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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (12 page)

—¡Vaya al grano! —bramó la voz de Alarum desde su retrete privado—.Tengo que salir hacia el puerto enseguida.

Pedero sacudió la cabeza sobresaltado por la manifestación repentina del jefe de la orden de los espías.

—Le traigo un informe, señor. Creo… Creo que debería leerlo.

—¿Es usted, Pedero?

—Sí, soy yo.

—Bueno, ¿no puede esperar?

Pedero bajó la mirada al informe que aferraba en la mano. La tinta de su letra menuda y limpia se había corrido en algunos tramos por culpa del sudor que rezumaban sus dedos.

—Creo que no. Procede de una de nuestras unidades de escucha. Tiene relación con un diplomático llamado Ché. Tengo entendido que acompañará a la Santa Matriarca durante la campaña.

Una mano emergió del hueco de la puerta.

Pedero se dirigió hacia allí y entregó el documento a la mano tendida mirando hacia otro lado. A continuación hizo una reverencia, retrocedió hasta una distancia respetable y entrelazó las manos a la espalda.

—¿Esto dijo? ¿A su maldita esclava? —espetó la voz unos momentos después.

—Así es, señor.

Acto seguido se oyó un murmullo de maledicencias. Alarum no era por naturaleza un hombre de mal genio. Sin embargo, desde que se anunció que acompañaría a la Santa Matriarca como su consejero personal para asuntos de espionaje se comportaba como una auténtica bestia con la gente que lo rodeaba.

—El informe tiene fecha de anoche. ¿Por qué estoy enterándome ahora?

Pedero tosió y cogió aire.

—Se produjo una confusión en la oficina que afectó al papeleo —respondió temblando.

—¿Está diciéndome que esto ha permanecido olvidado encima de su mesa y no se ha molestado en leerlo hasta hace unos minutos?

Pedero no podía negarlo. Abajo ya había intentado concebir un modo para exculparse del error, pero las garras del terror se habían apoderado de él desde el primer momento, cuando sentado a su escritorio sostenía el informe entre las manos temblorosas y su cabeza caía presa del pánico por lo que acababa de leer, dándose cuenta con horror de que se había contagiado de su fatalidad, de que no podía
desleer
aquellas palabras y librarse así del destino que seguramente le auguraban. «Rómpelo en mil pedazos y quémalo», le había aconsejado su mente nublada por un arrebato de histeria. Incluso se había levantado y había ido hacia la puerta con esa intención, pero entonces había visto a Curzon clavado detrás de su escritorio en el otro extremo de la habitación, observándolo por encima de sus anteojos. Curzon, el metomentodo.

«Haz tu trabajo —había decidido Pedero, como en un ensueño, en la soledad ingrata del momento—. Niégalo descaradamente como siempre haces.»

Había sido un momento de demencia pasajera, pensó ahora que se enfrentaba a la realidad de su decisión. Alzó la cabeza como ofreciendo su cuello para el sacrificio.

—Me temo que así es, señor —respondió—. Con esto del traslado, ya sabe… Todavía andamos un poco perdidos.

—¡Excusas, Pedero! Tendría que encerrarlo en la celda del dolor durante una semana por esto. Debería agradecerme mi indulgencia.

—Sí, señor.

Se oyó un suspiro de hartazgo. Era el sonido más tranquilizador que cabía esperar de aquel hombre.

—Dígame, ¿por cuántas manos ha pasado este informe?

Aquella pregunta dejó lívido a Pedero, que notó el repentino descenso de temperatura que experimentaba su cuerpo, como si ya estuviera muerto. Se volvió al acólito y al esclavo, pero éstos evitaron cruzar sus miradas con la suya.

—La unidad de escucha y yo mismo.

—¿Quién es la unidad de escucha? Aquí no lo pone.

—Ul Mecharo.

—¿Y la esclava?

—Su número consta en el informe. Arriba a la izquierda.

—Ya veo.

Se produjo un ruido extraño en la caseta, y Pedero comprendió que era el tableteo de dientes de su superior, quien tenía esa manía cuando trataba de desenterrar algún dato de su memoria.

—Conozco a este joven —masculló desde el otro lado de la pared de la caseta—. Al menos conocía a su madre. La traté en mi juventud. Entonces ella pertenecía a los Sentiate, creo recordar. No tenía nada que ver con estas muchachas de ojos cadavéricos que se encuentran hoy en día. No. Esta era todo fuego y garras. Sin embargo, tuve que dejar de verla cuando se quedó embarazada. Yo no soportaba el sabor de su…

—Eso refuerza el interrogante en cuanto a la salud mental de este diplomático —sugirió Pedero—. Cuando la Sección reciba el informe habrá firmado su sentencia de muerte con sus comentarios.

—Yo sospecho, Pedero, que su sentencia de muerte más bien fue firmada cuando le revelaron los detalles de su cometido. Y él ya lo sabe. No me cabe duda de que la Sección hará que lo maten de uno u otro modo en cuanto finalice su misión.

