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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (49 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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El archigeneral Sparus observó a través de su catalejo un par de aeronaves despegando del centro de Tume y a los soldados de la Guardia Roja a bordo de ellas, repartidos por las barandillas y con sus capas infladas por la brisa mientras las naves se alzaban pesadamente por el cielo. Cerró el catalejo con un golpe seco y se lo entregó al oficial que tenía más a mano, el capitán Skayid. De modo que era cierto: Creed estaba evacuando a los soldados de Tume.

Sparus sabía que el Señor Protector sería de los últimos en abandonar la ciudad flotante, y con esa idea en la cabeza había apremiado a los hombres encargados de los trabajos de reconstrucción del puente.

Se resistía a permitir que Creed volviera a escapar. Lo quería vivo; ansiaba ponerlo a disposición de sus mejores hombres. Ellos lo destrozarían —como hacían con todo el mundo— a base de sustancias narcóticas y juegos mentales, y poco a poco irían introduciendo el dolor, hasta que Creed no fuera más que la sombra de un hombre, un títere que obedecería todas sus órdenes…

Esa fantasía se había convertido en su favorita desde la batalla y la huida afortunada de los khosianos: el Señor Protector metido en una jaula, engrilletado y desnudo, renunciando en voz alta a todo lo que había estado defendiendo, mientras él lo paseaba por delante de las murallas de Bar-Khos para que los khosianos vieran con sus propios ojos el destino que había tenido su gran líder militar.

Tal vez podría hacer de Creed otro Lucian y convertirlo en un trofeo viviente más. «Sería de lo más adecuado», pensó Sparus. La insurgencia lagosiana había demostrado en la derrota no ser más que otra pandilla de chiflados imprudentes. Muy pronto también quedaría demostrado que el desafío lanzado por Khos y los Puertos Libres sólo era una falacia. Las batallas de Coros, de Chey-Wes y del Escudo pasarían a los anales de la historia como los momentos esplendorosos de un pueblo anclado tercamente en el pasado, como intentos vanos de rechazar el nuevo orden mundial.

Sparus no tenía duda de que sería eso lo que ocurriría. Lo había visto repetirse una y otra vez. Si bien a los eruditos les gustaba bromear sobre las victorias en los libros de historia, Sparus sabía que la realidad era mucho más compleja. La victoria en sí era el cincel que moldeaba la historia en la mente de la gente, la prueba de la legitimidad de la causa de los vencidos y de lo erróneo de las creencias de los derrotados. La victoria otorgaba poder, mientras que la derrota… la derrota no era más que una cáscara que se desecha cuando se le ha sacado el grano que contiene: la esperanza de futuros triunfos.

Cuando Mann conquistara por fin los Puertos Libres, y a continuación las tierras de los alhazií, se pondría punto final al conflicto de las eras, al conflicto de las fes. Y la victoria demostraría la vigencia de Mann.

Sin embargo, Sparus tenía que saldar antes una cuenta pendiente personal con Creed, el Señor Protector que le había hecho parecer un memo dos veces, primero con su ataque nocturno y luego con su huída inesperada del campo de batalla. Y Sparus sabía perfectamente cómo se cobraría esa deuda.

—Coronel Kunse —bramó.

El coronel se cuadró. Los oficiales que tenía a su alrededor lo imitaron inmediatamente.

—Prepare los comandos para un ataque nocturno —ordenó Sparus—. Hágales construir unos botes con los que cruzar el lago hasta la otra orilla. Cuando empiece a anochecer redoble los esfuerzos en el puente. Ofrezca oro para tentar a los voluntarios si es necesario. Lo quiero acabado esta noche, no mañana, ¿entendido?

Se volvió hacia el oeste y contempló con su único ojo la artillería pesada imperial que bombardeaba la ciudad desde la costa sur. Otra aeronave khosiana estaba atravesando el lago en su viaje de regreso.

—Y haga algo con esas aeronaves, ¿me oye? Deberíamos estar pugnando por el control del cielo en vez de cedérselo a los khosianos para que evacuen la ciudad en perfecto orden.

—Pero nuestros pájaros todavía están siendo reparados, archigeneral.

—Me da igual, coronel. Si pueden volar, mándelos allí arriba.

Sparus estaba pidiendo algo imposible, pero no le importaba.

—Tomaremos la ciudad esta noche y atraparemos a Creed mientras evacua a sus hombres.

Un par de hombres se sonrieron al reparar en la ironía.

«Bueno —pensó Sparus—. A ver qué cara ponen los khosianos cuando les demos a probar su propia medicina.»

Un traqueteo de platos de madera arrancó a Ché de su sopor etílico.

Vio que habían dejado comida sobre una pequeña mesa de comedor, y que él y Curl estaban sentados en un cuarto en el que no había nadie más. Pegada a una pared había una cama hecha. Un par de cortinas de terciopelo ocultaban la ventana que tenían detrás, y sobre el suelo había extendida una alfombra de felpa. Pese a la limpieza evidente del cuarto, en el aire flotaba un tufillo a humedad y a moho.

