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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (23 page)

—¿Y qué tallo? —preguntó Curl sorprendida.

—Lo que quieras, sobrina mía. Aquello que te reconforte el corazón.

Cuando el resto de la familia se acostó, Curl se sentó en la alfombra tupida frente a la chimenea, un poco achispada por la sidra que le habían permitido probar por primera vez, y armada con la cuchilla de tallar de su padre y una piedra de pulir, empezó a tallar el trozo de madera del modo que le pareció más apropiado. Las horas pasaron volando; el fuego de la chimenea fue apagándose hasta que sólo quedaron unas cenizas brillantes que conservaban el recuerdo del calor.

Curl se despertó en el mismo lugar donde había caído dormida enfrente de la chimenea. Todavía era de noche. Su tía la había cogido en brazos, la había envuelto con una manta y la llevaba a la cama. En el otro catre se oía el ruido que hacían profundamente dormidas sus dos hermanas.

—¿Qué has tallado? —le preguntó su tía en un susurro mientras la metía debajo de las mantas.

Curl abrió la mano para mostrarle lo que había hecho.

En la palma de la mano sostenía una sencilla figurita del tamaño de su dedo pulgar que representaba una mujer de curvas excesivas. Apenas había un par de detalles distinguibles en la estatuita, por lo demás vagamente definida: los pechos grandes y la barriga abultada.

Su tía sonrió y le dio un beso en la frente.

—A tu madre le habría gustado —le dijo—.Te has buscado una buena aliada. Ahora asegúrate de llevarla siempre encima, y quizá te proteja cuando más lo necesites.

Curl se durmió consciente de que recordaría aquel día por el resto de su vida.

Más adelante, en las noches más frías de lo más riguroso del invierno, su padre empezó a visitar a Curl mientras sus hermanas pequeñas fingían dormir en el otro lado del dormitorio.

Y de ese modo su mundo volvió a cambiar.

Para Curl fue un invierno de pesadillas y de tinieblas, plagado de más pérdidas, de las que la menos importante no fue la de su padre.

Durante la primavera siguiente lo encontraron ahorcado: se había colgado de las vigas de la sala donde ahumaban los alimentos. Las tres hermanas se quedaron mirando el cuerpo que giraba suavemente, vestido con su ajado y elegante traje de boda, con los zapatos recién abrillantados y el pelo cuidadosamente peinado hacia un lado para cubrir su calvicie incipiente.

Sobre el pecho le colgaba el amuleto de madera en forma de delfín que su madre había tallado y llevado en el pasado.

La mañana que aparecieron los soldados, Curl se encontraba fuera, recogiendo seiscampanas en los campos que se extendían por encima de la ciudad de Hart, adonde su tía se las había llevado a vivir tras el fallecimiento de su padre.

Curl tenía la esperanza de evitar quedar en cinta con la menuda hierba azul, pues por entonces estaba viéndose en secreto con un hombre de la ciudad, un carretero casado que le sacaba más del doble de años. Esa mañana se alejó más de lo acostumbrado, y deambuló por las colinas buscando las hierbas; las horas pasaban tranquilamente mientras ella se llenaba el bolsillo de seiscampanas.

Sólo a su regresó se percató del humo que cubría el cielo como si fueran nubarrones. Se cogió el borde de la falda, salió corriendo por la cresta de la última colina y soltó un gritito ahogado preñado de incomprensión por lo que veía frente a ella.

La ciudad estaba envuelta por las llamas. A su alrededor se extendía la línea de motas blancas de los soldados, que se adentraban en las calles.

Los gritos de la gente fluctuaban como los reclamos de los pájaros arrastrados por el viento.

Curl pensó entonces en su tía y en sus hermanas, que se encontraban allí abajo. Pensó en sus rostros mientras veía cómo los soldados y las llamas se aproximaban a ellas. Se dobló en dos y sintió náuseas.

Permaneció todo el día escondida entre la hierba, escuchando los gritos agónicos de los habitantes de la ciudad tapándose los oídos con las manos. En ocasiones, el peso de su sentimiento de culpa la vencía e intentaba levantarse con la intención de bajar y ayudar a sus vecinos. Pero siempre se quedaba paralizada, incapaz de moverse. Lloró y lloró hasta agotar las lágrimas, y entonces se le agarrotaron los músculos y se calló.

Los soldados se marcharon con el crepúsculo, con los carros cargados a rebosar con el botín. A su espalda, la ciudad yacía como un páramo humeante.

Curl esperó otra hora antes de reunir el valor suficiente para bajar a las ruinas de la ciudad.

Cegada por las lágrimas y ahogada por la pena, fue incapaz de encontrar a su familia entre la pila carbonizada que había sido su hogar.

Su existencia transcurrió de un modo salvaje desde entonces, deambulando sin rumbo entre las piras y las ruinas de su ciudad. Para entonces había empezado a desvariar un poco, y el tiempo se había transformado para ella en un instante eterno.

