado forma se enredó de algún modo en su lengua, así que no respondió. Estaba harto de los secretos y de las cargas que arrastraba por su culpa. Aquél era el día señalado para un nuevo comienzo.
—¿Ché?
Ché dejó el plato en el suelo y se limpió las manos en las rodillas.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no puedes explicármelo?
—Es que…
Sus miradas se encontraron. Curl parecía poder ver su interior, pues sus facciones se endurecieron.
—No —espetó meneando la cabeza—. ¡Tú, no!
Aun así, Ché seguía siendo incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Hizo una mueca angustiado. Cuando Curl volvió a hablar su voz sonó como si una criatura invisible estuviera intentando estrangularla.
—¿Eres uno de ellos? ¿Eres un manniano?
Ché echó un vistazo en derredor preocupado por que alguien la hubiera oído, y cuando su mirada regresó a Curl, sintió el océano que de repente los separaba, la súbita pérdida de los vínculos entre ambos, como si se hubiera apagado la llama de una vela.
«¿Qué he hecho?»
El plato de Curl se estrelló contra el suelo y la muchacha enfiló a trancos hacia la tienda del comedor.
—¡Espera! —gritó de pronto Ché—. ¡Deja que te explique!
Curl entró en la tienda y Ché observó con el estómago encogido cómo un grupo de los Especiales emergía a toda velocidad de ella seguidos por Curl caminando.
—¡Levántate! —ordenó uno de los Especiales.
Ché sólo tenía ojos para Curl. Sabía que todavía podía hacer que lo entendiera, pero era imprescindible que lo mirara.
—¡Levántate, manniano! —bramó otro especial, atrayendo la atención de la gente que había en las proximidades.
El especial le propinó una patada en las costillas y Ché cayó sobre la hierba. Vio de refilón a Curl, que le daba la espalda y se alejaba con el rostro tapado con una mano.
Y entonces descargaron toda su furia en él.
El coraje de los muertos
Toro soñó con su hermano pequeño Kurtez, si bien en el sueño éste aparecía como el muchacho que había sido una vez —desgarbado, tímido y extremadamente sensible al mundo— y Toro como el hombre maduro y autoritario del presente.
Estaban en las barriadas laberínticas de la Bar-Khos de su infancia —donde Toro había aprendido a luchar y a disfrutar de las peleas—, y los perseguía una banda de tipejos invisibles bramando y profiriendo gritos de batalla. En el sueño, Toro decía a su hermano que siguiera corriendo mientras él se detenía y se daba la vuelta para enfrentarse a la bulliciosa banda, interponiendo su corpachón plagado de cicatrices para salvar a su hermano.
Cuando despertó sobresaltado se encontró con el cuerpo hecho un ovillo sobre la paja húmeda del suelo del pozo, temblando de frío y empapado de la lluvia que se precipitaba desde el cielo. Junto al borde del pozo había un soldado que sostenía una larga pica; la hacía oscilar a través de los barrotes de madera de la trampilla del pozo y se la clavaba a Toro en las costillas para despertarlo.
—No se puede dormir —espetó el soldado en un tono que parecía denotar que le fastidiaba tener que recordarle esa trascendental regla de la vida.
Toro se levantó a duras penas y apoyó la espalda contra la pared de tierra, donde la lluvia había formado regueros de agua que se deslizaban hasta el suelo del pozo. El soldado deambuló por el borde del agujero aguijoneando uno a uno a los prisioneros. En la oscuridad se oían gruñidos y resoplidos de sorpresa.
Toro no podía sacarse el sueño de la cabeza, ni el rostro de su hermano.
Kurtez había dejado una nota cuando se colgó de las vigas de su cuarto con su cinturón. El rechazo de Adrianos y verlo pavonearse con su nuevo amante le hacía insoportable seguir viviendo, había escrito.
Toro le había metido esa misma nota en la boca a Adrianos mientras agonizaba. En el juicio nunca se mencionó. Tal vez la familia la había hecho desaparecer para ocultar su propio sentimiento de vergüenza.
Otro golpe en el hombro le hizo levantar la mirada. El centinela había dado la vuelta completa a la boca del pozo y ahora volvía a tomarla con él.
—No se puede dormir.
