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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (10 page)

«Esta vida tiene sus recompensas», pensó Ché distraídamente. Y una de ellas era un baño caliente a diario si así lo deseaba; no era moco de pavo en un mundo en el que la gente podía dar gracias por lavarse con una palangana con agua fría y resina de copal como jabón.

«Estás ablandándote», se reprendió, y se preguntó si Shebec, su viejo maestro roshun, estaría pensando en él, si aún seguiría vivo para poder verlo.

Bigotes le limpió el diminuto corte en la frente sin dirigirle un gesto o una mirada inquisitiva y, cuando acabó, se enjuagó las manos y le dejó que disfrutara de su baño en soledad. Ché conservaba la serenidad que le había proporcionado el ejercicio. Se apretó la manopla empapada contra la cara y respiró a través de ella, vencido por un cansancio repentino. Los efectos de la Leche Real finalmente habían desaparecido; tal vez expulsados de su organismo a través del sudor.

Bostezó. Sabía que no tardaría en dormirse. Su mente erraba como el vaho por el espacio del cuarto de baño, y Ché le permitió demorarse en los sucesos insólitos de la noche que llegaba a su fin y en las conjeturas de lo que le aguardaba a la mañana siguiente.

«Mañana parto hacia la guerra —concluyó con una sobriedad súbita—. Hacia la guerra.»

Había una carta esperándolo sobre la mesa enfrente de la puerta cuando salió de la bañera. Bigotes ya se había marchado de regreso a los aposentos de los esclavos, situados en el sótano del edificio.

Ché tenía aversión a las cartas; sólo portaban malas noticias o eran un mero instrumento para recordarle sus responsabilidades. Aun así, la cogió y la abrió.

Espero que te vaya bien el nuevo ungüento. Ven a verme, hijo. Te echo de menos. Por favor, ven
.

Su madre: la correa que utilizaban para asegurarse su lealtad a la orden.

Ché sostuvo un rato la carta en las manos sin saber muy bien qué hacer con ella. Al cabo abrió el cajón de la mesa, sacó una hoja de papel en blanco, la pluma y el tintero, y escribió poniendo suma atención en la caligrafía:

Querida madre
:

Por la mañana he de partir con la flota. No, no sé cuánto tiempo pasaré fuera. Pensaré en ti, como siempre
.

Tu hijo
.

Sopló la tinta hasta secarla, dobló la hoja con cuidado y garabateó las instrucciones para que fuera entregada a su madre en el templo de Sentiate. Luego la dejó donde sabía que Bigotes la vería.

Se le pasó por la cabeza enviar una invitación a Perl o a Shale, o incluso a las dos, pero ambas acudirían con ganas de consumir drogas del placer y de que él se les uniera en sus vicios, y a Ché no le apetecía tomar drogas esa noche; en realidad casi nunca le apetecía tomarlas, pues no le gustaba visitar los lugares donde solía transportarle su mente en esos estados alterados de la conciencia.

No. Mejor se quedaría en casa para estar fresco y despejado por la mañana. Además, un poco de tranquilidad era un lujo en sí, de modo que más le valía disfrutar de ella mientras tuviera ocasión.

Desempolvó la mochila de piel y se puso a hacer la maleta para el viaje con la esperanza de acabar pronto y poder relajarse. Metió algo de ropa sin prestar demasiada atención a lo que se llevaba, aunque cuando se acercó a la biblioteca se sentó y se tomó su tiempo para elegir las lecturas.

Parte de su trabajo consistía en saber sobre el mundo tanto como le fuera posible. De ahí que los estantes de su librería albergaran numerosos libros de viajes, diarios, atlas y volúmenes sobre religiones e historia. Ché sospechaba que su saber era el verdadero motivo de la desconfianza que a veces notaba que suscitaba entre sus superiores; en definitiva, sus conocimientos sobre otras culturas e ideologías que se oponían a Mann.

Al final se decidió por una obra de Slavo, una descripción de los viajes markhesianos —imaginarios la mayoría de ellos— a los confines del mundo y de los pueblos que descubrió. Ya hacía tiempo que lo había leído.

En el último momento volvió a su copia de la
Escritura
, que guardaba en la parte superior de la librería y que sólo había leído entero una vez desde su regreso al seno de Mann. Había formado parte de su proceso de reeducación tras los años que había vivido como aprendiz de roshun en las montañas de Cheem, cuando los sacerdotes espías de la Élash lo habían reintegrado poco a poco en las costumbres de la carne divina antes de informarle de que habría de convertirse en diplomático al servicio de la Sección.

Cogió el delgado volumen y lo guardó en la mochila no sin cierta reticencia.

Llegada la noche, Ché contemplaba la calle sentado en su sillón, en el salón iluminado por las lámparas de gas, vestido con una túnica blanca limpia y abstraído en sus pensamientos, con el estómago lleno y una copita de vino seratiano en la mano.

