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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (47 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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La chica cogió lentamente una moneda y la lanzó al montón de la puesta.

El hombre de su izquierda la miró con gesto interrogativo y tiró sus cartas sobre la mesa. Las salidas del juego se sucedieron alrededor de la mesa. Cuando llegó el turno del hombre orondo, éste igualó la apuesta y luego garabateó algo en un cuaderno que tenía delante.

La chica buscó la mirada de Ché con sus enormes y embriagados ojos azules.

—¿Juegas o sólo quieres mirar?

—Un poco ambas cosas —respondió el diplomático, y luego bajó la mirada para estudiar sus dos cartas: un monje negro de tres brazos y un forastero blanco.

Ché consideró su situación. Esa noche no le importaba no ganar. Se conformaba con estar sentado en un ambiente que le resultaba familiar, alrededor de la mesa de juego, y olvidarse de todo lo demás por un rato. Se le antojó igualar la apuesta de la chica y además la subió arrojando otras dos monedas de plata por la mera curiosidad de observar su reacción.

La chica entrecerró de nuevo los ojos y se dejó caer contra el respaldo de la silla mientras esperaba su turno.

—Su acento… No es usted de Khos, ¿verdad? —preguntó el tipo gordo, dando un sorbo a su jarra de vino.

—Soy de todas partes —respondió Ché despreocupadamente.

El hombre se limpió la mano en la túnica de lana y se la tendió.

—Koolas.

—Ché.

Se estrecharon las manos y Ché se preguntó si aquel tipo no estaría simplemente tomándole la medida.

—¿Qué lo trae por aquí, amigo?

—Asuntos particulares —respondió el diplomático—. ¿Y a usted?

—¿A mí? Corresponsal de guerra… cuando no estoy plasmando mis propias impresiones sobre el papel.

—¿Koolas? —exclamó Ché sorprendido—. ¿El mismo Koolas que escribió
El primero y el último
?

El corresponsal esbozó una sonrisa orgullosa.

—El mismo. Es un lector empedernido, ¿eh? No hicieron demasiadas copias de la obra.

Ché hizo un gesto de modestia ladeando levemente la cabeza.

El tipo que repartía las cartas puso cuatro naipes más sobre la mesa, boca arriba. Ché se fijó en un forastero rojo antes de mirar las demás. Había otras dos cartas rojas.

La chica apostó de nuevo en primer lugar, esta vez con más convicción, y arrojó cinco monedas de plata que cayeron tintineando sobre el resto de la puesta.

Ché se acomodó en la silla y trató de desentrañar las intenciones de la especial. «Calma», se dijo. La chica no parecía ir de farol. Había muchas posibilidades de que tuviera una buena mano, incluso una flor.

Esperó a que Koolas hiciera su jugada. El hombretón estudiaba sus cartas y las que había encima de la mesa. El ojo izquierdo le temblaba. Lanzó una mirada a la chica.

—No voy —dijo al fin, dejando a un lado sus cartas.

Ché estaba divirtiéndose. Sabía que posiblemente tenía la mano perdida; sin embargo, jugueteó con sus monedas un momento, escuchando el repiqueteo de unas contra otras. La chica fingía que no se daba cuenta de que estaba mirándola, y él aprovechó la ocasión para repasarle el busto, y las curvas comprimidas por el cuero.

«No puedes engañarla», concluyó al cabo, y estiró hacia delante el brazo arrastrando por la mesa sus dos cartas bocabajo.

—Para ti —dijo señalando la puesta.

La chica recogió las ganancias con el semblante impertérrito. Sólo una vez echó una ojeada a Ché, y una sonrisa tímida le estiró la comisura de los labios.

El diplomático comprendió al instante que se había echado un farol. La muy zorra los había engañado a todos.

Ché se echó hacia atrás y rompió a reír escandalosamente. En aquel ambiente sus carcajadas no estaban fuera de lugar, pues se perdían en el barullo de la multitud. Además, cuando acabó de reír se sentía mejor; y ya estaba repartiéndose otra mano. Aprovechó que su mirada se cruzaba con la de una de las camareras y le pidió a gritos que le llevara un poco de agua y vino bueno.

El vino que le dejó en la mesa era pasable, pero el agua sabía como si la hubieran recogido del lago.

—¿Cómo marcha la evacuación? —preguntó Koolas.

—¿No debería estar presenciándola con sus propios ojos, señor corresponsal?

—Ya he visto bastante, gracias —respondió quedamente Koolas.

Ché renunció a apostar en las siguientes manos, pues no valían ni para ir de farol, y prefirió seguir el desarrollo de la partida y el estilo de juego de los demás antes de entrar en faena.

Junto a la barra empezó una pelea. Había un hombre encaramado a ella con la polla fuera, agitándosela en los morros a sus amigos. Una mesa se estrelló contra el suelo y todas las bebidas que había encima se desparramaron. Los tambores de la banda cambiaron de ritmo y enlazaron dos canciones sin que mediara una interrupción; la cantante se puso a berrear de un modo arrebatado y apasionado, ululando en el más puro estilo khosiano antiguo, alcanzando en algunas ocasiones los tonos alhazií. Ché se volvió para mirar con atención su actuación.

