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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (19 page)

—¿Ya se ha liberado el ave mensajera?

—Ahora mismo.

—¿Y los troncos? Hay que echarlos a la hoguera.

—Ya están ardiendo, capitán.

—Perfecto —repuso Jute, y echó un último vistazo a las figuras que proseguían su avance a los pies del fuerte. Vio que eran comandos con los rostros pintados de negro para acometer sus operaciones nocturnas—. Larguémonos de una maldita vez de aquí, ¿no le parece?

Pero cuando el capitán se dio la vuelta para marcharse, tanto el sargento como el resto de los hombres ya habían desaparecido.

—Cabrones irresponsables —masculló para sí, y salió disparado detrás de ellos.

Cuando Ash volvió en sí seguía tendido en la playa, con el rostro y los labios rebozados de los finos cristalitos de arena. Al parecer había perdido momentáneamente el conocimiento. La tormenta continuaba con toda su virulencia y el mar lamía las piernas del roshun.

Su cuerpo era un objeto sin vida tirado en la arena; agarrotado, ajeno a su voluntad, temblando de frío y de miedo. Tenía la garganta irritada por culpa del agua salada que había tragado, y levantó la boca abierta para atrapar unas gotas de lluvia que le aliviaran la sensación de escozor.

Poco a poco fue tomando una ligera conciencia de que moriría de frío si permanecía tumbado allí, de modo que se puso de rodillas con un gruñido. Levantarse era una acción que debía realizarse lentamente, y movió un músculo y después otro hasta que consiguió ponerse en pie, tambaleándose. Le flaqueaban las piernas; en cualquier momento podían cederle las rodillas.

«Cuando las piernas ya no pueden más, debemos usar la voluntad para caminar», recitó mentalmente con la visión nublada por las lucecitas producidas por el agotamiento. Y echó a andar renqueando.

Había otros supervivientes del naufragio repartidos por la playa —tanto marineros como soldados y civiles— que deambulaban como perdidos en medio de un banco de niebla, dejando un rastro de pisadas confuso y serpenteante en la arena. Los alaridos de dolor se sumaban al rugido agudo de la tormenta. Nada los protegía del viento ni de la lluvia, que los fustigaban con tanta violencia que Ash tenía la misma sensación de estar respirando agua que en el mar.

El roshun se secó el rostro con la mano y entrecerró los ojos para tratar de ver mejor. A su derecha, en las dunas, los supervivientes se acurrucaban unos contra otros. Delante, la gente desfilaba en dirección a la bahía.

Volvió a limpiarse la lluvia de los ojos. Las lucecitas se expandían y creaban una especie de túnel en su visión. Era consciente de que estaba adentrándose con sus andares vacilantes en las dunas con el objetivo de buscar un lugar donde acostarse protegido del viento. Los rayos escindían constantemente el cielo y, más allá de sus pies manchados de lluvia, Ash vio la ladera de arena que ascendía.

Al grito iracundo de una mujer se unieron en coro los aullidos de otras personas. Un chillido. Risas masculinas. El viento soplaba y se llevaba los sonidos. Ash olfateó el aire y advirtió el olor a humo de madera quemada.

«¡Fuego!»

Ascendió renqueante a cuatro patas la ladera de una duna, jadeando como un perro, y cuando llegó a la cima se puso de pie. Entornó los ojos y contempló la escena que se desplegaba debajo: un grupo de hombres empuñando unas destellantes hojas cortas estaba atacando a un grupo de mujeres delante de una hoguera.

La esperanza de calor y abrigo reanimó momentáneamente a Ash. Se concentró en lo que estaba viendo y distinguió a una mujer mayor con el pelo alborotado y con un gesto desafiante en el rostro que gritaba a los hombres y los amenazaba con un palo arrastrado hasta la playa por el oleaje. Los hombres —marineros, supuso Ash— parecían estar divirtiéndose más que otra cosa con ella.

—¡Eh! —gritó el roshun.

Todos los rostros se volvieron hacia él.

Otro rayo iluminó el cielo, y Ash consideró que era el momento adecuado para desenfundar su espada.

Los marineros se miraron con un nerviosismo repentino y se apartaron de las féminas. La mujer mayor soltó el trozo de madera y reunió a las chicas a su alrededor.

«Salid corriendo, cabrones. No tengo fuerzas para esto.»

Los marineros, sin embargo, permanecieron a la expectativa de lo que decidiera hacer el desconocido. Ash dio un paso adelante para emprender el descenso de la duna y no recibió con sorpresa que le flaquearan las piernas. No obstante adelantó el otro pie a tiempo para transformar su caída en algo cercano a un descenso vertiginoso por la ladera de la duna, enarbolando la espada para mantener el equilibrio mientras se precipitaba por la arena.

Cuando aterrizó delante de la hoguera vio con alivio las espaldas de los marineros engullidas por la oscuridad. Temblaba terriblemente. Una racha de viento aplanó las llamas y las brasas brillaron con un fulgor intenso, y cuando el viento cesó, el fuego crepitó con un vigor renovado. El alma de Ash empezó a entrar en calor.