Toro seguía engrilletado y su cuerpo acalambrado y maltrecho era una colección de tonos de morado. Sin embargo, algo le hizo perder la paciencia; agarró el extremo de la pica y la arrancó de las manos del sorprendido manniano. La empuñó con la otra mano y la empujó hacia arriba con fuerza, de modo que la hundió en la boca del centinela; y siguió arremetiendo con ella una y otra vez contra su cara.
El manniano resbaló con las piedras sueltas del borde del pozo y cayó de bruces sobre los barrotes que mantenían aprisionados a los khosianos. La madera crujió bajo su peso. Toro se limpió la lluvia de la cara, apuntó cuidadosamente con la pica que se bamboleaba en su mano y le asestó en la sien el golpe definitivo que le hizo perder el conocimiento.
—¡Chilanos! —espetó entre dientes en medio de la oscuridad y bajo la lluvia mientras ponía todo su empeño en levantarse—. Échame una mano, hombre.
Pero Chilanos permaneció callado, y Toro recordó entonces que el tipo había perdido el habla después de su último interrogatorio con los sacerdotes.
—¡Bahn! —masculló, aunque no sabía muy bien por qué, pues Bahn estaba tan destrozado como los demás—. ¡Calvone!
Un tintineo de cadenas sonó a su lado.
—¡Ayúdame, maldita sea!
Toro vio con sorpresa que una mano se alargaba hacia él, se aferraba a su abrigo y Bahn se levantaba del suelo.
«Buen chico —pensó Toro—. ¡Buen chico!»
Apenas si podía ver a su viejo camarada en la penumbra, sólo vagamente su figura. Bahn se agachó y le agarró el pie, Toro lo levantó y lo afirmó en el estribo que formaba Bahn con sus manos.
—Ahora —musitó Toro, y se impulsó con el otro pie mientras Bahn empleaba todas su fuerzas y gruñía para elevar el enorme corpachón del ex luchador.
Bahn consiguió levantarlo algo más de un metro. Le temblaban los brazos y su espalda se empotró contra la pared. Toro dio un saltito para agarrarse a uno de los barrotes de madera, pero fracasó y cayó al suelo cuando a Bahn se le agotaron las fuerzas. Arriba, el soldado empezaba a dar muestras de que no tardaría en volver en sí.
—Una vez más —dijo Toro—. ¡Vamos, cabrón!
Volvieron a intentarlo, y esta vez Toro consiguió agarrarse a uno de los resbaladizos barrotes. La madera crujió y se combó ligeramente con el peso del khosiano, cegado por las gotas de lluvia.
—Mantén el equilibrio —siseó hacia Bahn, y se puso a toquetear las correas de cuero que mantenían cerrada la puerta, entornando los ojos para poder ver algo mientras el rostro del soldado, a menos de un metro, miraba con los ojos en blanco en su dirección. Las correas resbalaban entre sus dedos, y Toro maldijo entre dientes; tiró de ellas y trató de arrancarlas.
Se desprendió un trozo de cuero y entonces, antes de que él se percatara del hecho, el resto de la correa anudada se desenredó de debajo de los barrotes. Toro tiró de ella y la dejó caer al fondo del pozo.
Toro empujó la trampilla y ésta se abrió. Se quedó quieto el tiempo imprescindible para recuperar el aliento. El agua chorreaba por su cuerpo. Estaba sin fuerzas.
—Empuja —dijo dirigiéndose a Bahn—. ¡Por lo que más quieras, empuja!
Estaba soñando; Bahn estaba seguro de que estaba soñando.
Atravesaban el campamento de la fuerza expedicionaria imperial bajo un chaparrón helado. Toro marchaba ligeramente renqueante a la cabeza del grupo ataviado con la armadura de un soldado manniano. Los demás lo seguían arrastrando los pies y sosteniéndose unos a otros, sin apartar los ojos recelosos de las tiendas de campaña dispuestas en ordenadas hileras que iban dejando atrás, ni de los soldados agachados dentro de ellas.
A su espalda dejaban el lago Hirviente y la isla de Tume, cuya ciudad brillaba con intensidad esa noche. El campamento se extendía alrededor de la orilla, a no mucha distancia de donde el puente contactaba con tierra firme. Bahn se fijó en los terraplenes que había cerca del puente. Habían oído el fragor de la lucha esos últimos días, cañonazos y jinetes pasando al galope. Al principio había esperado y rezado por que se tratara de una misión de rescate, pero no había aparecido nadie en su busca.