La cantante llevaba puesto un vestido negro de satén ceñido, y tenía el cabello recogido con unos bastoncitos de madera lacada. Se había maquillado los ojos con kohl, y mientras cantaba movía los labios de tal modo que atrapaba las miradas de los hombres presentes en el local, y también de las mujeres. Todos la observaban embelesados y deseaban poseerla, o bien ser ella. Ella les mantenía las miradas, con la cabeza acunada entre los brazos, mientras se abría paso contorsionándose entre las volutas de humo.

—¡Calhalee!

Ché devolvió la atención a la mesa.

—¿Qué? —respondió a la chica.

—¡Calhalee! —repitió, elevando la voz por encima de la algarabía general—. Dicen que es la dueña del local.

Ché advirtió el marcado acento lagosiano de la chica.

—Es buena —dijo el diplomático.

Enseguida se dio cuenta de que el vino le había subido rápidamente a la cabeza. Se inclinó sobre la mesa y tendió la mano hacia la especial.

—Ché.

—Ya lo he oído —repuso ella, y examinó su rostro un momento antes de alargar su mano y estrechársela—. Curl.

Y cuando sus pieles entraron en contacto, Ché sintió cómo su pulso se aceleraba mientras contemplaba sus labios separándose levemente. Le apretó fuerte la mano, con deseo.

Capítulo 32

Deseos

—General Creed, tenemos un problema en el sector occidental —anunció el cabo Bere, sujetando las riendas de su zel sudoroso.

El oficial acababa de regresar tras entregar un mensaje al capitán Ashtan, quien guarnecía la orilla occidental de la isla junto con las unidades de la Guardia Roja.

—¿Un problema? ¿Con quién?

—Con algunos civiles que, presas del pánico, han decidido hacer caso omiso de nuestras advertencias respecto al Sorbo y al Chilos. Todavía están convencidos de que pueden llegar con los botes.

Creed se quedó mirando al cabo a la luz perlada del amanecer. Bere tenía un aspecto deplorable, como todos los demás. Había perdido el yelmo y llevaba el pelo revuelto y apelmazado, y su túnica roja caía hecha jirones sobre su armadura. Y aun así, allí estaba, con la espalda recta y la mirada atenta… Al parecer era un hombre que sabía estar a la altura cuando la presión lo acuciaba.

Creed recordó que necesitaba un nuevo primer ayuda de campo. Pero eso implicaba aceptar que Bahn yacía muerto en Chey-Wes y el Bahn que siempre había conocido continuaba más vivo que nunca en su cabeza.

—¿Qué sugiere, cabo?

Bere pareció sorprendido porque le pidieran su opinión.

—No sé, general. Quizá habría que enviar más hombres para contenerlos.

Creed consideró un momento sus palabras.

—Todavía son gente libre —dijo a modo de conclusión—. Si quieren correr el riesgo, que lo hagan.

El cabo asintió con la cabeza y trepó de nuevo a su zel. La escolta del general se abrió para dejarle el paso franco y el cabo espoleó su montura para ponerla al galope. Los soldados congregados en las aceras de la ciudad se dispersaron a su paso.

Creed se encontraba en el centro del puente que cruzaba el Canal Central. Dejó caer sus enormes manos sobre el pretil y contempló inmutable el caos que se desplegaba frente a él. Una aeronave estaba elevándose desde el tejado de un almacén cercano, sobrecargado de soldados heridos y civiles.

Los civiles que permanecían en la ciudad se sentían cada vez más desesperados a medida que avanzaba el nuevo día y tomaban conciencia de que seguían atrapados allí. Había llegado un momento en el que estaban dispuestos a recurrir a todos los medios para escapar. Sin embargo, el Chilos y el Sorbo estaban tomados por las tropas imperiales, de modo que cualquiera que se aventurara por sus desembocaduras tendría que soportar la lluvia de proyectiles arrojados desde ambas orillas. Una hora antes, el capitán Trench, de la aeronave
Falcon
, había informado de que las aguas del Chilo discurrían teñidas de rojo y plagadas de cadáveres.

«Han perdido la fe en nuestra capacidad para protegerlos», pensó Creed mientras recorría con al mirada el pandemonio que rodeaba el canal.

No podía culparles. El ejército había entrado tambaleante en Tume, descompuesto y acosado por el enemigo. Su aspecto no permitía albergar la más mínima esperanza de que fueran capaces de defender un puente, así que no hablemos ya de una ciudad, y sin artillería pesada no era probable que lo consiguieran.

