Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
La silueta se llevó la mano a la boca y mordió algo. Ché percibió el dulce aroma narcótico de una pieza de parmadio.
—No sabría decirle —respondió al jefe de los espías—. No soy un experto en cuestiones militares.
Alarum llevaba una manta alrededor de los hombros. Ché miró de soslayo la otra mano del jefe de los espías, que le colgaba flácida junto a la cadera, muy cerca de la daga enfundada ceñida al cinturón. Ché sabía que aquel hombre era peligroso.
—Por un momento pensé que nos habían derrotado. Por la forma en la que entraste como un vendaval en el campamento. —Señaló la mochila en las manos de Ché—. ¿Vas a algún lado?
Sin previo aviso, Ché arrojó la mochila contra la cara de Alarum. Sólo estaba a un paso de él y le propinó un puñetazo en el estómago que dejó sin aire al jefe de los espías, que se dobló en dos con un grito ahogado. Le apresó el cuello con un brazo, se apoderó de su daga y lo arrastró dentro, lejos de la entrada de la tienda, amenazándole con la hoja apretada contra la garganta.
—¡Espera! —siseó Alarum entre dientes.
El jefe de los espías se revolvió. Era fuerte para su complexión delgada, y agarró a Ché por la muñeca para impedir que el diplomático le rebanara la garganta. Alarum soltó una patada y uno de los catres saltó por el aire.
—¡Espera un momento! —farfulló en un susurro jadeante, escupiendo saliva.
El hombre forcejeó para arremangarse y mostró el brazo desnudo a Ché, que se quedó mirando las ronchas de piel descamada que lo recorrían. El diplomático relajó una pizca el brazo alrededor del cuello de Alarum.
—Quizá compartamos la misma sangre enferma —dijo con la voz ahogada—. ¡Yo podría ser tu padre!
Ché lo soltó y Alarum jadeó recuperando el aire con una mano en el cuello.
—Mi madre se ha acostado con muchos hombres —dijo el diplomático—. Eso no prueba nada.
—No. Ya lo sé. No es definitivo. Aun así, ¿no tienes la duda?
Ché tiró el cuchillo, que rebotó en el suelo.
—Usted me dejó la nota en la
Escritura
—dijo comprendiéndolo todo en ese momento—. Fue usted.
—Veo que estás haciéndole caso. Genial. Si te quedas te matarán. Haré lo que pueda por tu madre, por poco que sea.
—¿Puede ayudarla?
—Quizá. Si me doy prisa.
Ché vaciló. Se sentía atrapado entre unas repentinas emociones encontradas. Miró a Alarum, su rostro descarnado y sus ojos oscuros e intensos, preguntándose si podría ser verdad.
Un puñado de sacerdotes pasó por delante de la puerta de la tienda. Se oyeron gritos lejanos.
—¡Espera! —espetó Alarum cuando Ché salió corriendo, dejándolo allí solo, en el centro de la tienda junto al catre vuelto del revés.
En la cabeza de Ché se agolpaban las dudas mientras regresaba al zel.
—Vámonos de aquí, abuelo —dijo mientras se subía a la silla de montar dirigiéndose a Ash, que seguía inconsciente.
Ché inclinó ligeramente la cabeza hacia el jefe de los espías cuando éste emergió de la tienda. Alarum parecía estar haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.
Ché sacudió las riendas del zel y abandonó al galope el campamento, seguido por las miradas de Alarum y de los acólitos apostados en la entrada.
Un miembro de la escolta se agachó detrás del escudo cuando un objeto pasó silbando por su lado. Por una vez, Bahn aguantó firme y sin estremecerse.
—Nuestros exploradores lo probaron antes de que lanzáramos el ataque —explicó Creed a Koolas—. Debería aguantar… siempre y cuando vayamos con cuidado.
La superficie del lago estaba helada. Resultaba extraño encontrarse en el silencio de la vasta extensión de hielo con el fragor de la batalla todavía retumbando en los oídos.
—Con un poco de suerte, la caballería de Mandalay habrá dispersado sus zels. Debería llevarles algún tiempo organizar una persecución.
Creed y los demás se encontraban en una lengua de tierra que se adentraba treinta metros o más en el lago. Los restos del ejército, tanto infantería ligera como pesada, llegaban con cuentagotas hasta aquel entrante de tierra. Los hombres, siguiendo las instrucciones de sus oficiales, se desprendían de los escudos y los yelmos y se quitaban las pesadas armaduras antes de internarse en el lago. Se desplegaban de manera que el peso quedara distribuido equitativamente. Los camilleros acarreaban tantos heridos como les era posible. La capa de hielo, todavía relativamente delgada, crujía bajos sus pies, pero aguantaba.
El ejército se volatilizaba.
Bahn apenas vislumbraba la retaguardia, apostada más allá de la masa de hombres que todavía no habían llegado a la lengua de tierra. Los soldados de la retaguardia habían formado una chartassa y se habían quedado para contener a los perseguidores del ejército imperial. La chartassa estaba integrada por miembros de los Hoo y de la Guardia Roja, muchos de ellos con heridas severas y todos voluntarios para la misión.