Un día Curl estaba caminando por la playa cuando divisó a un hombre delante de ella. Era corpulento y lucía una barba espesa. Curl conservaba el suficiente sentido común como para tirarse de bruces al suelo y esconderse.

Sin embargo, resultó ser demasiado tarde. El hombre corrió hacia donde ella yacía con la cara apretada contra los hierbajos ásperos de las dunas.

—No tengas miedo —dijo el hombre en un tono cordial—. No voy a hacerte daño, muchacha.

Curl levantó la cabeza y posó sus ojos en un rostro cansado y curtido por los elementos. Tenía una voz extraña, aunque esa sensación sólo se debía a que hacía mucho tiempo que no oía otra voz humana.

—Acompáñame —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Debemos marcharnos.

Curl se levantó y se dio la vuelta con la intención de salir corriendo.

«Acompáñale.»

Por primera vez vaciló.

—No tengas miedo —repitió el desconocido, cogiéndola delicadamente del brazo—. Acompáñame. Tenemos que marcharnos de aquí.

El hombre la condujo hasta una pequeña playa de guijarros. Una barca de pescadores cabeceaba en el mar, y había hombres y mujeres caminando por el agua con la intención de subirse a ella.

El hombre la metió en el agua, y Curl se estremeció con el repentino contacto del mar en sus muslos.

—¡Una más! —gritó el desconocido a alguien que ya estaba a bordo.

Un puñado de cabezas se volvieron hacia ella. Curl vio a hombres y mujeres con los ojos rojos, el pelo alborotado y una mueca de derrota en el rostro. Nadie abrió la boca mientras la ayudaban a subir a la barca. Curl encontró un espacio libre entre los fardos y se sentó con las rodillas flexionadas apoyadas contra el pecho.

—¿Estamos todos? —preguntó el hombre.

—Sí, patrón —respondió otro—. Larguémonos de una maldita vez de aquí ahora que podemos.

Dos hombres remaron y la barca se deslizó por las olas suaves de la cala hasta adentrarse en el oleaje más bravo del mar abierto. Desplegaron la vela, que soltó una sacudida al recibir el viento de terral. Poco después surcaban el mar agitado con las miradas vueltas hacia la lejana isla que dejaban atrás.

—Ese maldito Lucian y sus rebeldes —espetó un hombre menudo y calvo, echando un vistazo a su alrededor con sus ojos negros—. Ha sido la perdición para todos, y maldigo su alma por ello. ¡Yo maldigo tu alma, Lucian! —bramó, sacudiendo el puño en el aire.

El resto del grupo permanecía sentado en silencio, con la mirada perdida en sus hogares, que iban menguando en la distancia.

El viejo patrón gritó una orden, y el muchacho que llevaba el timón viró la barca para dejar el sol a la espalda.

El hombre calvo fue calmándose poco a poco, y sus murmullos entre dientes fueron disminuyendo gradualmente hasta que se calló por completo y empezó a sollozar, y el resto de los hombres evitó mirarlo por respeto. Una tras otra, también las mujeres se pusieron a llorar. Curl, sin embargo, se limitó a mirar por encima de la borda, todavía conmocionada.

—Has tenido suerte de encontrarte con nosotros —dijo el hombre calvo, que se acercó para sentarse a su lado ya con los ojos secos—. Tal vez tu aliado ha estado cuidando de ti, ¿eh? —dijo, y chasqueó la lengua para sí en tono burlón.

—Deja en paz a la chica —espetó el viejo patrón.

El calvo frunció el ceño, pero ya no volvió a molestar a Curl.

Ella oía a las mujeres que charlaban a su lado.

—¿A dónde vamos? —preguntó la más joven.

—A los Puertos Libres —respondió la mayor—. Son libres, todavía. Y no son tan hostiles con los refugiados como en Zanzahar.

«Refugiados.» Curl intentó pronunciar la palabra. Así que eso era ahora. Pensó que era una palabra muy corta para el significado inmenso que contenía.

Curl echó otro vistazo a la isla de Lagos, ya una mera mancha en el horizonte. En la mano apretaba a su aliada de madera y la acariciaba con la yema del dedo pulgar, mientras el viento cortante le atravesaba el cuerpo y le perforaba el corazón.

—Ya basta. No quiero que te oigan los niños —espetó Rosa en un susurro alterado. Salió como un torbellino hacia la puerta de la cocina para cerrarla y regresó a la mesa para seguir doblando la ropa de los críos.

—¿Cómo? —exclamó Curl, que estaba sentada al otro lado de la mesa y observaba cómo trabajaba su casera.

Exasperada, lanzó una mirada por la ventana abierta hacia los golfillos medio salvajes que estaban jugando a simular robos callejeros en el patio trasero.

Los movimientos de Rosa eran rígidos y coléricos, y la mesa daba una sacudida cada vez que apoyaba algo de peso en ella, de tal modo que las patas traqueteaban contra el suelo de madera y transmitían la sensación de urgencia de su frustración. Estaban solas en la cocina. Hacía rato que se había servido el desayuno, poco antes del amanecer, y la variopinta colección de inquilinos había engullido su escueta ración de gachas con el estruendo de los cañones en el vecino istmo de Lans punteando su conversación sobre la invasión y la guerra.