—¡Eh! —gruñó el roshun a la mujer mayor—. ¿Tienen agua?

La mujer no hizo caso de Ash, que se incorporó y se quedó sentado mientras ella se ocupaba del bienestar de las chicas y las cobijaba debajo de un trozo de lona. Eran cinco muchachas en total, y la mujer les hablaba de un modo cortante, con seriedad, como si fuera la tía de todas ellas. Cuando le pareció que las chicas ya estaban bien, se envolvió los hombros y la cabeza con un chal y acudió junto al roshun. Ash vio que llevaba una cantimplora en la mano. La mujer se la ofreció de buen grado y se fijó en el color de su piel.

—Sólo rhulika —dijo la mujer, sentándose a su lado y componiéndose el vestido—. Va bien para encender hogueras y calentar el estómago. Beba, viejo extranjero de tierras remotas. Es lo mínimo que puedo ofrecerle.

En ese momento habría preferido un poco de agua fresca, pero bebió de todos modos, y le rechinaron los dientes contra la boca de madera de la cantimplora mientras apuraba el contenido de un trago; el alcohol llameó en su estómago y envió zarcillos de calor por sus extremidades agarrotadas.

Se le resbaló la cantimplora de los dedos entumecidos. El vigor que le insuflaba el alcohol se estrellaba contra el muro del agotamiento.

Las facciones del rostro pálido de la mujer que tenía a su lado se difuminaban y se hacían más claras alternativamente, y su boca se movía atropelladamente mientras decía algo que Ash no alcanzaba a oír.

El anciano roshun soltó un gemido y se desplomó de bruces contra el suelo.

Capítulo 12

Recuerdos pintados

El eco de las pisadas de Bahn resonaba delante de él mientras recorría como un torbellino los pasillos interminables del Ministerio de la Guerra. Sus botas con tachuelas no eran muy adecuadas para los deslizantes suelos de mármol, y Bahn resbaló desmañadamente al doblar una esquina; recuperó el equilibrio y enfiló con paso brioso hacia las puertas del despacho del general, ya sin el aire necesario para gritar que se aparataran a los guardias apostados en la puerta.

Los solados advirtieron el rostro rubicundo de Bahn y los gestos que les dedicaba con las manos para que se quitaran de en medio, y supusieron que el asesor del general no tenía intención de detenerse —o que cuando menos ya había perdido la oportunidad de hacerlo a tiempo—, así que se echaron a un lado con elegancia para dejarle franco el paso.

Bahn se abalanzó sobre las puertas macizas de roble y las abrió con una contundencia cargada de dramatismo.

—¡Han desembarcado! —anunció a la vastedad de la sala.

El sol bañaba la figura del general Creed, que estaba de pie junto al ventanal opuesto a la puerta, de cara a un caballete sobre el que su mano sostenía un pincel. Creed inclinó ligeramente la cabeza, pero no dijo nada.

—General —insistió Bahn—. Han…

Pero el pincel iba de un lado al otro del lienzo; una, dos, tres veces, y Bahn vaciló.

Creed examinó detenidamente el resultado de las pinceladas; asintió con satisfacción y soltó el pincel. Se volvió a Bahn, y una ojeada a su subordinado le bastó para comprender la gravedad de la situación.

—¿Dónde? —preguntó con su voz retumbante, y cogió un trapo con el que empezó a limpiarse las manos.

Justo cuando le pedían que hablara, Bahn sintió que las palabras se le quedaban atoradas a la garganta.

—Aquí —logró decir al fin—. En la bahía de la Perla.

—¿Cuándo?

—Anoche. Las primeras aves mensajeras procedentes de los fuertes han empezado a llegar.

—Cifras.

Bahn meneó la cabeza.

—De momento son contradictorias. Todavía están desembarcando. Pero por las dimensiones de la flota debe de rondar los cuarenta mil soldados.

—¿Acólitos?

—Sí. Y, general, la matriarca en persona los encabeza. Varios exploradores han visto su estandarte ondeando del palo del buque insignia. También han informado del avistamiento del estandarte del archigeneral Sparus en la playa.

El general Creed tiró el trapo ennegrecido sobre el escritorio y se sentó en el sillón de cuero; se inclinó hacia atrás y apoyó las botas sobre la superficie barnizada de la mesa, con sus largas piernas cruzadas y las manos entrelazadas despreocupadamente en la barriga, con los dedos pulgares jugueteando el uno con el otro y un gesto impenetrable en el rostro.

«Se lo ha tomado bien», pensó Bahn, que todavía tenía el estómago revuelto.

Él siempre había supuesto que la compostura era una cualidad excelente en un líder. Sin embargo, en ese preciso momento, la compostura precisamente le hacía sentir como un chaval aterrorizado.

—Quizá la muerte de su hijo la ha vuelto imprudente —sugirió Creed.

