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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras

 

En la continuación de El extraño, el guerrero Roshun Ash deberá decidir entre seguir a su propia conciencia o llevar a cabo una venganza personal que va en contra de su honor.

Aún de duelo por el asesinato de su hijo, la Santa Matriarca de Mann se pone al mando de sus tropas y se prepara para atacar los Puertos Libres mercianos y conquistar la ciudad de Barkhos, cuyas murallas se le han resistido durante diez largos años. Pero Ash tiene sus propios planes para la Santa Matriarca. El viejo guerrero Roshun está decidido a vengar los crímenes de la sacerdotisa.

La batalla por Barkhos se recrudece y más vidas se ven arrastradas al sangriento conflicto: Bahn, el soldado asediado al borde de la locura; Bull, el asesino que busca una segunda oportunidad, y Curl, una joven prostituta que está decidida a buscar la venganza en el campo de batalla. Parece que todo se decidirá en el combate. Pero no será la fuerza la que gane la batalla, sino la atormentada determinación de un hombre que busca redimirse.

Col Buchanan

Y quedarán las sombras

El corazón del mundo II

ePUB v1.0

jubosu
25.02.12

Autor: Col Buchanan

Título: Y quedarán las sombras

Título original: Stands a Shadow

Fecha de publicación: 13/02/2012

Para mis hermanos.

El hombre bueno y el hombre malo son un solo hombre, que se yergue como la sombra entre el día y la noche.

ZEZIKÉ

Resumen

Aún de duelo por el asesinato de su hijo, la Santa Matriarca de Mann se pone al mando de sus tropas y se prepara para atacar los Puertos Libres mercianos y conquistar la ciudad de Barkhos, cuyas murallas se le han resistido durante diez largos años. Pero Ash tiene sus propios planes para la Santa Matriarca. El viejo guerrero Roshun está decidido a vengar los crímenes de la sacerdotisa.

La batalla por Barkhos se recrudece y más vidas se ven arrastradas al sangriento conflicto: Bahn, el soldado asediado al borde de la locura; Bull, el asesino que busca una segunda oportunidad, y Curl, una joven prostituta que está decidida a buscar la venganza en el campo de batalla. Parece que todo se decidirá en el combate. Pero no será la fuerza la que gane la batalla, sino la atormentada determinación de un hombre que busca redimirse.

Prólogo

La senda luminosa

La pradera que se extendía hasta el horizonte y más allá evocaba el mar. El cielo les inundaba los ojos allí donde posaran la mirada, y las lunas gemelas colgaban solitarias en lo alto, bañadas por la luz lechosa del día; la más pequeña, de un apagado color blanco; la mayor, de un azul pálido. Ambas con el penumbroso contorno de su nítida forma circular recordando a cualquier observador consciente o dotado de imaginación que el mundo de Eres también era una esfera monstruosa dando tumbos en el vacío; y que ellos giraban con él.

—¡Gracias al Necio que hoy no hace viento! —exclamó Kosh, sentado con elegancia en la silla de su zel de batalla—. No habría soportado otra ventolera abrasadora.

—Ni yo —replicó Ash, que arrancó la mirada de las lunas remotas y pestañeó como si regresara tanto en sí como al mundo de los mortales.

El día era bochornoso; el aire titilaba sobre la hierba corta y gruesa que separaba ambos ejércitos y las ondas de calor daban una sensación de proximidad irreal al macizo negruzco y resplandeciente formado por la caballería enemiga.

Ash chasqueó la lengua cuando su zel volvió a sacudir la cabeza con nerviosismo. Él no era tan buen jinete como Kosh; además, su montura era joven y todavía no había sido puesta a prueba. Ash ni siquiera la había bautizado. Su zel anterior, el viejo
Asa
, había caído con el corazón desgarrado durante la última escaramuza al este de Car. Aquel día el olor a carne chamuscada había flotado pesado sobre el campo de batalla, alimentado por los cuerpos de los yashi enemigos quemados vivos en el incendio que Ash y sus camaradas habían provocado en sus filas y que el viento se había encargado de propagar. Después, con el rostro tiznado surcado de lágrimas, había llorado la muerte de su zel con la misma pena con la que había llorado la de sus camaradas caídos ese día.

Ash se inclinó y frotó el cuello del joven zel con la mano enguantada. «Mira a esos dos —intentó decir telepáticamente al animal, mirando de reojo la figura inmóvil que componían Kosh y su montura—. Mira lo orgullosos que se les ve.»

El zel se alzó sobre las patas traseras.

—Tranquilo, chico —dijo Ash, acariciándole el cuello musculoso, aplanándole el hirsuto pelaje negro azabache con vetas blancas.

El zel por fin paró quieto, expulsó el miedo con una serie de resoplidos y se calmó.

La silla de cuero crujió debajo de Ash cuando éste se enderezó. A su lado, Kosh descorchó un odre y le dio un trago largo; soltó un grito ahogado y se secó la boca.

—No me vendría mal algo más fuerte —refunfuñó.

En un gesto revelador, en vez de ofrecer el odre a Ash, lo arrojó a su hijo, su escudero, que estaba descalzo en el suelo detrás de él.

—¿Todavía estás dolido? —le preguntó Ash.

—Lo único que digo es que podrías haberme dejado un poco.

