Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Ché inclinó lentamente el tablero de ylang y los guijarros se deslizaron uno a uno sobre el suelo de madera, donde rebotaron y salieron rodando mientras los dos jugadores mantenían su duelo de miradas. Cuando la última ficha se detuvo y el silencio regresó al salón, Ché estampó el borde del tablero contra la mesa.
Bigotes se echó hacia atrás temblando.
—¿Trabajas para ellos? —inquirió—. ¿Les informas sobre mí?
—¿A quiénes? —replicó la mujer sin comprender.
Ché exhaló un largo suspiro y permaneció con la mirada clavada en la criada, abatido por una mezcla de ira y de angustia.
—¡Vete! —espetó a la esclava—. ¡Lárgate!
Bigotes se levantó y en el mismo movimiento cogió la pizarra. Enfiló en silencio hacia la puerta.
—¡Ten! —gruñó Ché cuando ella se volvió para mirarlo una última vez. Puso el corcho a la botella medio vacía y se la lanzó.
Bigotes lo miró estupefacta un instante, pero enseguida recuperó la compostura y cerró la puerta a su espalda tras abandonar la sala con la botella en las manos.
Ché se dejó caer contra el respaldo del sillón y descubrió con sorpresa que estaba contemplando los guijarros esparcidos por el suelo; en concreto la figura que componían uno detrás del otro y que era incapaz de descifrar.
Los bastardos de San Charlos
El orondo centinela de guardia en la parte superior de la escalera se derrumbó entre sus brazos con un gruñido de sorpresa. Ella se tambaleó vencida por su peso como una esposa novata lidiando con un marido borracho, pero luego le ayudó a doblar el cuerpo y a tenderse sobre el rellano sin hacer ruido.
Swan sacudió el cuchillo y, sin darse cuenta, roció de sangre la pared húmeda. Se quedó mirando las salpicaduras y halló interesante el contraste de las gotas carmesíes con el yeso amarillento.
—¿Qué haces? —le preguntó Guan deteniéndose a su lado—. ¿Estás colocada?
—Un poco. Deja de preocuparte, hermano. Me agudiza los sentidos.
La pareja de sacerdotes pasó por encima del cadáver y se detuvo frente a la puerta. Del otro lado llegaba un barullo de voces estridentes. Swan oyó también a un bebé que lloraba sin demasiado entusiasmo.
—¡Por favor, de uno en uno! Milan, he visto que tú has levantado primero la mano.
—Sólo quería decir que si abortamos el plan debería ser por razones de peso, no sólo por temor a las represalias.
—Pero, Milan —dijo otra voz—. ¿Durante la semana del Augere? Nos matarán sin miramientos si alteramos de ese modo el desarrollo de la semana sagrada.
—¿Y quién trabajará en las factorías de hilo y en las acererías a lo largo y a lo ancho del Matadero? —replicó una mujer—. ¿O es que crees que renunciarán de buena gana a los beneficios mientras adiestran a una nueva cuadrilla de trabajadores?
—¡Bah! —exclamó otro de los asistentes—. En las factorías podrían tener una nueva cuadrilla trabajando en cuestión de semanas. No se trata de eso. De lo que se trata es de que durante el Augere son vulnerables. Esas masas de peregrinos llegados de todos los rincones del imperio, todos esos representantes del Caucus… En teoría, esta semana todo el mundo debería estar celebrando la unidad de Mann. El imperio feliz. Y todos deberíamos estar agitando banderas y sintiéndonos parte de él como buenos aprendices de borregos. Y entretanto, de puertas para dentro, ellos urden sus planes para exprimirnos aún más. Os digo que se llevarán un buen disgusto cuando nos vean tomando las calles. Pero si quieren sofocar la revuelta rápidamente sin convertirla en un baño de sangre ante la mirada de todos, tendrán que tomar en consideración nuestras condiciones.
—No hemos venido para debatir sobre una revolución, Chops. ¿Y si esperan a que los peregrinos regresen a sus casas y luego nos queman vivos en el Shay Madi por pura diversión, como a los mendigos, y luego llenan las factorías con esas pobres almas con los auténticos esclavos?
—En ese caso tendremos en nuestras manos un verdadero alzamiento. Como en los tiempos de nuestros padres, cuando los sacerdotes pensaron que podían quitar el pan de la boca a los trabajadores. Es justo que vivamos nuestra vida como queramos. Incluso los sacerdotes conceden ese derecho.
»Además, si hemos llegado a este punto es por el miedo a lo que podemos perder. Deberíamos haber permanecido unidos siempre y no lo hicimos. Y todo porque nos amenazaban con reemplazarnos por esclavos o con trasladar las fábricas. Paso más horas trabajando en la prensa que en casa. Y lo mismo les ocurre a mi esposa y a mis hijos mayores. Y aun así, apenas podemos permitirnos comprar ropa y comida, por no hablar ya de pagar el alquiler, o los medicamentos cuando los niños caen enfermos. ¡Tenemos que hacer algo, por el amor de Kush!