Ya no quedaba ni rastro de su animación anterior; ahora, listo el equipaje y sin nada más que hacer que esperar el amanecer, la conciencia de la realidad de lo que le aguardaba lo había sumido en una leve depresión. Su condición de diplomático le permitía vivir relativamente al margen de sus colegas, lo que era de agradecer. A partir de entonces, sin embargo, tendría que convivir durante semanas enteras con sus camaradas sacerdotes y con la matriarca y su séquito de aduladores. Tendría que controlar sus movimientos, sus palabras. Y no le resultaría sencillo; sobre todo ahora que su mente discurría cada vez con más frecuencia en sentido opuesto a como lo hacía el mundo que lo rodeaba.

Un sentimiento de ira bullía en su interior desde el episodio de Cheem y de la traición a los roshuns, y Ché notaba su virulencia cuando se le agriaba el humor por una docena de menudencias a lo largo de un día cualquiera, o cuando hacía comentarios impropios, o cuando provocaba a las personas con autoridad con su aparente arrogancia, que en realidad no era más que una muestra de indiferencia, de falta de interés. Era como si buscara que le recriminaran su comportamiento, como si quisiera decir cuatro verdades a los sacerdotes despreciando las probables consecuencias. Tal vez sólo era una especie de pulsión de muerte que crecía lentamente en su interior.

Dio otro sorbo a la copa y se deleitó con la suave aspereza amarga del vino contra el paladar, un acompañamiento perfecto para el conejo de la cena, cuyo sabor aún perduraba en su boca. De la cocina llegaba el ruido que hacía Bigotes limpiando las ollas y la vajilla.

Por fin había dejado de llover y la gente salía a la calle para divertirse. Ché observó un rato a un chulo que se pavoneaba y se acicalaba bajo la luz de las farolas mientras gestionaba su imperio desde la esquina de la calle. Cuando se cansó de él desvió la atención hacia un grupo de jóvenes sentados sobre un muro bajo, debajo de la parada del tranvía, que se pasaban cigarrillos de hazii mientras charlaban y reían, confortándose en la compañía mutua. No parecían mucho más jóvenes que Ché y, sin embargo, él los observaba con ojos de viejo.

En un primer momento no se percató de que Bigotes había entrado en el salón y esperaba a que le diera permiso para retirarse a dormir. La criada carraspeó y Ché se volvió y se quedó mirando con gesto sorprendido su rostro ajado y cansado.

Ché no tenía ni idea de cómo se llamaba la criada en realidad. Por ley, los esclavos condenados a serlo durante toda la vida no tenían derecho a un nombre distinto del que sus amos les pusieran. Él le había puesto el apodo cuando le entregaron las llaves del apartamento y sus ojos se posaron en la esclava incluida en el paquete, aquella mujer de mediana edad con el rostro cubierto por una pelusa rubia y con un par de penetrantes ojos azules. Ché había llegado a la conclusión, por el color de su pelo y el tatuaje azul que le había visto una vez en la parte superior del brazo, de que Bigotes pertenecía a los pueblos de las tribus septentrionales.

A menudo pensaba que aquello no era vida. Bigotes estaba los siete días de la semana a su entera disposición, y sólo disfrutaba de unas pocas horas para sí ya entrada la noche; y aun entonces sólo si su amo no requería sus servicios en la cama. Ché imaginó que sus amos anteriores habían hecho buen uso de ella en ese sentido, pues era una mujer muy femenina, y fantaseó un instante con esa idea; aunque acabó diciéndose que en esa materia prefería a alguien que accediera a satisfacerlo por voluntad propia.

A la espalda de Bigotes, por todo el apartamento, pendían los velos de sombra que se movían agitados por las lámparas de gas y que ocultaban el reloj —con su solitario tictac sobre la mesa lejana—, los montones de materiales de referencia apilados contra la pared y el globo terráqueo lacado, que había girado tantas veces sobre su eje que necesitaba que lo engrasaran. Por lo demás, poco más había salvo el vacío, las paredes desnudas y los sonidos procedentes del mundo exterior.

—Quédate un poco más —se oyó decir Ché, acompañando sus palabras con un gesto con las manos abiertas.

Ella debió entenderlo mal, pues sus facciones pálidas se sonrojaron.

Le asaltó la sospecha, y no era la primera vez, de que tal vez Bigotes podía leer los labios; era algo que ocurría con frecuencia entre los esclavos que habían sido privados del sentido del oído. Aunque desconocía las razones por las que Bigotes lo guardaba en secreto.

—No, no me refería a… —Meneó la cabeza y apartó la mirada. Entonces reparó en el tablero de ylang que había en la mesita que tenía al lado y, señalándolo, añadió—: ¿Te apetece jugar una partida conmigo?

Bigotes bajó la mirada hacia el tablero y luego la fijó de nuevo en los ojos de su amo. Por un instante fugaz, Ché lo vio claro, y se preguntó qué despertaría en la criada tales sentimientos hacia él. Bigotes permaneció inmóvil.

—¿Quieres vino? —preguntó, sosteniendo en el aire la botella sobre una copa vacía.

