Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—¿Cómo van las cosas por nuestra vieja patria? —preguntó el comerciante con la esperanza evidente de que Ash lo supiera.
—No podría decirle —confesó Ash—. Hace muchos años que no pongo el pie allí.
El comerciante hizo un gesto de asentimiento harto significativo.
—Sí, un viaje así sólo puede hacerse una vez en la vida. No entiendo cómo lo hacen esos marineros, yendo y viniendo continuamente, jugándose la vida de esa manera.
Olisqueó el aire bajo el paraguas y volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. Ash se fijó entonces en el tatuaje que llevaba en la muñeca izquierda: un círculo con un ojo en el interior.
—¿Estuvo en el Ejército Popular? —espetó Ash.
El comerciante se percató del objeto de atención de Ash y dejó caer la mano como llevado por un sentimiento de culpa.
—¿Qué interés puede tener usted en eso?
Ash repasó la espléndida ropa y las joyas que lucía el comerciante. Miró después al esclavo que sujetaba el paraguas, con el pelo lacio por la lluvia, y al otro portador, que se había quedado junto al palanquín y permanecía con los ojos clavados en el suelo. Finalmente examinó a los dos matones armados, dispuestos a hacer lo que al comerciante se le antojara a cambio de su dinero.
—Sí que ha caído bajo —gruñó Ash arrastrando las palabras.
—¡Apresadle! —bramó el comerciante.
Sin embargo, Ash ya había salido corriendo, abriéndose paso entre la multitud en dirección a la salida. «¡Traédmelo!», oyó gritar al hombre, pero para entonces ya enfilaba disparado por un espacio despejado entre los puestos, con la bolsa del pan oscilando en su mano y dejando una estela de gente increpándolo.
Fue aminorando la carrera a medida que se acercaba a la salida, y se detuvo por completo cuando se encontró atrapado por el Peaje del Ladrón que la bloqueaba: una hilera de torniquetes metidos en una especie de jaulas y con ranuras para monedas de un cuarto.
Ash se peleaba con su monedero cuando uno de los guardaespaldas intentó agarrarlo a través de los barrotes que lo mantenían encerrado, pero el tipo no lo alcanzó y se puso a sacudir los barrotes furioso e impotente.
El otro matón se metió en el torniquete de al lado y se hurgó frenéticamente en la ropa buscando una moneda. Entretanto, la mano de su colega culebreaba a través de la verja con la intención de apresar la capucha de Ash.
Ash introdujo una moneda de una maravilla en la ranura y no se sorprendió de que se la aceptara. Por fin libre, pasó el torniquete y se adentró en la Serpentina.
Hasta donde alcanzaba la vista, la vía estaba atestada de procesiones de peregrinos ataviados con túnicas rojas. Al otro lado de la calle empezaba el barrio antiguo del distrito, con su laberinto de callejones y sus sólidos edificios inclinados de piedra. Ash se zambulló de cabeza en las procesiones y fue zigzagueando entre los peregrinos para tratar de llegar al otro lado. Vio de refilón a un hombre y a una mujer con los ojos llorosos que se fustigaban la espalda y el pecho con frenesí; otros, que exhibían las mejillas ensartadas con unos pinchos, salmodiaban con una expresión enajenada y de éxtasis en el rostro.
Por fin consiguió llegar al otro lado y se introdujo corriendo en un angosto callejón justo cuando el par de matones emergía de la procesión pisándole los talones.
—¡Abran paso! —gritó apresurándose.
Se deslizó entre ciudadanos y turistas peregrinos que regateaban con los vendedores de baratijas y las putas mientras trataba de escabullirse por la red de pasadizos y placitas que componía las entrañas del distrito antiguo.
Los tipos que lo perseguían eran rápidos, e incluso con sus botas y sus petos de piel le seguían el ritmo por las losas del suelo y los pasadizos, rozando los muros con los hombros y respirando de un modo que daba a entender que, llegado el caso, podían seguir así todo el día.
Ash estaba planteándose acelerar un poco más el ritmo cuando vio ante sí la entrada despejada de un callejón y se decidió por una opción menos exigente.
Se llevó la mano a la espada que escondía bajo la capa y la desenfundó en cuanto salió del pasadizo.
Dos pasos después se había detenido y había girado sobre la parte anterior de la planta de un pie, había afirmado el otro delante —de modo que el cuerpo le quedaba inclinado— y apuntaba con la espada al frente, con el brazo estirado.
En el último momento corrigió una pizca la posición de la punta y entonces el primer guardaespaldas emergió corriendo del callejón y se ensartó en la hoja. Ash retrocedió un paso impelido por la fuerza del impacto. Ambos gruñeron. En ese preciso momento el segundo matón embistió al primero, y su cuerpo también quedó atravesado por la hoja que sobresalía de la espalda de su compañero.