Swan se sonrió; pero no por lo que oía, sino por la inscripción pueril que vio grabada en el dintel de la puerta:
«Más provechoso es encender una vela que maldecir la oscuridad.»
Su hermano se desentumeció los músculos del cuello y le señaló algo oculto en las sombras que se extendían sobre la inscripción. Se trataba de un símbolo grabado en la pared que consistía en dos manos estrechadas y envueltas por un alambre de púas.
—Se llaman a sí mismos los Bastardos de San Charlos.
—¿San Charlos? Nunca he oído hablar de él.
—No tendrías por qué —respondió Guan—. Su nombre fue vetado veinticinco años antes de que naciéramos tú y yo. Fue un sacerdote de la religión antigua, de cuando la ciudad todavía era una monarquía. Vivió y trabajó en el Matadero de la ribera oriental. Donó todo su dinero a los pobres y se dedicó a la labor de poner en funcionamiento estas casas de reposo. Lo recuerdan como un santo por ello.
—¿Ves? Por eso me gusta tanto que seas mi hermano listo. De lo contrario tendría que leer todos esos libros aburridos. Ilumíname con tu sabiduría pues, ¿por qué estos esclavos se llaman a sí mismos «bastardos»?
—Charlos tenía debilidad por las mujeres. Se decía que la mitad de los niños del distrito eran hijos ilegítimos suyos.
Swan se echó a reír con una estridencia injustificada mientras su hermano la observaba con gesto de desconcierto.
Las voces del otro lado de la puerta fueron apagándose hasta que se hizo un silencio sepulcral.
—¿Ya? —preguntó Swan.
—Después de ti —respondió su hermano.
Una cincuentena de rostros se volvieron hacia la puerta cuando Swan irrumpió por ella, y el centenar de ojos se pusieron como platos cuando repararon en la túnica sacerdotal y la cabeza afeitada que lucía la recién llegada; incluso el bebé que lloraba en el regazo de su madre se la quedó mirando por entre las lágrimas con cara de sorpresa.
Swan chasqueó los dedos y el niño dio una sacudida y dejó de llorar.
La estancia estaba atestada de pared a pared de hombres y mujeres sentados, y el aire estaba cargado del sudor de tantos cuerpos hacinados en un espacio demasiado pequeño.
«¿Cómo pueden aguantar sentados al lado de personas que despiden este hedor?»
—Buscamos a Grant —declaró su hermano a voz en grito—. Por favor, que se acerque Grant.
Nadie movió un músculo. El hombre que había más cerca de la puerta se estrujaba las manos con consternación.
—¿Es usted Grant? —le interrogó Swan.
El hombre miró a los demás en busca de apoyo, y Swan se percató de que un par de hombres situados en los márgenes de la habitación hurgaban en sus abrigos en busca de armas.
—¿Quién quiere saberlo? —espetó un hombre corpulento que estaba con los brazos cruzados junto a la ventana cerrada. Sostenía una pipa entre los labios y llevaba ladeada una gorra con visera que le ocultaba un ojo.
—Yo.
—¿Y usted es…?
—Puede llamarme Swan.
—Bueno, Swan, a mí me llaman Grant. Y estamos celebrando una reunión pacífica. No estamos haciendo nada malo.
—Yo diría que planear una revuelta con sus camaradas esclavos es algo realmente malo —gruñó el hermano de Swan.
Las sillas empezaron a rechinar contra el suelo. La gente se levantaba y retrocedía hacia las paredes. Un puñado de hombres tomó posiciones alrededor de los recién llegados.
—De acuerdo. No hay problema —repuso Swan, haciendo un gesto con las palmas de las manos abiertas hacia arriba. Dirigió una sacudida de cabeza a Grant y añadió—: Sigan disfrutando de la velada, o de lo que queda de ella.
Lentamente, con cautela, los mellizos retrocedieron para salir de la habitación una vez habían cumplido su cometido. Swan lanzó una última mirada al gesto cargado de curiosidad de Grant y luego cerró la puerta.
Acto seguido, su hermano partió en dos un bastoncito adherente y lo utilizó para sellar la puerta fundiendo los bordes con el marco. El picaporte de la puerta vibró manipulado por alguien que quería abrirla.
De nuevo estalló en el interior un barullo de voces.
Swan y su hermano bajaron a toda prisa por el hueco de la escalera compitiendo entre sí en una carrera. La casa de reposo era un edificio alto con numerosas plantas y estancias. Tal vez había sido un hostal en otro tiempo, o uno de los célebres burdeles del distrito. En todo caso, sus ocupantes habían desaparecido de la escalera y de los rellanos cuando habían visto subir a la pareja, y ahora llegaban cuchicheos y gemidos amortiguados de niños desde el otro lado de las puertas cerradas. Swan partió por la mitad su bastoncito adherente y ayudó a Guan a sellar las entradas de cada rellano a medida que bajaban.
Su hermano no la miró a los ojos en todo ese rato.