Ash gruñó entre dientes; se inclinó entre ambas monturas y escupió al suelo. Las briznas secas de hierba se dilataron y crujieron mientras absorbían la repentina fuente de hidratación. El mismo ruido de fondo constante se oía por toda la llanura, como si estuviera cayendo una lluvia de granos de arroz crudos sobre las tejas de un tejado, como si ambos ejércitos hubieran formado un coro para hacer eso mismo: escupir sobre la hierba que se extendía bajo sus pies.

Se volvió a su derecha y llevó la mirada más allá de la cabeza de Lin, su hijo y escudero, que permanecía sumido en su habitual ensimismamiento. A lo largo de la línea, otras monturas hacían cabriolas agitadas por la tensión mientras recibían las atenciones de sus jinetes. Los zels advertían el olor que despedían —y que llegaba arrastrado por las intermitentes ráfagas de brisa— las panteras de batalla enemigas, aunque sus jinetes las mantenían a raya en las lejanas filas que desplegaban frente a ellos en aquel paraje sin nombre del Mar de Viento y Hierba.

Ese día el Ejército Popular Revolucionario era inferior en número. Pero siempre era inferior en número, y ello no les había impedido aprender a derrotar a un enemigo que confiaba demasiado en los reclutas malhumorados y en las formas jerarquizadas de hacer la guerra recogidas en el ancestral
Venerable tratado de la guerra
. Ese día, la confianza en sí mismos de los viejos contendientes era evidente mientras aguardaban el comienzo de la lucha. Todos sabían que la suerte ya estaba echada; todo lo que habían podido reunir ambos ejércitos se hallaba allí para el enfrentamiento final.

Un grito se alzó y se propagó por las filas de soldados. El general Osho, líder de la Senda Luminosa, emergió a medio galope a lomos de su zel azabache de entre los hombres que ese día fijarían el extremo del flanco izquierdo de la formación principal. Empuñaba una lanza en la que, por encima del remolino de polvo que levantaban los cascos de su montura, ondeaba una bandera roja con una imagen bordada: una ninshi de un solo ojo, patrona de los desposeídos. La bandera se agitaba y crepitaba como una llama.

Osho cabalgaba con el garbo de quien sale a primera hora de la mañana para dar un paseo por mero placer, con la misma confianza en sí mismo que el resto de los veteranos que componían el ala de la formación. La estrategia que iban a seguir era de lo más sensato, y había sido propuesta por el mismísimo general Nisan, comandante en jefe del ejército y héroe militar de la revolución. Una mayoría abrumadora había votado a favor del plan durante la asamblea general del ejército que se había celebrado la noche anterior.

El grueso de las fuerzas actuaba como cebo para las huestes enemigas de los Pulsos, infinitamente superiores en número. Con los amagos en los flancos se pretendía enredar el predecible Ala de Cisne de los caudillos para que el verdadero golpe mortal fuera asestado por la nutrida caballería del ala del general Shin, los Estrellas Negras, que permanecían agazapados en las hierbas altas al sudoeste, inmediatamente detrás de la posición de la Senda Luminosa. Una vez que todas las alas de la formación enemiga se hallaran inmersas en la acción, los Estrellas Negras acometerían un ataque relámpago y se apoderarían del núcleo del ejercito rival desde la retaguardia aprovechando la confusión, con la esperanza de provocar la desbandada de las fuerzas enemigas tal como había ocurrido en incontables ocasiones durante los últimos tiempos.

—¡Hoy es el día, hermanos! —bramó con arrebato el general Osho—. ¡Hoy es el día!

A su paso, los hombres enarbolaban sus lanzas y rugían. Incluso Ash, poco dado a mostrar abiertamente su entusiasmo, sintió una oleada de orgullo viendo a los hombres gritar con pasión y alzar los puños en respuesta a su general, su hijo entre ellos.

Una nube de polvo envolvió al general cuando detuvo su zel de batalla. La montura giró dando unos pasos de baile para encarar las lejanas filas enemigas, y nada más posar su mirada en ellas, el zel resopló y sacudió la cola. Osho y Chancer esperaron a que se hiciera el silencio.

—Por las pelotas del Necio, espero que no se equivoque —gruñó Kosh dirigiendo una mueca a su carismático líder—. Ya es hora de enviar a esos chicos de vuelta a casa junto a sus madres, ¿no te parece?

Era una pregunta que no requería respuesta.

A su alrededor retumbaban las fustas con las que los daojos golpeaban las grupas de los zels mientras bramaban a sus hombres que se apretaran más y mantuvieran la formación, y les repetían las órdenes y las instrucciones básicas para la lucha.

—He oído que los caudillos han ofrecido un cofre lleno de diamantes a los generales de nuestro ejército que estén dispuestos a poner pies en polvorosa.

Ash espantó una mosca que se le había posado en la mejilla.

—¡Uf! ¿Y cuándo no han intentado comprarnos? Hoy no iba a ser diferente.

—¡Ah! Pero hoy es el día.

Ambos rieron entre dientes. Tenían la garganta irritada por el humo de las pipas y de las hogueras de la noche anterior.

Las palabras de Ash eran ciertas. Durante los primeros días de la revolución, cuando el Ejército Popular Revolucionario apenas si era un batiburrillo de guerreros con escasa cohesión y confianza en sus posibilidades que todavía no contaba en su haber con victorias reseñables, los caudillos habían ofrecido a cada uno de los soldados que formaban el ejército una pequeña fortuna en diamantes para que desertaran y cambiaran de bando.

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