Un murmullo de carcajadas llegaba a través de la puerta cerrada desde el pasillo y el salón de la taberna al final de la escalera. Ché se quedó mirando detenidamente la comida mientras el mundo giraba lentamente a su alrededor. Por un momento olvidó quién era la chica sentada junto a él. Sin embargo, tenían las piernas pegadas, y a ella eso no parecía molestarla, de modo que debía haber algo entre ambos a pesar de que era incapaz de recordar el qué. Entre los dedos de una mano sujetaba un cigarrillo humeante de hazii. Se lo llevó a los labios con las manos temblorosas, le dio una calada y notó cómo hasta la última fracción de hierba de hazii le raspaba la garganta a su paso.

—Expúlsalo, idiota —dijo la chica, quitándole el cigarrillo y con las mejillas abultadas por la comida que tenía en la boca.

Ché se había quedado embobado, con el humo en los pulmones, mirando la llama parpadeante de la vela situada en el centro de la mesa. Por fin expulsó el humo, se dejó caer contra el respaldo de la silla y se volvió a Curl.

—Qué guapa eres —dijo el diplomático.

Curl esbozó una sonrisa educada, como si hubiera oído aquellas palabras cientos de veces, y luego se concentró de nuevo en la comida.

—Deberías comer. Te irá bien.

Ché no podía pensar en comida. Sentía un dolor lacerante en el cuello, y empezó a plantearse que pudiera tratarse de algo más serio que un simple dolor de cabeza. «¿Cuánto tiempo hará que me tomé el jugo de árbol salvaje?», se preguntó de repente.

—Vienen a por mí —masculló mientras trataba de ponerse en pie, aunque las palabras salieron por su boca trituradas por su lengua entumecida.

—Vienen a por todos —oyó que replicaba Curl.

Se le resbaló la mano de la mesa y volvió a desplomarse sobre la silla. No podía sentarse recto. Se inclinó hacia delante para posar la cabeza en la superficie fría de la mesa y luego giró el cuello para apoyar la mejilla. Por la comisura del labio se le escapaba un hilo de baba.

Reparó en que todavía tenía el odre en el regazo y decidió que lo que necesitaba era más alcohol, de modo que se puso derecho con un gruñido y emprendió la ardua tarea de verterse keratch en la boca.

Antes de que pudiera tragar dio un respingo sobresaltado por el violento codazo que le asestó Curl en el costado.

Con la visión borrosa, Ché advirtió una figura delante de la mesa y otra más retrasada que estaba cerrando la puerta.

Debajo de sus finas capas iban vestidos con ropa de civil. Abrieron las capas a la altura de la cintura y sacaron unas pistolas con las que apuntaron directamente al corazón de Ché.

De repente el diplomático estaba sentado en su silla con la espalda recta.

—¿Os importa si nos sentamos? —preguntó Guan, que cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.

Su hermana hizo lo mismo, y luego examinó brevemente la comida que había sobre la mesa antes de coger un pastelito y metérselo en la boca.

Curl se había quedado paralizada. Swan clavó sus ojos oscuros en la chica.

—¿Quién es tu hermosa amiga? —preguntó con acritud.

Y Ché se preguntó cómo era posible que alguna vez hubiera encontrado atractiva a aquella mujer. No respondió. Guan lo taladraba con la mirada.

—Si yo fuera tú me sacaría de la cabeza la idea de intentar coger esa pistola —dijo el hermano de Swan—. Estoy a un pelo de apretar el gatillo.

Ché alejó la mano de la empuñadura de madera de la pistola que llevaba en el cinturón.

—Las manos sobre la mesa —ordenó Guan.

Ché soltó el odre y posó las manos a ambos lados del recipiente de piel.

—Tú también —dijo Guan dirigiéndose a la chica.

Ché tenía dificultades para que no se le difuminara la cara del diplomático, que parecía mirarlo con lascivia a la luz tenue de la vela. Las sombras convertían sus ojos en dos pozos y sus labios en un tajo irregular. Echó un vistazo fugaz a las manos de Curl sobre la mesa. Estaban temblando. Parpadeó tratando de ver con claridad el rostro de Guan.

—Bueno, di algo, ¿no? —espetó Guan—. ¿Por qué no nos explicas los motivos que te han empujado a convertirte en un traidor?

Ché se dio cuenta de que su silencio estaba alimentando la ira de Guan y frunció ligeramente la comisura de los labios con la intención de provocarlo.

Guan se volvió a su hermana. Ella se encogió de hombros, cogió otro pastelito y levantó la pistola para apuntar a la cara de Ché.

Swan se limpió los labios, engulló el último pastelito y se levantó. Enfiló hacia la puerta, todavía con la pistola desenfundada, y esperó allí. Al cabo hizo un gesto de asentimiento a su hermano.

Ché levantó entonces un dedo. Pedía un momento. Guan vaciló. Ché observó el cañón del arma a la luz trémula de la vela y se inclinó hacia Guan, frunció la boca y… sopló.

