Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—Sí, claro. Cuando disponga de un poco de tiempo.
—¿Es que tiene que ir a algún sitio?
Ash levantó la mirada de las llamas sorprendido por la pregunta. No estaba seguro de la respuesta. ¿Qué le quedaba en Cheem ahora que el monasterio había desaparecido junto con Osho, Kosh y todos los demás?
—No lo sé —respondió en voz alta—. Pensaba regresar a Cheem, a mi casa de allí si encontraba un barco que me llevara. Ahora, sin embargo… —Meneó la cabeza.
El monje lo miraba detenidamente a través del humo con una súbita expresión de entusiasmo en el rostro.
—¿Ha dicho Cheem?
—Sí. ¿Por qué?
Meer esbozó una sonrisa cohibida.
—No. Por nada —respondió, meneando la cabeza—. Aunque debería decírselo. Esta mañana estaban hablando de usted en La Atalaya cuando pasé por allí haciendo mi ronda con el platillo. Decían que un rico extranjero de tierras remotas con una espada había estado allí ahogando sus penas en el alcohol. Pensaban que se había tirado al mar anoche.
—Siento decepcionarlos.
—Su preocupación por usted sólo era una fachada. Aquí la gente es así. ¿Sabe? Al principio pensé que era la resaca por la bebida. Pero ahora que lo he visto bien, creo que está usted realmente mal. ¿Le aflige algo, amigo mío?
—Sí. La curiosidad ajena.
—Lo siento —se disculpó Meer—. No era mi intención entrometerme.
Ash se sintió culpable por su reacción. Era consciente de que estaba siendo muy descortés con su anfitrión. De no haber sido por la generosidad de aquel desconocido podría haber muerto de frío.
—Estoy enfermo —explicó—. Mi padre murió de la misma enfermedad después de que los dolores de cabeza fueran tan agudos que lo dejaran ciego. Mis dolores de cabeza son cada vez más fuertes.
—Entiendo. Tal vez yo pueda ayudarlo con esos dolores de cabeza. Conozco unos cuantos remedios. Podría prepararle un brebaje especial a base de chee. Si quiere, claro.
Ash asintió sin demasiado convencimiento.
—Aun así, hay algo más, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Algo que afecta a su espíritu, creo.
Ash intentó frenar la aceleración de su corazón.
—Es difícil hablar de ello, ¿verdad?
Ash sólo pudo inclinar la cabeza para asentir. En su interior estaba formándose algo, algo que debía sacar al exterior.
Tuvo que respirar hondo antes de poder hablar.
—He perdido a una persona —dijo al fin—. A una persona muy cercana.
Meer hizo un gesto de comprensión con la cabeza que evocó en Ash el recuerdo de Pau-sin, el monje menudo de su pueblo de Honshu que escuchaba los problemas de los vecinos sin juzgarlos; únicamente con compasión. También tenía el don de arrancar las palabras del corazón.
—¿Y? —preguntó el monje, dándole pie para que continuara.
—Ahora lo único que queda del muchacho son unas cenizas dispersas por un corral de gallinas y en un tarro que entregué a otra persona para que cuidara de ellas. Lo más probable es que el tarro esté ahora tirado sobre el montón de escombros de lo que en otro tiempo fue mi hogar.
Meer meditaba en silencio, y Ash no tenía ni la más vaga idea de lo que estaba pensando.
—Entiendo. Cree que no puede continuar viviendo con tanto dolor acumulado dentro. Cree que la vida no vale la pena si siempre va a transcurrir de este modo terrible.
Ash no pudo desviar la mirada de los ojos que el monje mantenía fijos en él.
—Por eso quería beber hasta matarse.
El roshun se preguntó si el monje no sería un vidente. Había gente que poseía el don y no necesitaba ejercitarlo. Siguió al monje con la mirada cuando éste enfiló hacia la entrada de la cueva y se sentó a su lado con las piernas colgándole del borde. El viento agitaba los pliegues de su túnica negra.
—¿Ve esas olas de ahí abajo?
Ash se aclaró la garganta.
—Todavía no estoy ciego.
—A veces, cuando oigo cosas como las que me ha contado, pienso en lo mucho que nos parecemos a las olas. La única diferencia es que ellas tienen una vida mucho más corta. Contemplo cómo se precipitan hacia la orilla y me cautiva ver que se comportan igual en la creación que en la destrucción. Y veo que es la fuerza del viento cabalgando sobre ellas lo que las mantiene vivas. El viento toma prestadas esas olas al mar para poder emplear su fuerza con ellas. Y entonces me pregunto: ¿Cuántos laqs? ¿Qué distancia han recorrido desde la lejana tormenta hasta llegar aquí?
Ash lo escuchaba con atención. Su resaca había quedado en un segundo plano. Los ojos del monje habían adquirido un oscuro color verde por el brillo apagado del mar y ahora se volvían a él.
—¿Le apetece escucharme? ¿No estoy aburriéndolo?
Ash hizo un gesto de negación con la cabeza.
Meer devolvió la mirada al mar.