Cuando salieron a la calle adoquinada, una brisa pestilente barría el angosto Accenine —el único río en la isla de Q’os— y se introducía por las diabólicamente tortuosas calles que componían la barriada del Matadero. Swan notó en la garganta irritada por los gases que despedían las acererías cercanas, cuyas chimeneas oscuras arrojaban humo en abundancia al cielo nocturno. Guan se apresuró a sellar la puerta principal del edificio mientras Swan canturreaba entre dientes y observaba las figuras que se escabullían en cuanto reparaban en sus túnicas. Luego examinó detenidamente el Templo de los Suspiros que sobresalía en el perfil de la ciudad: una torre plateada, alta y puntiaguda que se elevaba por encima de otras torres más bajas. Swan sabía que la segunda noche del Caucus ya debía haber empezado, y se sintió aliviada por haberse librado de estar allí.
Mucho más cerca, al otro lado de las rápidas aguas del río, se levantaba la fortaleza de la familia Lefall, iluminada por focos de gas dirigidos hacia ella. Los soldados estaban embarcando en las lanchas amarradas en el muelle; sin duda las tropas privadas del general Romano, que se dirigirían a la flota fondeada en el puerto para zarpar al día siguiente. Swan recordó que todavía tenía que preparar el equipaje y ocuparse de que a su nueva esclava le quedaran absolutamente claro los cuidados que requerían sus mascotas.
Guan le dio un codazo en el costado y Swan regresó al asunto que tenían entre manos.
Mientras su hermano hacía guardia pistola en mano, ella cogió una de las antorchas que no habían encendido y que habían dejado apoyada contra la pared, apuntó con su arma y disparó.
El madero empapado en aceite se prendió, y la llama, de un azulado color naranja, chisporroteó avivada por la brisa. Swan recorrió rápidamente la pared con la antorcha, dejando una estela de fuego que se propagó hacia arriba siguiendo el rastro del aceite con el que habían rociado el edificio. La muchacha dio una vuelta alrededor de la construcción, pasando por las dos puertas que habían sellado, mientras su hermano permanecía en el mismo sitio. Cuando regresó a su lado, toda la estructura estaba envuelta en llamas.
La gente aporreaba la puerta principal. Quería salir.
—Recuérdamelo otra vez: ¿por qué no se han encargado de esto los reguladores?
—Porque, hermana mía, la familia de la matriarca posee la mitad de las factorías de hilo del Matadero. Sin duda quería asegurarse de que el trabajo se hacía bien.
Los gritos de pánico empezaban a competir con el rugido de las llamas. Saltaban los postigos de las ventanas repartidas por la fachada, y la gente salía despedida por ellas junto con las nubes de humo.
—¿Crees que servirá de algo?
—Al menos a lo mejor dejan de dar la lata con sus estúpidos derechos por una temporada. Al oírles se diría que ya poseían toda una serie de derechos adquiridos al nacer.
Se oyó un chillido seguido por el golpe seco que hizo un cuerpo humeante al estrellarse contra los adoquines del suelo. La lluvia de gente era continua; «crac, crac, crac» era el ruido que hacían sus piernas al romperse.
Swan retrocedió de un brinco cuando el contenido de un cráneo se esparció por la calle, y se quedó mirando fascinada el revoltijo sanguinolento.
El llanto de un bebé sonaba cercano. Swan lo divisó entre los cuerpos temblorosos, todavía acunado entre los brazos de su madre descuajaringada, y supuso que se trataba del mismo niño que había visto arriba.
—Eres un bebé con suerte —le dijo cuando se agachó a su lado para examinarlo de cerca. Y, dirigiéndose a su hermano, añadió—: ¿Te has dado cuenta de que los niños de esta gente lloran en voz baja?
—No —respondió Guan en medio del griterío y del rugido de las llamas—. Vámonos.
Swan asintió con la cabeza y dejó al bebé berreando; no era problema suyo.
Pedero echó un vistazo atrás mientras llamaba a la puerta de madera maciza de tiq. Dejó caer la mano temblorosa y notó en las axilas el sudor, que había formado unos cercos oscuros en la túnica sacerdotal blanca.
El pavor que sentía se cebaba en su estómago con tanta virulencia que pensó que iba a vomitar.
«Domínate», se ordenó el sacerdote espía. Inspiró hondo, espiró y apretó con fuerza los puños.
Un acólito vestido con sencillez le abrió la puerta y lo cacheó con brusquedad mientras lo observaba con expresión de desagrado.
—Espere aquí —le ordenó el acólito, que cruzó la amplia estancia en dirección a la caseta de madera que estaba pegada a la pared opuesta.
Junto al hueco de la puerta de la caseta había un esclavo que sostenía un cuenco lleno de esponjas.
Pedero trató de tranquilizarse mientras esperaba frente al voluminoso escritorio. Igual que su propio despacho en la otra ala del edificio, aquella estancia estaba abarrotada de cajas de archivos todavía pendientes de ser abiertas, como consecuencia del traslado anual de la orden Élash a su nueva sede secreta. Entre los documentos apilados en el escritorio de su superior había un desayuno empezado. Pedero se fijó en el pesado baúl de viaje que había en la estancia al otro lado de la puerta, detrás del escritorio, cerrado con una correa de cuero y con un trozo de cuerda hirsuta atada alrededor.