Incluso entonces, al otro lado de la sala, la mesa principal parecía arrojarle una silenciosa mirada acusadora. La muchacha se la quedó mirando con una mueca de asco. Sobre ella yacía el hule sucio que nunca se retiraba, ni siquiera cuando comían, los cuencos con los restos de comida y los platos y los cubiertos de los inquilinos. Esa mañana le tocaba a ella lavar todo aquello. Pero por mucho que lo intentaba se sentía incapaz de levantarse para acometer la tarea.

—Sólo estoy contándote lo que he oído.

—Bueno, que lo sepamos o no, no va a cambiar las cosas. Ya nos enteraremos a su debido tiempo si esos monstruos derriban las murallas y vienen a por nosotros. Hasta entonces, por favor, olvida el tema. Vivamos en paz mientras podamos.

Curl tiró de un hilo suelto de su blusa de lino y se mordió la lengua. Sin embargo, no resultaba sencillo, pues estaba muy alterada y no deseaba otra cosa en el mundo más que seguir parloteando.

—Tengo medio decidido presentarme voluntaria.

Rosa se echó a reír estridentemente.

—¡Ah, Curl! Tú sí que sabes hacerme reír.

Curl se ruborizó.

—¿Eh? No me refiero a luchar. Necesitan gente para otro tipo de labores. Cocinar y… bueno, cosas así.

Rosa dejó de reír. Arrojó una camisa de dormir doblada en la cesta que tenía en el suelo y cogió la última camisa de dormir recién lavada que quedaba por doblar. Respiraba con dificultad.

—No sé qué te ha dado hoy, jovencita. Pero más te vale no ir diciendo ese tipo de cosas a los niños. De lo contrario, te daré una buena leche; te lo prometo. No quiero que les metas el miedo en el cuerpo.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y Misha y Neese entraron corriendo.

—¡Fuera! ¡Fuera! —rugió Rosa—. ¡Estáis ensuciando la cocina!

No obstante, las niñas eran lo suficientemente valientes como para hacer caso omiso de sus reprimendas en su fase inicial, y se detuvieron enfrente de Curl, abrieron los ojos en una mueca de sorpresa fingida y estallaron en un coro de gritos mientras contemplaban su cabello encrespado.

—¡Largo de aquí! —bramó Rosa cuando las niñas ya se iban corriendo y chillando.

—¡Qué niñas más graciosas! —les gritó Curl.

Pea estaba plantada en el hueco de la puerta, sorbiéndose los mocos y con el dedo pulgar metido en la boca. Era nueva en la casa y todavía no había aprendido a no tomarse en serio los berridos de Rosa.

—Tengo hambre —dijo la niña llevándose una mano a la barriga.

—Pues tendrás que esperar —respondió Rosa—. Ahora vete, pequeñaja.

La niña se marchó con la cabeza gacha.

Rosa suspiró y se pasó el dorso de la mano por la frente. Su figura, con la otra mano apoyada en la cadera, quedaba encuadrada por la luz que entraba por la ventana mientras miraba a los niños que jugaban en el patio con una expresión de ternura y de consternación en el rostro.

A Curl se le ablandó el corazón al verla así. Había llegado a encariñarse de verdad de aquella mujer. Sabía que había tenido mucha suerte cuando meses atrás había llegado a la ciudad de Bar-Khos, había visto el letrero en la puerta y había llamado buscando alojamiento. Esperó plantada delante de la puerta vestida con la ropa usada que le habían dado los voluntarios del campamento de refugiados, embargada por el sentimiento de soledad que le producía una ciudad tan grande, y sin la menor idea de cómo iba a mantenerse. Y entonces la puerta se había abierto de repente y había aparecido Rosa con sus ojos amables y cansados.

Ahora, como una pesadilla que se convertía en realidad, los mannianos los acechaban para destruir su mundo una vez más.

—Es sólo que… —empezó a decir—. Necesito sentir que estoy haciendo algo.

Rosa se volvió y la miró un momento con un gesto cargado de compasión.

—Si quieres, ahora mismo podrías hacer algo que me resultaría muy útil, jovencita.

—¿Qué?

Rosa sacudió la cabeza en dirección a la mesa con los platos sucios y una sonrisa ladina asomó a sus labios.

Curl se llevó ambas manos abiertas a las mejillas y soltó un suspiro de exasperación.

Las contraventanas estaban abiertas, de modo que Curl distinguía entre el rugido de los cañones los bramidos atenuados de las órdenes de los oficiales y el débil estrépito de multitud de pisadas. Estaba sentada en la cama con su cajita en el regazo, con la escoria a medio desenvolver sobre la tapa abierta. El ruido de fuera, sin embargo, la llevó a dejar todo lo que tenía sobre la falda a un lado y acercarse a la ventana.

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