Ash se enderezó sin aflojar la mano de la empuñadura. Sus perseguidores torcieron el gesto sudoroso y trataron de sacar el cuerpo de la espada mientras Ash examinaba sus heridas. El primer matón lo miró y luego bajó los ojos al acero hundido en su costado.
—He evitado los órganos vitales —les dijo—. Limpiaos las heridas y sobreviviréis.
Sacó la hoja sin previo aviso y los matones se derrumbaron sobre las rodillas, apretándose el costado con las manos. La gente de alrededor miraba asombrada la escena.
Ash limpió la sangre de la hoja en la espalda de uno de los guardaespaldas, recogió la bolsa de pan y se alejó a media carrera.
Ché regresó a su casa con paso resuelto, embargado por una sensación de ligereza y con el regusto de la Leche Real todavía en la lengua. El cuerpo le palpitaba con la energía de un manantial.
Su nuevo y exclusivo apartamento estaba ubicado en la zona sur del distrito Templo, que se extendía alrededor del Templo de los Suspiros, cuyas torres puntiagudas sobresalían entre las mansiones sacerdotales, los bloques de apartamentos y los recargados edificios de los negocios de entretenimiento.
El diplomático caminaba bajo la lluvia constante, escuchando el canto de los pájaros en los parques y los jardines de las azoteas, mientras se preguntaba si estarían celebrando el regreso de la vida a las calles de la ciudad coincidiendo con el primer día del Augere. Los niños observaban el trajín de peregrinos con túnicas rojas que recorrían las calles salmodiando en procesión, y contemplaban con los ojos abiertos como platos el crisol de razas que convivían en el imperio, pues de todas ellas habían acudido infinidad de representantes para la celebración del quincuagésimo aniversario del ascenso al poder de los mannianos.
Cuando Ché llegó al apartamento ya estaba allí Bigotes, limpiando las habitaciones vacías con su habitual meticulosidad. A Ché le asaltó un sentimiento momentáneo de afecto cuando vio a la mujer. En unas pocas semanas se había convertido en un agradecido elemento de estabilidad en su dispersa vida.
—Parto mañana por la mañana —anunció a la esclava, a pesar de que no podía oírle, ya que la habían dejado sorda con aceite hirviendo en algún momento de su cautividad—. Bigotes —añadió, agitando una mano para capturar su atención—, todo eso que estás haciendo es innecesario.
La mujer, sin embargo, continuó limpiando la estantería sin hacerle caso.
Ché bajó la mirada hacia la pizarra que colgaba del pecho de la criada y que oscilaba junto con un trozo de tiza atado a un cordel cuando Bigotes se inclinaba hacia delante.
Había renunciado a utilizar la pizarra para comunicarse con ella, sobre todo porque la misma Bigotes se negaba a usarla, como si prefiriera llevarla colgando inútilmente como si se tratara de una prueba acusatoria de todos los tormentos que le habían infligido. Ché prefería hablar con ella, y no abandonaba la esperanza de establecer algún tipo de comunicación entre ambos.
Además, a Ché le gustaba oír alguna voz que rompiera el silencio habitual que reinaba en su apartamento, aunque fuera la suya propia.
Enfiló hacia su dormitorio y se quedó mirando la cama doble con la colcha de seda granate, elegida con gusto exquisito para que combinara con los pálidos tonos dorados del papel de la pared. Todavía estaba demasiado alterado por la Leche Real y los acontecimientos de la noche anterior como para echarse a dormir, así que se cambió la túnica por una más holgada, se puso unos pantalones y unos zapatos de piel dúctil y se ató fuerte los cordones.
—¡Voy a salir a correr! —gritó de camino a la puerta.
Ché enfiló por la amplia avenida arbolada de la Serpentina. Corría con los ritmos de la ciudad palpitándole en los oídos: los cuernos que hacían sonar los sacerdotes locales desde lo alto de sus templos, los gritos de los comerciantes ambulantes y de los vendedores callejeros que pregonaban sus mercancías, y las canciones lúgubres de los esclavos. La gente se volvía para mirarlo a su paso o se apartaba para dejarle libre el camino, hechizados por el simple espectáculo de ver a un hombre corriendo por las calles. Llevaba la piel cubierta de gotas de sudor y de lluvia. Con cada zancada notaba cómo se le despejaba la mente y desaparecían todos los pensamientos que no le habían dado un momento de respiro últimamente; una clarividencia que buscaba ahora aún con más ahínco. Continuó esquivando carros y gente, con los pies ligeros y una sensación de libertad.
Su ruta habitual consistía en un circuito por las calles al este de su apartamento, una zona embellecida por el verdor de los parques. Giró a la izquierda del teatro Getti y siguió por un bulevar junto a los Jardines del Ahogado, donde las frondas verdes de los árboles y de los arbustos que vislumbraba a través de la reja de hierro contrastaban con las túnicas rojas de los peregrinos que se encontraban en su interior. En la calle, los ojos se le escapaban hacia los retratos de la Santa Matriarca, que ocupaban fachadas enteras de los edificios, y hacia los anuncios de restaurantes, urbanizaciones, bebidas alcohólicas y comida. Ché trató de no prestar atención a sus sencillos mensajes; las imágenes, sin embargo —rostros satisfechos que rebosaban felicidad y lucían dentaduras blanquísimas—, se sucedían y quedaban grabadas en su retina.