Una brisa fría le acarició el cabello con sus dedos. Inclinó hacia atrás la cabeza y distinguió, mezclado con el resto de los olores de la ciudad, el tufo a putrefacción y a humedad de la hierba del lago. Siempre le había gustado Tume; guardaba un buen recuerdo de los tiempos en los que la había visitado con su viejo camarada Vanichios, ambos oficiales del ejército solteros, para putañear, jugar y beber, con todos los lujos al alcance del hijo del principari.

Más allá del Canal Central se encontraba la ciudadela, una fortaleza antiquísima en el centro de la pedregosa isla. Un foso rodeaba la base del islote como si fuera un canal. Vanichios había evacuado a su familia y a su personal civil la noche anterior, de modo que ya no quedaba ninguna embarcación para él.

Su amigo se había cerrado en banda y había resultado imposible disuadirlo de su decisión de permanecer en la ciudad y luchar. En ese preciso momento, lo que quedaba de la Guardia de Tume tiraba de carros cargados con suministros con destino al interior de la ciudadela, en previsión del inminente asedio. Entretanto, en los parapetos estaban retirándose las fundas de lona que cubrían las balistas y las catapultas. A pesar de que Vanichios no quería creerlo, durante la noche se habían producido deserciones en manada de la Guardia de Tume, de modo que la defensa de la ciudad había quedado en manos de la mitad de los hombres. Vanichios se había puesto hecho una furia y había llamado «cobardes» y «perros» a los desertores. Luego, con los ojos vidriosos, había exhortado a Creed para que no evacuara al ejército de Tume y se quedara a defender la ciudad a su lado.

Creed se había dejado arrastrar en un primer momento por el arrebato de su viejo amigo. Le daba rabia huir una vez más de las fuerzas imperiales. Sin embargo, había recuperado el sentido común cuando ya era demasiado tarde.

Tume era una tumba a la espera de sus huéspedes. La defensa de la ciudad se realizaría a costa de las vidas de los hombres que habían sobrevivido a la batalla, pues las reservas de Al-Khos con la artillería pesada todavía estaban a tres días de viaje; demasiado como para tenerlas en cuenta. Mientras tanto, desde la torre de entrada acababa de llegar la noticia de que las tropas imperiales estaban iniciando las labores de reconstrucción de la mitad derrumbada del puente, a pesar de que las fuerzas defensoras continuaban hostigándolas con sus disparos. El enemigo podría tener acabada la obra a lo largo del día si apretaba un poco y no se relajaba. Y Creed no tenía ninguna duda de que sería así.

Entonces, una vez que cruzaran al otro lado del puente, la lucha se convertiría en una batalla callejera, y no había manera de saber el tiempo que las fuerzas defensoras se mantendrían cohesionadas hasta que cada hombre hiciera la guerra por su cuenta. Su ejército se desintegraría a su alrededor.

No. No iba a permitir que ocurriera algo así.

Bajó la mirada hacia las aguas del Canal Central y los transbordadores amarrados que acababan de regresar de sus últimas travesías.

Las embarcaciones, de gran altura, estaban atiborradas de cuadrillas de tripulantes armados de martillos y sierras para colocar tablones de blindaje y guarnecer así las barandillas y los cobertizos. El coronel Barklee de la Guardia Roja se paseaba con paso firme entre ellos, saltando de un barco a otro para inspeccionar los agujeros que estaban abriendo en la madera a modo de tronera. Barklee era el único oficial de la marina experimentado con el que contaban.

Las embarcaciones necesitaban todos los elementos de defensa que pudieran proporcionarles. Cuando los civiles que quedaban en la ciudad y los heridos se marcharan, todavía quedaba pendiente la cuestión de evacuar al resto del ejército. Algunos podían hacerlo a bordo de los skuds y de las aeronaves. Los demás tendrían que subirse a los transbordadores y aventurarse por la peligrosa desembocadura del río Chilos, con la esperanza de salir airosos y enfilar hacia el sur siguiendo la corriente hasta la Balsa de Juno, donde Creed había decidido congregar a sus hombres y armar una línea defensiva.

Al menos tenían suerte en un aspecto, pues el control del cielo seguía en su poder. Los pájaros de guerra imperiales se habían retirado tras las escaramuzas iniciales. Sin embargo, nadie podía predecir el tiempo que eso duraría.

Creed estaba decidido a que todo el mundo hubiera sido evacuado al amanecer, antes de que los soldados imperiales acabaran de reparar el puente.

Cualquiera que siguiera después en Tume tendría que arreglárselas solo.

A Curl le gustaba aquel tipo. Tenía un aire de alma solitaria, de desarraigado, de corazón herido, aunque sabía cuidar de sí mismo. Sus ojos miraban con una especie de desesperación desafiante, y su risa franca era contagiosa.

«¿Quién eres?», se preguntaba mientras observaba a Ché durante la partida. No parecía khosiano. Curl no pasó por alto el rastrojo rubio en su cabeza, afeitada casi como la de un militar. Tenía unos ojos oscuros y vivos bajo unas cejas delgadas, un rostro cuadrado y hermoso y unas manos delicadas.

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