A Bahn le costaba mirarlos.
Lo que más deseaba en el mundo en ese momento era volver a Bar-Khos y refugiarse en casa con Marlee y los niños. No le costaba nada imaginárselo: fuera llovía; dentro de casa la chimenea estaba encendida, y Marlee tostaba dulces en las llamas mientras su hijo Juno jugaba con sus barcos bajo la mirada de la pequeña Ariale. Él estaba sentado en su sillón, radiante de felicidad.
El general Nidemes se acercó flanqueado por el coronel Barklee, uno de sus oficiales de la Guardia Roja, que llevaba un escudo que sostenía en alto para proteger a ambos de los proyectiles que seguían cayendo.
—Es hora de marcharse —dijo Nidemes a Creed.
Los ojos del general brillaron en la penumbra.
—¿Ha recogido todas las cadenas de la retaguardia?
—Sí —respondió Barklee levantando una capa convertida en un fardo que tintineó con todas las cadenas identificadoras que contenía.
—Habrá que buscar la manera de hacerles pagar por esto —aseveró Creed.
Koolas escuchaba detrás del general.
Bahn dirigió de nuevo la vista hacia la retaguardia, que retrocedía paso a paso empujada por el ímpetu de los mannianos.
Una vez más él se quedaba al margen y contemplaba desde la distancia la valentía de los hombres que sacrificaban sus vidas por los demás. Por alguna razón, no sentía ningún miedo desde que se había despertado tras la explosión, como si se hubiera desprendido de una capa pesada que había olvidado que llevaba puesta. Ahora entendía mejor que nunca por qué él estaba allí y por qué lo estaban los hombres de la retaguardia, renunciando a sus vidas por la salvación de sus compatriotas.
—Me quedo —dijo al general cuando éste se dio la vuelta para enfilar hacia el lago.
Creed se lo quedó mirando con cara de sorpresa.
—¿Qué ha dicho?
—Que me quedo —repitió quitándose la cadena del cuello—. Con el resto de los hombres de la retaguardia. —Arrojó la cadena a Barklee.
Creed frunció el ceño y le lanzó una mirada inquisitiva.
—Sufre usted una conmoción, Bahn —diagnosticó el general—. No sabe lo que dice. ¡Hemos ganado, maldita sea! Aunque quizá ahora no lo parezca, ¡hoy hemos cosechado una victoria!
—Conserve Bar-Khos por encima de todo, general —repuso Bahn—. Ésa es la única manera de hacerles pagar por lo que han hecho.
El lugarteniente del general dio media vuelta y echó a andar antes de que Creed pudiera replicar.
—¡Bahn! —gritó el general a su espalda—. ¡Bahn! —espetó como si fuera una orden.
Pero media docena de pasos después, Bahn se había perdido entre la masa desordenada de hombres.
Tume
La tranquilidad reinaba en aquellas colinas al sur del Valle Silencioso, y la luz pálida de la mañana emitía un brillo lánguido bajo la capa de nubes. Todavía había nieve acumulada en los recovecos sombríos entre la hierba amarillenta, que se mecía y susurraba alcanzada por la brisa que peinaba la cara del valle en la que habían acampado.
«Así que esto es Khos», pensó Ché para sus adentros, como si sólo entonces, en una soledad relativa, lejos de las exigencias y la compañía de Mann, pudiera apreciar el paisaje de la isla.
Se sentó en el suelo húmedo con la espalda apoyada contra las alforjas. Se había quitado el adorno que le perforaba la ceja e iba vestido con ropa cómoda: unos sencillos pantalones de lana y una gruesa camisa de algodón que tenía cosidas unas conchas de cauri a lo largo de las mangas. Encima llevaba puesta la capa, que en buena medida lo protegía del viento. Durante la noche se había abrochado el cinturón con la munición —y con la pistola y el cuchillo guardados en sus respectivas fundas— alrededor de la cintura. Había pasado la noche en vela, con los ojos abiertos y el oído atento a cualquier señal que revelara que los seguían.
Ahora, con la primera luz del día, Ché contempló un halcón que mantenía el equilibrio con delicados movimientos de las puntas de las alas sobre la ladera opuesta del pequeño valle, sosteniéndose silencioso en el aire, al acecho por si aparecía una presa. Delante de sus piernas estiradas echaba humo y crepitaba una hoguera de ramitas rodeada por un círculo de piedras. Las escuálidas llamas sólo eran un alivio para la mente.
El halcón se lanzó en picado con las alas pegadas al cuerpo. Desapareció detrás de una hilera de hierbas y reapareció con las garras vacías. «Debe de ser joven —pensó Ché—. Todavía tiene que aprender a matar.»
«Inténtalo otra vez.»
El fuego chisporroteó y Ché se quedó mirando cómo ardían las dos ramas que acababa de depositar sobre las brasas y cuyos vientres despedían un brillo rojo. De vez en cuando brotaba una llama que se agitaba fugazmente en el aire antes de volver a morir. Ché entrecerró los ojos; le pesaban los párpados.