Al final del bulevar empezaba la calle de la Alegría, y junto a ella se encontraba el templo de Sentiate de su madre. Ché había evitado pensar en ella últimamente, pues se sentía incapaz de acercarse a visitarla. No quería que le recordaran lo que ella representaba en su vida ni el papel que desempeñaba su progenitora en la orden. Cuando vio la torre del templo alzándose imponente frente a él, con sus banderas escarlata izadas para informar de que el negocio estaba abierto, su ánimo empezó a decaer junto con el ritmo de su carrera.
Antes de llegar a la calle de la Alegría torció y entró en los Jardines del Ahogado.
Siguió por una senda pavimentada que atravesaba el césped cuidadosamente cortado. Los días más cálidos del verano corría por aquel parque de estanques cristalinos y sombras quebradas para huir del calor bochornoso de las calles. Ese día, sin embargo, se dio cuenta de que había sido un error acercarse allí, pues los peregrinos se habían tomado al pie de la letra lo del «ahogado».
Ché pasó junto a los estanques con las orillas atestadas de peregrinos arrodillados y con la cabeza sumergida en el agua. De vez en cuando estallaba una burbuja en la superficie, y algunos peregrinos agitaban los brazos frenéticamente mientras se obligaban a permanecer con la cabeza metida en el agua; los que ponían más empeño se habían atado las manos a la espalda con cinturones de piel. Esquivó a un grupo de sacerdotes de la orden Selarus; estaban arrodillados sobre unos cuerpos tendidos: les bombeaban el agua de los pulmones, les hacían la respiración boca a boca y los abofeteaban para reanimarlos. Un par de sacerdotes retiraba en ese momento el cuerpo tieso de un peregrino.
Apretó la marcha y su respiración se aceleró. Delante de él había una congregación de peregrinos bailando, tan compacta que no vio la manera de pasar a través de ellos. Y tampoco estaba de humor para detenerse.
Con una sonrisa feroz en los labios, agachó la cabeza y cargó contra la multitud a toda velocidad, haciéndose un hueco entre los hombres y las mujeres a base de empujones. Se abrió paso como un toro, embistiendo a la masa de peregrinos, que daban con sus huesos en el suelo o salían tras él increpándole montados en cólera.
Emergió sin aire por el otro lado de la muchedumbre. Tenía la frente empapada, y cuando se pasó la mano por ella los dedos se le tiñeron de rojo.
Siguió corriendo. La lluvia le limpiaba la sangre, cuyo sabor se mezclaba en su boca con el resabio de la Leche Real.
Cuando regresó a casa se dio cuenta de que había olvidado coger monedas para entrar en el edificio. Maldijo su mala memoria y empujó las puertas en vano, pero entonces se abrieron desde dentro —un vecino que salía— y Ché se escabulló dentro.
Subió a la carrera la escalera y entró en su apartamento. Bigotes estaba cruzando la estancia en ese momento y le lanzó una mirada con su gesto adusto. Se oía un silbido detrás de ella.
—Justo a tiempo —dijo, pasando junto a la mujer.
Se desnudó de camino al cuarto de baño, de donde surgía aquella cantinela estridente.
Bigotes lo adelantó apresuradamente y cuando Ché entró en el cuarto de baño atestado de vapor, ella ya estaba apagando las llamas de gas bajo una gran olla de cobre con una tapa ajustada herméticamente. De la válvula de la tapa salía disparado un chorro de vapor, que rápidamente perdió fuerza cuando Bigotes abrió una espita situada en la parte inferior de la olla y el agua caliente comenzó a caer en la bañera de azulejos.
Desnudo, todavía eufórico, Ché le pellizcó las caderas mientras se movía a su alrededor y respondió con una sonrisa fugaz al gesto ceñudo que ella le dedicó con su rostro bigotudo.
—No te merezco —aseveró, mientras se introducía en los escasos centímetros de agua de la bañera, que se iba llenando lentamente. Se tumbó y suspiró.
Bigotes lo miró con desdén.
Ché cerró los ojos mientras su cuerpo iba ganando en ligereza sumergido en el agua. La agradable sensación de calor se propagaba por su piel. Oyó que la mujer se arremangaba y se arrodillaba a su lado. Ché exhaló un largo suspiro mientras ella le frotaba el cuerpo con una áspera manopla de zapa de tiburón y le aplicaba el bálsamo que su madre había insistido en que se llevara para su piel maltrecha. Bigotes se detenía metódicamente en los sarpullidos que le cubrían el cuerpo, y él respondía con un gruñido a aquella sensación rayana en el placer sexual que le provocaba el alivio de sus constantes picores.