Pedero se mordió el labio inferior mientras rumiaba la manera de sacar más información a su superior. Se conocían desde hacía años. Alarum siempre había exigido a sus subordinados una comunicación sincera, sobre todo debido a su propia franqueza, brutal en ocasiones; consideraba esta cualidad imprescindible para el trabajo que realizaban si querían ir por la vida con la cabeza alta.

Pedero echó un vistazo al acólito y después al esclavo, pero ambos parecían consumir sus vidas observando el suelo con la mirada perdida. Dio un paso hacia la caseta, de modo que quedó prácticamente pegado a ella.

—¿Es cierto? —preguntó a su superior en poco más que un susurro—. Me refiero a lo que dijo.

—¡Dejadnos solos! —bramó Alarum de repente.

El acólito y el esclavo miraron por fin a Pedero y enfilaron hacia la puerta.

—¿Le gustaría saberlo en el caso de que fuera cierto? —preguntó a Pedero cuando se quedaron solos.

—De todos modos ya noto la soga alrededor del cuello.

—¡Ah! ¿Y qué pasa conmigo? ¿Acaso ahora no he leído yo también el informe?

—Usted podría ser parte implicada del asunto —respondió con arrojo Pedero, consciente de que había traspasado de largo los límites de la prudencia.

Un suave resuello que Pedero identificó como una risa llegó desde el interior de la caseta.

«¿De qué se reirá? ¿Qué mínimo detalle puede encontrar divertido en todo este asunto?»

—Mis superiores, tal vez —dijo al cabo la voz—. Los superiores del diplomático dentro de la Sección, sin duda.

Pedero se enjugó los labios húmedos. Al parecer se había quedado sin respiración. Sólo entonces se acordó de la hierba de hazii que estaba esperándole en sus aposentos privados del distrito Templo y de la larga noche de placer que se había prometido con su recientemente adquirida esclava sexual. Se preguntó si llegaría vivo a casa.

El informe salió disparado por la puerta de la caseta y se estrelló contra el suelo. Pedero frunció el ceño.

—Entiérrelo entre los archivos antiguos, y no hable de él con nadie. ¿Queda claro?

De repente se sintió tan extraordinariamente agradecido que se habría tirado a los pies de Alarum allí mismo; la sensación de alivio que lo embargaba era comparable a un orgasmo.

—Por supuesto, señor —aseveró Pedero, inclinándose precipitadamente y recogiendo la hoja de papel del suelo.

—Y… Pedero…

—¿Sí, señor? —respondió sin aliento.

—¿Qué aspecto tiene el diplomático?

—Creo que hay una descripción física de él en su archivo personal.

—Tráigamelo.

Capítulo 7

El asesino

En un primer momento Ash no se percató de que los lejanos puntitos que moteaban la neblina que cubría la ciudad eran una bandada de murciélagos que se dirigía hacia él.

Bajo el reconfortante cielo matinal, el roshun realizaba una serie de ejercicios de estiramiento que lo ayudaban a desentumecer los músculos y a aliviar el dolor de rodillas y de espalda en previsión de lo que le esperaba, pues sabía que por fin ese día, tras la larga espera, la matriarca saldría de su nido de cuervos.

Ash tenía puestos los cinco sentidos en sus movimientos y en el sonido de su respiración abdominal profunda. Apenas si prestaba atención al cielo, y mucho menos a las bulliciosas calles de debajo pese a que estaban abarrotadas de gente. La luz matinal parecía excesiva para sus ojos, y Ash sabía que esa molestia sólo era el preámbulo de uno de sus dolores de cabeza. Deseó con todas sus fuerzas que no se tratara de uno de los fuertes.

Cuando se puso en cuclillas para estirar las piernas y los músculos de la espalda divisó la bandada de murciélagos que se deslizaba a ras de las azoteas en dirección al distrito Templo, en una formación que abarcaba medio laq. Ash se mantuvo agachado cuando uno de ellos se lanzó en picado encima de él. El animal pasó rozándolo, y Ash vislumbró al jinete colgado del ala y oyó el ruido de metal y de arneses que dejó a su paso. La corriente de aire que provocó el vuelo del murciélago obligó a Ash a entornar los ojos.

Con el rabillo del ojo vio un destello blanco a su izquierda, en el edificio que se levantaba frente a la fachada occidental del teatro. Se agachó un poco más y enfiló hasta el pretil, levantó lentamente la cabeza y echó un vistazo.

Un acólito con un rifle colgado del hombro deambulaba con paso firme por la azotea del edificio y de vez en cuando se asomaba a las calles de debajo. Ash se dio la vuelta y examinó los tejados de los edificios vecinos del otro lado del teatro. En muchos de ellos, donde había azoteas, divisó individuos con las mismas túnicas blancas emergiendo al exterior.

La puerta de la azotea de Ash empezó a chirriar.

El roshun se quedó helado.

La puerta de la azotea del teatro estaba en la enorme mano de hormigón situada en el centro de la explanada, en el lado opuesto de donde él se encontraba agachado. Ash desvió la mirada hacia la capa de repuesto con la que había envuelto sus armas.