El viejo roshun roncaba al otro lado de la hoguera. El extranjero de tierras remotas padecía del pecho, y su respiración era irregular y superficial. De hecho, justo en ese momento tosió y se revolvió bajo la capa que Ché había extendido encima de él a modo de manta.
Ash levantó la cabeza y abrió sus ojos grises llenos de legañas. Miró largamente al joven que estaba frente a él y torció el gesto con sorpresa cuando lo reconoció.
—Ché —dijo con aspereza.
—Tranquilo —respondió Ché mientras el anciano se llevaba la mano a la cabeza y hacía un sobreesfuerzo para incorporarse—. Creo que ha sufrido una conmoción. He intentado mantenerlo despierto toda la noche.
Ash se sentó con cuidado y se palpó el bulto de la cabeza y los puntos recientes.
—Eso explicaría por qué me siento como si estuviera muerto —gruñó el extranjero, posándose delicadamente una mano en la cabeza.
Ché le lanzó una cantimplora con agua. El viejo roshun tomó largos tragos de ella. Soltó un gritito ahogado; estiró primero el cuello para mirar el cielo y luego lo giró para echar un vistazo a las laderas que se extendían por debajo de su campamento. Tomó otro trago. Chasqueó los labios y se quedó mirando unos segundos la cantimplora que sostenía entre las piernas.
Al cabo levantó la cabeza con la visión algo mejorada.
—¿Qué ha pasado con la batalla? —preguntó.
Ché hizo un leve gesto encogiendo los hombros.
—La fuerza expedicionaria arrasó con todo. La última vez que vi a los khosianos estaban huyendo por un lago helado.
—¿Y Sasheen? ¿Ha muerto?
—Eso espero. Recibió un disparo en el cuello. Sin embargo siento curiosidad por saber qué hacía usted allí con la intención de matarla.
Ash se hurgaba la chaqueta buscando algo. Finalmente sacó una bolsa e introdujo los dedos en ella, pero no encontró nada. Furioso, arrojó la bolsa a la hoguera. Volvió a toser de una manera persistente y seca; apretó los ojos a causa del dolor y acabó escupiendo un pegote de flema al fuego, donde se consumió chisporroteando mientras Ash dejaba que su cabeza colgara como un peso muerto entre sus rodillas.
—¿El chico era suyo, verdad? Me refiero al aprendiz que quemaron vivo en Q’os.
—Sí, era mío —respondió con la voz ronca.
—Pero no llevaba ningún sello.
—No.
Después de todo, pensó Ché, el viejo extranjero era humano.
Escudriñó al anciano a la luz pálida de la mañana. Ash había envejecido desde la última vez que lo había visto en Cheem hacía ya muchos años. Estaba más delgado de lo que lo recordaba. Los huesos de su cara eran afilados y pronunciados bajo la capa de piel oscura, que a su vez estaba surcada de arrugas y parecía fina como una hoja de papel. La barba que formaba una cuña en su rostro había crecido descuidadamente. En cuanto a los ojos, tenía las órbitas hundidas y mostraban un ligero tono amarillento.
Parecía un hombre más cerca de los muertos que de los vivos.
—¿Qué hago aquí? —preguntó Ash—. No soy capaz de dar con una respuesta por mí mismo.
—Yo también llevó tiempo sentado aquí preguntándome lo mismo.
Ash levantó la cabeza y examinó detenidamente a Ché. Se detuvo en los muñones de sus meñiques. Se estremeció.
—¿Qué haces aquí, Ché? ¿Eres uno de ellos?
Ché apartó la mirada.
—¿Ché?
Ché notaba que la suspicacia del anciano crecía a medida que pasaba el tiempo.
—Te marchaste de Sato sin avisarnos —le reprendió Ash.
Ché volvió a mirar el ave y vio cómo se lanzaba en picado de nuevo. Había una parte de él que quería confesar allí mismo todo al anciano, contarle el papel que había desempeñado en la destrucción de la orden de los roshuns. Pero se sintió incapaz de hacerlo.
No obstante, el viejo roshun empezaba a comprender.
—Siempre estuviste de parte del imperio, ¿no? ¿Cómo es posible? El Vidente lo habría visto en tu alma. —Ash se puso recto pese a los dolores que eso le suponía—. Ché… ¿Qué eres? ¿Qué has hecho?
—Soy un diplomático que sólo tuvo la opción de sobrevivir —espetó Ché—.Y lo que he hecho, abuelo, ha sido salvarle la vida.
Ché trató de tranquilizarse mientras el viejo roshun lo miraba con incredulidad. Las emociones se acumulaban en su interior.
«En ese caso, es el fin», le había dicho entristecido el viejo Vidente mientras ambos contemplaban sentados cómo ardía el monasterio en la noche de Cheem. Todas las personas que había conocido durante los años que había vivido allí, la gente que lo había tratado con afecto, que había sido como una familia para él, habían muerto o agonizaban pasto de las llamas.
«Mátame, Ché —le había dicho el anciano Vidente—. Ahora. Pues prefiero morir a tus manos que a las de un desconocido.»