El keratch que tenía en la boca salió disparado a través de la llama, que se convirtió en una enorme bola de fuego crepitante que alcanzó al diplomático. La pistola cayó al suelo con un estruendo seco y Guan dio un brinco hacia atrás, con la ropa en llamas.

Ché volcó entonces de un empujón la mesa y la tumbó frente a él apoyada sobre el borde. Se levantó titubeante y dio un par de pasos en falso antes de recuperar el equilibrio. Enfiló hacia la ventana. El humo le provocaba arcadas. Abrió las cortinas y trató de abrir las contraventanas, pero éstas se negaban a moverse.

Swan estaba arrodillada junto a su hermano, intentando sofocar las llamas.

Ché agarró a Curl por la muñeca. La chica observaba la escena bloqueada por el pánico y forcejeó con Ché, que tiraba de ella para llevarla a la ventana, hasta que logró soltarse.

—¡Te matarán! —le espetó. Luego se dio la vuelta y embistió la ventana y las contraventanas con el hombro por delante.

La ventana no opuso tanta resistencia como Ché había previsto, y el diplomático salió volando por ella y aterrizó de espaldas sobre un montón mullido de hierbas del lago. Curl cayó encima de él, y ambos rodaron a trompicones hasta la orilla. Consiguieron detenerse justo a tiempo y se ayudaron mutuamente a levantarse. Ché hizo visera con la mano para proteger sus ojos de la luz cegadora de la mañana.

Les dispararon desde la ventana, pero no fueron capaces de determinar la dirección de la bala.

—¿Quiénes eran ésos? —inquirió Curl—. ¡No entiendo nada!

—Por aquí —dijo Ché, y salió trotando hacia la acera más cercana.

Las calles estaban desiertas de civiles. Ché y Curl corrieron con todas sus fuerzas, pero el diplomático seguía dando tumbos, como si el suelo oscilara bajo sus pies, de modo que la chica tenía que mantenerlo derecho. No pararon de correr ni cuando se quedaron sin aliento. Por un momento, Ché tuvo la impresión de que el pulso del cuello se le ralentizaba ligeramente, pero entonces se aceleró de nuevo y supo que los hermanos diplomáticos los seguían.

—¿A dónde vamos? —quiso saber Curl, ahora más enfadada que asustada.

Ché, sin embargo, no tenía respuesta. Estaba demasiado ocupado vomitando mientras corría renqueando por la acera, metiéndose un dedo hasta el fondo de la garganta para vaciar el estómago.

—¡Deberíamos buscar ayuda! —gritó Curl. La chica le rodeaba el cuello con un brazo. Sus pies eran más fiables que los de Ché—. ¡Acudir a los guardias!

—Nada de soldados —gruñó Ché, con el aliento escaldado por la bilis.

El joven diplomático siguió corriendo y condujo a la chica hasta el distrito occidental de la ciudad. Intentó cargar la pistola sin detenerse, pero no era capaz de encajar el cartucho en la recámara. Curl le arrebató el arma despotricando y la cargó echando la mirada atrás repetidamente.

—Ya vienen —dijo entre jadeos.

Ché miró atrás. Sólo veía un revoltijo nauseabundo de colores y formas. Entrecerró los ojos tratando de ver con claridad y divisó a Swan en el lado izquierdo de la calle y a Guan en el derecho, pegados a las fachadas de las casas y empuñando las pistolas. La parte superior del atuendo de Guan estaba quemada y hecha jirones. Swan señaló hacia el otro lado de la calle y Guan le respondió asintiendo con la cabeza y desapareció por una calle lateral.

Ché calculó que ya debían de estar cerca de la casa, pues aquella calle le resultaba familiar. Para evitar que Guan los flanqueara, torció a la derecha y se introdujeron en un callejón, que recorrieron a la carrera antes de volver a girar a la izquierda para retomar el rumbo hacia el oeste. Ché se dio la vuelta y apuntó con la pistola justo cuando Swan aparecía por la esquina de un edificio y rápidamente escondía la cabeza. Ché esperó apuntando con el arma, pero la diplomática no volvió a sacar la cabeza.

—¡Vamos! —dijo, y continuaron corriendo arrimados a las paredes de paja que se extendían a lo largo del lado izquierdo de la calle ocultando los jardines traseros de las casas.

Ché, todavía medio ciego, se dio otra vez la vuelta y apuntó a Swan, que se agachó y se tiró a un lado justo cuando le disparaba.

De pronto apareció un pelotón de soldados de la Guardia Roja que se volvieron al oír el disparo. Curl salió dando tumbos hacia ellos antes de que Ché pudiera detenerla, y él se acercó hasta el grupo mientras ella les hablaba y señalaba hacia sus perseguidores. Los soldados vieron a Swan y se desplegaron alrededor de Curl.

Ché tiró de la manga de la chica y le hizo un gesto con la cabeza indicándole que lo siguiera.

Reemprendieron la carrera por la calle, aunque ya no tan rápido, pues ambos estaban agotados. Ché no dejaba de mirar a un lado y al otro buscando alguna señal de Guan o de la casa.

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