Cuando levantó la mirada se encontró con la figura de un animal que se acercaba cautamente a él.

Bigotes se sentó en una silla enfrente de Ché, con la pizarra apoyada contra el pecho, y dobló delicadamente las manos sobre el regazo. Ché no apartó la mirada de ella mientras le llenaba la copa de vino.

Jugaron en silencio. Los gritos y las risas de la calle llegaban amortiguados por los gruesos vidrios de las ventanas. Bigotes demostró que sabía jugar, al menos lo suficiente como para empezar la partida sin explicaciones de por medio. De todos modos, Ché se lo tomó con calma, pues deseaba alargar la partida. Ella le seguía el juego, a decir por las miradas cómplices que de vez en cuando le lanzaba desde debajo de sus pobladas cejas.

Cada vez que Bigotes iba a realizar un movimiento se sujetaba la pizarra contra el pecho para que no le entorpeciera el gesto de inclinarse hacia el tablero. Al cabo, Ché se dio cuenta de ello y, mirándola a los ojos, le dijo:

—Por favor, quítate eso.

Ella lo miró sorprendida.

Le señaló la pizarra e imitó el gesto de sacárselo por encima de la cabeza.

Ella bajó la mirada a la pizarra y la examinó un momento. Luego se la sacó con un movimiento tosco y apresurado y la dejó apoyada contra la pata de la mesa.

—¿Por qué no te quitas también la ropa?

Ché la miró detenidamente. Ella tampoco apartaba los ojos de él. ¿Estaba sonrojándose de nuevo? ¿Era eso un leve rubor?

La curiosidad de Ché seguía creciendo.

Bigotes tomó un sorbo de vino y desplegó tres guijarros para rodear una ficha de Ché que a continuación cogió con sus manos llenas de callos y depositó junto al resto de piedrecitas capturadas.

—Me marcho por la mañana —dijo el diplomático, acercando sus ojos a los de la criada—. Con la flota. Vamos a combatir contra los infieles.

Bigotes permaneció impasible.

Ché acercó sin la debida atención sus piedras negras a las blancas de ella, que se protegían mutuamente arrinconadas en un cuadrante del tablero. Cometió un par de errores más hasta que su ofensiva se atascó y Bigotes arrasó con la suya. La criada no se pensaba demasiado los movimientos de sus fichas, como si tampoco estuviera tomándose el juego demasiado en serio; parecía más interesada en el vino.

Ché volvió a llenarle la copa y esperó a que la apurara. Entonces la miró a los ojos.

—Mi superior me ha pedido que asesine a la Santa Matriarca —aseveró, y sus palabras sonaron amplificadas por el silencio penumbroso del apartamento.

Bigotes se lo quedó mirando con gesto distraído, y Ché sintió la repentina pesadez del aire que mediaba entre ellos.

—Es decir, si trata de huir del campo de batalla. O si se da la posibilidad de que sea capturada. Al parecer no están dispuestos a permitir que eso ocurra. Debe vencer o morir. No hay más opciones.

Depositó un guijarro en el tablero y cogió otro para ponerlo junto al primero. Una tercera ficha quedaba protegida por las primeras.

—Ahora más que nunca me pregunto quiénes son en realidad mis superiores. Después de tanto tiempo me pregunto para quiénes estoy trabajando realmente, si tienen potestad para ordenar la muerte de la matriarca.

Bigotes sacudió la cabeza en su dirección.

—¡Silencio! —le espetó con una voz irregular y de un tono ligeramente apagado. Se agarró fuertemente a los costados del tablero.

Ché se llevó tal sorpresa que se quedó mudo por un momento y simplemente tragó saliva.

—¿Cómo? —inquirió en voz baja. Y añadió, haciendo un gesto de desdén con la mano—: ¿Crees que alguien está escuchándonos?

Bigotes levantó la mirada de la boca de Ché. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba a marchas forzadas, como si jadeara en silencio.

—Si sigue hablando así los dos acabaremos muy mal. ¿Por qué me cuenta esas cosas?

La criada había acercado el rostro tanto al suyo que Ché notaba su aliento cálido chocando contra el que exhalaba él.

—Porque creía que no me entendías —repuso pausadamente—. Has estado fingiendo desde que llegué. Me has hecho creer que no sabías leerme los labios —le espetó clavándole una mirada fulminante.

—No estoy obligada a serle leal —replicó ella con su extraño tono de voz—. No soy su esposa. No tiene por qué contarme sus penas. Ni tampoco soy su madre.

Ché se sintió de repente cegado por la ira, como si se hubieran apagado las luces.

—¡Sé perfectamente lo que eres! —rugió el diplomático, y sus ojos se clavaron inconscientemente en el collar de esclava que le envolvía el cuello.

Bigotes enarcó las cejas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué soy? ¿Acaso no soy más que la esclava de un esclavo? —Acribilló el apartamento con miradas iracundas—. ¡La única diferencia es que a ustedes les conceden una jaula más bonita que a nosotros!

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