Un acólito con una túnica blanca apareció de espaldas a Ash por detrás de la mano. En una mano llevaba un rifle dotado de una mira telescópica y en la otra, una pistola. El tipo hizo el ademán de darse la vuelta.

Ash no se lo pensó dos veces y se arrojó por encima del pretil. Una sensación de vértigo lo recorrió mientras colgaba del edificio cogido por las yemas de los dedos. Sus piernas oscilaban sobre el vacío que lo separaba del tejado más bajo del teatro original y de los millares de cabezas que recorrían las calles. Ahora el bullicio de la multitud sonaba atronador en sus oídos, como un océano privado de todo sentido para la armonía agitado y entrechocando sus aguas.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó mientras se aferraba con todas sus fuerzas al rugoso borde de hormigón del pretil.

De arriba le llegó un ruido de pasos y levantó la cabeza. El acólito lo miraba asomado desde el otro lado del pretil. Ash sólo podía verle los ojos detrás de la careta. La brisa agitaba los bordes de su capa, cuyos extraños dibujos bordados con hilo de seda brillaban alcanzados por la luz del sol. Ash visualizó de nuevo la pira llameante y a los acólitos con sus túnicas blancas congregados a su alrededor, contemplando cómo ardía Nico.

—Dame la mano —espetó al acólito en la lengua franca en un tono que dejaba claro que no se trataba de una petición, sino de una orden, y soltó la mano izquierda del preciado asidero para tenderla hacia él.

El acólito vaciló un momento y miró la mano que le tendía Ash.

El roshun empezaba a notar un dolor abrasador en los dedos de la otra mano; sabía que no tardarían en fallarle y volvió a sacudir la mano libre en dirección al acólito.

—¡Vamos! ¡Rápido!

El acólito soltó el rifle, aunque no bajó la pistola mientras alargaba el brazo para asir la mano de Ash. El roshun fingió que no podía estirar más su mano y el acólito se inclinó para acercar la suya.

Sus manos se encontraron y se entrelazaron. Ash soltó un gruñido, tiró de la mano con todas sus fuerzas e hizo perder el equilibrio al acólito, que se tambaleó hacia delante y se precipitó por encima del pretil.

Ash oyó un grito cuando el acólito lo rebasó en su caída libre y a continuación se instaló el silencio.

El roshun se impulsó para saltar por encima del pretil y regresar a suelo firme. Examinó las azoteas de los alrededores mientras se ponía de pie. No había acólitos mirando en su dirección. Respiró hondo y se asomó por el pretil. El acólito yacía despatarrado sobre la rejilla de un canalón entre dos tejados del teatro.

—¡Uf! —exclamó.

Se zambulló en el caos de la Serpentina con medio rostro oculto bajo la capucha. El amplio bulevar y las calles adyacentes eran el escenario de una gran fiesta. En su mayor parte, la muchedumbre ya daba muestras de embriaguez, y la gente hacía ondear banderas con la mano roja de Mann o las guirnaldas de flores blancas y rojas que compraban a los numerosos vendedores de flores que habían aparecido como por generación espontánea en todas y cada una de las esquinas, al lado de los vendedores de comida caliente, de alcohol y de sustancias narcóticas. Los soldados despejaban la calzada y empujaban a la gente hacia las aceras. Ash sabía lo que eso significaba; y conocía también el porqué de que los murciélagos sobrevolaran el distrito y de que se inspeccionaran a conciencia las azoteas.

Se abrió paso a empellones entre la multitud, con el fardo con sus pertenencias bajo el brazo. Divisó un espacio libre en una puerta en forma de arco junto a un puesto de venta de comida caliente. Compró un poco de chee hirviendo —que le entregaron en un vaso de papel— y un rollito de carne de cerdo y pimientos, y disfrutó de su comida rápida mientras los niños chillaban emocionados a su alrededor.

Un viejo perro sarnoso se sentó frente a él y se quedó mirando su comida con la lengua colgándole de la boca jadeante.

—¡Ten! —dijo al perro, lanzándole a la boca el último tercio del rollito.

El chucho barrió el suelo con su cola y devoró la comida en un par de bocados. Inmediatamente, sin dejar de sacudir la cola, levantó la cabeza y miró a Ash como suplicándole más.

El roshun se limpió las manos grasientas y las tendió abiertas y vacías hacia el perro para que pudiera examinarlas.

—Ya no hay más —dijo entre dientes.

El perro se tumbó en el suelo. Ash hizo un esfuerzo por no prestarle atención y se reclinó contra la pared para aliviar sus pies del peso de su cuerpo. Y en esa postura bajo la puerta en arco esperó, recorriendo con la mirada el desfiladero sinuoso que era la Serpentina en dirección a La plaza de la Libertad y más allá, donde el Templo de los Suspiros se alzaba por encima de un bosque de tejados y chimeneas. Se rascó la barba descuidada y cazó al vuelo fragmentos de las conversaciones que se sucedían a su alrededor. La gente hablaba de las naves destinadas a la invasión que, fondeadas en el puerto, estaban preparándose para levar anclas y de la partida de la matriarca rumbo a la guerra. Las preguntas sobre cuál sería el destino de la flota eran abundantes.

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