—Verá, observo cómo rompen contra la costa y luego desaparecen. El final de su viaje; el final de su existencia. Y entonces, en esos momentos, se me aparece claro que ese final es lo que las completa. Es lo que las dota de significado, lo que da sentido a sus vidas. ¿Qué serían si no, si simplemente estuvieran errando por los océanos del mundo por toda la eternidad? ¿Qué es la creación sin la destrucción? Algo anodino, uniforme e inmutable. Algo realmente sin vida.
Meer se inclinó hacia atrás y respiró hondo, como si estuviera volviendo en sí. Se volvió de nuevo a Ash con sus ojos vibrantes y escudriñó la expresión de su rostro para discernir hasta qué punto el roshun lo había comprendido.
Al parecer llegó a la conclusión de que no lo suficiente.
—Le diré algo —dijo Meer—. Al final, la muerte sólo es un regalo de la vida. Lo sé, es difícil apreciarlo cuando se pierde a alguien por quien se sentía tanto amor. Pero sin la muerte no estaríamos vivos. Aquéllos a quienes usted ha perdido nunca habrían vivido.
Ash fue a sentarse en cuclillas frente a la hoguera, de espaldas al monje. Las palabras de Meer estaban cargadas de buenos sentimientos. Sin embargo, sólo eran eso: palabras e ideas. No aliviaban el sufrimiento.
—Le diré otra cosa. Tómelo como un adelanto por todo lo que usted me contará sobre Honshu. Cuando visité las Islas del Cielo vi como vivía la gente allí. Son prácticamente inmortales, ¿lo sabía? Tienen medios para preservar la vida, incluso para engañar a la muerte. Pero pensé que, en última instancia, su longevidad era una fuente de sufrimiento. No me parecían humanos. A pesar de todas las maravillas y los milagros, vivían sumidos en el aburrimiento y la apatía más profundos. Peor aun, mucho peor, estaban tan encerrados en sí mismos que habían perdido la capacidad de percibir la poesía del mundo que los rodeaba.
Ash se volvió lentamente con una ceja enarcada en un gesto de incredulidad.
—¿Las Islas del Cielo?
—Se lo prometo.
—Creía que sólo los mercaderes de larga distancia de Zanzahar conocían el camino hasta ellas.
Meer se encogió de hombros.
—Tal vez cuando usted me hable de Honshu yo le contaré alguna historia más sobre mí. ¿Qué le parece?
Ash abrió la boca y la volvió a cerrar haciendo chocar los dientes.
Meer estaba equivocado en lo de compartir las aflicciones. Ahora se sentía peor que unos minutos antes. Se levantó con un gruñido y se echó la gabardina sobre los hombros.
—Gracias de nuevo —dijo el roshun, y se marchó en busca de la comodidad de su cuarto y de un buen rato con el cuerpo en remojo en la bañera.
Los soldados profesionales estaban hablando de la guerra cuando Ash por fin se levantó de la cama la tarde del día siguiente y bajó al bar para tomar un trago.
Se sentó en un taburete apoyado en la barra con una botella de fuego de Cheem medio vacía y jugó una partida de ylang con Samanda, la mujer alhazií de piel morena que había visto la noche que había llegado a la taberna y que resultó ser la esposa del propietario. Lars, el propietario, parecía mucho más encaprichado con su esposa que ella con él, y rara vez se quejaba de que se negara a realizar ningún trabajo en la taberna.
—Me acuesto contigo. Eso ya es suficiente trabajo —replicó la única vez que él rozó la crítica.
Y Lars agachó la cabeza y se alejó mascullando.
Ash se rascaba las picaduras de las chinches y escuchaba los chismorreos de los hombres repartidos por la sala. Estaban comentando el último rumor: al parecer, la matriarca había muerto por las heridas que había sufrido durante la batalla de Chey-Wes.
Ash suspiró por que fuera cierto. Apenas prestó atención ya cuando continuaron parloteando sobre los invasores imperiales y su guerra interna; sobre lo terrible de la situación en la defensa del Escudo y la caída inminente de la muralla de Kharnost.
Ash ya tenía la cabeza en otra parte y perdió la partida de ylang. Borracho y necesitado de un paseo, se excusó y salió de la taberna acompañado de su botella. Los caminos estaban cubiertos por una alfombra de hojas secas, que además se apilaban contra las paredes de las casas convirtiendo el acto de caminar en una aventura arriesgada. El viento soplaba frío ese día, y daba la impresión de que el invierno estaba a la vuelta de la esquina.
Ash divisó al monje Meer cerca de los límites del Bajío, junto a las olas, sentado rodeado por un grupo de niños bajo un cobertizo que había cerca del mar. El roshun se detuvo y bajó la botella de fuego de Cheem para observarlo.
El monje sujetaba una pizarra y un trozo de tiza. Estaba enseñando a los niños a leer y ellos se lo tomaban como un juego y reían.