Pero Bahn se mantuvo en silencio, pues el general sólo estaba reflexionando en voz alta. El cuerpo, sin embargo, le exigía movimiento, ponerse en acción, y dirigió la mirada con impaciencia y nerviosismo hacia la ventana que había detrás del general. Por ella se veían el istmo de Lans y el Escudo; incluso podía ver el campamento del IV Ejército Imperial montado ordenadamente a lo ancho de la lengua de tierra.

Ahora cobraba sentido la tregua que se había vivido en el asedio del Escudo. No sólo se había debido al período de luto por la muerte del hijo de la matriarca, el ejercito destacado allí también había estado aguardando la llegada de las tropas invasoras: el martillo para su yunque, y atrapada en medio, Bar-Khos. Bahn se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que reanudaran los ataques contra las murallas con todos los medios a su alcance.

Mientras le daba vueltas a la batalla que estaba por llegar, su mirada se desvió hacia el caballete y el lienzo junto a la ventana, y se maravilló de la sensación de paz capturada en aquella pintura. Era una obra de estilo minimalista, propio de las tierras remotas, que tanto agradaba al general Creed. En vez de copiar el paisaje que se veía desde la ventana, el general había trasladado un recuerdo al lienzo, y colinas suaves cubiertas de viñas se elevaban hacia las montañas distantes.

Bahn recordó entonces otro motivo de dolor, otra pérdida; la mujer cuyo espíritu el general, pintando aquellas escenas una y otra vez, esperaba capturar por encima de todo. El general Creed llevaba treinta y un años casado cuando él se puso a su servicio como asesor subalterno. Bahn sólo había visto una vez a su esposa, Rose, durante una recepción en el ministerio. Era una mujer menuda, de porte elegante y de voz dulce. Habían mantenido una conversación breve en la que ella le había hablado de sus viñedos en las colinas de las estribaciones de los Alapolas y de sus deseos de que su marido fuera a visitarla más a menudo. Parecía sentirse sola y fuera de lugar en aquella recepción sin demasiada importancia en el salón del ministerio. Bahn había permanecido a su lado hasta que consiguió sacarle una sonrisa tímida, y luego le había presentado a su esposa para que lo relevara en su compañía. Ambas mujeres habían congeniado como dos viejas amigas.

Bahn retiró la mirada del cuadro y descubrió que el general estaba mirándolo con sus penetrantes ojos azules. Creed le hizo un gesto señalándole una silla con los ojos y Bahn enfiló hacia ella y se sentó.

—¡Gollanse! —bramó Creed.

El anciano conserje del general apareció por el hueco de las puertas todavía abiertas.

—Organice una reunión del estado mayor. Quiero a todo el mundo aquí dentro de una hora.

—Sí, señor —respondió en un tono cortante el anciano.

El general se volvió a Bahn.

—¿Ya se ha informado al consejo?

—Se ha enviado un mensajero —respondió Bahn.

—¿Y a la Liga?

—Todavía no.

Creed regresó a Gollanse.

—Envíe el skud más veloz a Minos. Y también aves mensajeras. Adviértales de que las acciones recientes de la flota imperial han sido un divertimento estratégico. El ataque real está produciéndose aquí, en Khos. Necesitaremos todos los Voluntarios que puedan enviarnos.

—Sí, señor. ¿Es todo?

—Sí. Y vaya rápido; no se entretenga con las galletitas y el chee.

El anciano enarcó una ceja, pero abandonó el despacho en silencio y arrastrando los pies.

El general Creed dejó caer la cabeza hacia atrás mientras calculaba mentalmente.

—La bahía de la Perla. Eso está a no menos de ciento cuarenta laqs de Bar-Khos. El primer tercio del trayecto transcurre por un terreno accidentado, hasta que se baja a la Cuenca. Necesitarán tomar Tume; no pueden dejarla atrás intacta. Apretarán la marcha. En trece o catorce días empezaremos a ver aquí la avanzada de sus fuerzas. Eso apenas nos deja tiempo para la llegada de los refuerzos de la Liga.

«Trece días. Tengo tiempo de sobras para enviar a Marlee y a los niños bien lejos de Khos.»

—También cabe esperar que se reanuden los ataques contra las murallas. Nos acosarán desde todos los frentes con la esperanza de aislarnos.

—General… —empezó a decir Bahn, buscando las palabras adecuadas—. ¿Qué podemos hacer?

Creed descruzó las piernas y los brazos, posó las palmas de las manos sobre el escritorio y se levantó. Su figura imponente se alzó por encima de Bahn y recorrió el despacho con la mirada.

—¿Hacer? Tenemos que movilizar hasta el último hombre que podamos, y cuanto antes. Hasta el último hombre que esté en condiciones de caminar y de luchar.

—¿Quiere enfrentarse a los mannianos en el campo de batalla?

—¿Cómo? Supongo que usted preferiría que cerráramos las puertas y esperásemos su llegada agazapados detrás de las murallas.

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