Ash sintió algo cercano a la paz interior mientras contemplaba la escena. Se adentró unos pasos más en las rocas y se agachó con la botella en la mano, todavía lo suficientemente cerca como para oír al grupo pero lo bastante lejos como para que le molestara el estruendo de las olas rompiendo contra la costa.
A pesar del fuerte oleaje, en el mar se veía un barco pesquero que luchaba contra los elementos con el objetivo de ponerse a resguardo en el puerto. Las velas flameaban hechas jirones y la tripulación se afanaba en los remos para avanzar a contracorriente. Un asunto peliagudo, pensó Ash.
El roshun se abstrajo en sus propios pensamientos, que revoloteaban en su cabeza como la hojarasca y aparecían para enseguida volver a desaparecer.
Un copo de nieve quedó atrapado entre sus pestañas. Ash lo liberó con un parpadeo y levantó la mirada hacia las nubes. Estaban cayendo más copos de nieve.
—¡Mirad, niños, nieve! —oyó exclamar al monje detrás de él.
Los niños enseguida se olvidaron de la clase y pasaron corriendo junto a él por las rocas, entusiasmados por los copos que caían flotando del cielo.
Ash notó el viento frío en los dientes cuando sonrió.
El monje se acercó a él con una larga caña de pescar en la mano cuando ya anochecía.
—Parece hambriento, mi triste amigo.
El estómago de Ash respondió con un ruido audible.
—Sígame. Pescaremos algo y disfrutaremos de una cena juntos.
Ash aceptó la invitación y encontraron un lugar llano junto al mar agitado cuando las estrellas empezaban a asomar y poco a poco iban poblando el firmamento nocturno con sus guijarros de luz. Meer lanzó el hilo con todas sus fuerzas y luego se puso a tararear mientras esperaban.
—Creía que los monjes de Kosh no comían pescado —dijo Ash después de un rato, retirando la mirada del cielo de levante, por donde emergían las estrellas.
Meer recogió lentamente el hilo y lanzó de nuevo el anzuelo, el plomo y el flotador al agua. Volvió a sentarse.
Pasó un minuto hasta que habló:
—He de confesarle una cosa. En realidad no soy monje.
Ash vio que estaba hablando en serio.
—¿Había oído hablar de los monjes impostores?
—Claro. Sólo los monjes pueden mendigar desde la guerra.
El monje que no era monje resopló.
—Lo considero una manera útil de vivir mientras esté aquí. Es lo que me conviene.
—Entonces, ¿por qué me lo cuenta?
—Porque no es un secreto. Si alguien me lo pregunta directamente se lo digo. Y aquí a la mayoría de la gente no le importa lo que seas. Les he ayudado cuando he podido, a diferencia de muchos monjes que encontrará en la isla y que viven recluidos en sus santuarios. Debo decírselo. En los pocos meses que pasé en el monasterio me encontré con que eran más los preocupados por el dogma y la política que por la Senda.
Meer lanzó entonces una mirada de soslayo a Ash, como si quisiera examinar su reacción.
—Además, en cuanto llegue la primavera volveré a marcharme a otra tierra.
—Pero en La Atalaya he oído decir que guarda la vigilia todas las noches en el santuario y que las pasa sumido en profundas meditaciones.
—¡Bah! Ellos le ponen el nombre que les da la gana. En el santuario yo simplemente me siento a mirar cómo gira el mundo.
Ash vio la ironía del comentario. En su lengua nativa de Honshu, el acto meditativo del
chachen
significaba simplemente «sentarse y permanecer quieto».
Observó a su compañero y se puso a cavilar.
—Iba a ir a visitarlo más tarde —confesó Meer—. He estado hablando con un par de amigos en la ciudad respecto a su situación.
—¿Que ha estado haciendo qué?
—Puedo llevarlo a Cheem, si eso es lo que quiere hacer.
—¿Eh? Y supongo que lo haremos volando como una hoja llevada por el viento.
Meer esbozó una de sus sonrisas instantáneas, juveniles.
—Tengo un amigo con una nave.
La expresión de Ash lo decía todo.
—Es cierto —dijo alegremente.
—Y, dígame. ¿Por qué se tomaría tantas molestias para ayudar a un simple viejo extranjero de tierras remotas como yo?
—Porque nos gustaría acompañarlo. Hasta Sato.
Ash alargó la mano hacia la espada, pero no encontró nada. Se había dejado el arma en su cuarto de la taberna.
—¿Quién es usted? —preguntó fríamente—. ¿De qué conoce Sato?
El hombre se encogió de hombros y abrió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de franqueza absoluta.
—Soy quien digo ser. Y un poco más. Lo único que necesita saber aquí y ahora es que soy amigo suyo, Ash. Y que tengo ciertas amistades. Gente que desea fervientemente intercambiar unas palabras con la orden Roshun.
—La orden Roshun ya no existe.
—¿Por qué no? ¿Porque las tropas imperiales la atacaron? Sí, ya hemos hablado con varios de sus agentes en los Puertos Libres. Todos dicen lo mismo que usted. Sin embargo, podrían quedar supervivientes en Cheem. Y si los hay, nos gustaría hacerles una oferta.