Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
—¡Espera, Curl! Estás precipitándote. Tu gente ya debe haberse ido.
—Eso no lo sabes —replicó ella ya con la mano en el picaporte—. Podrían estar escondidos en la ciudadela. Al menos tengo que averiguarlo.
Ché apretó la palma de la mano contra la puerta para mantenerla cerrada.
—Si aún estuvieran defendiendo la ciudadela oiríamos disparos.
Curl no le prestó atención y tiró tozudamente del picaporte mientras Ché impedía que se abriera. Entonces se puso a insultarle. Parecía que iba a echarse a llorar.
—¡Es culpa tuya! —dijo con los dientes apretados y los puños cerrados.
—¿Culpa mía? Me atrevería a decir que si no me hubieras obligado a beber tanto me habría dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¿Yo? ¿Que yo te obligué a beber? ¿Estás…?
—¡Chsss! —exclamó Ash, que apareció bajando a saltitos la escalera y empuñando la espada.
Ché oyó de pronto el chirrido que hacía la puerta de la verja al abrirse.
Curl se lo quedó mirando alarmada.
Ché tiró en silencio de ella para llevársela a la cocina. El anciano extranjero ya tenía medio cuerpo en el otro lado de la ventana abierta. Ché empujó a Curl detrás de Ash. La muchacha todavía estaba lo suficientemente enfadada como para aporrear cargada de indignación las manos de Ché para quitárselas de encima.
El diplomático salió detrás de ellos y notó en la mano las vibraciones del marco de la ventana cuando la puerta principal de la casa se abrió de golpe.
Los tres permanecieron agachados en el jardín trasero y escucharon pisadas de botas en el interior de la casa y el sonido irregular de unos cañonazos al sur.
—Ya te lo dije —masculló Curl—. La lucha continúa en algún rincón de la ciudad.
Ché no hizo caso a la chica y cargó su pistola. Ash les hizo una indicación con la mano y luego enfiló hacia la puerta trasera. Ché y Curl lo siguieron.
Un pelotón de soldados de la infantería imperial estaba forzando la puerta de una casa situada en el extremo oeste de la calle. En medio de la acera había un carro tirado por un zel; había un soldado apoyado en él, fumando un puro. Un puñado de civiles capturados permanecían atados detrás del carro; todos ellos eran hombres jóvenes, con las cabezas caídas con resignación sobre el pecho.
Ash esperó a que el soldado mirara hacia otro lado y luego condujo a Ché y a Curl en el sentido contrario, se parapetó contra una valla y echó un vistazo a la siguiente calle, que se extendía hacia el norte. A continuación dio media vuelta y enfiló en esa dirección.
Curl no siguió al roshun; por el contrario, salió en dirección sur, hacia el fragor de la lucha.
—¡Curl! —masculló Ché, pero la chica no volvió la vista atrás, ni mucho menos se detuvo—. ¡Curl! —repitió.
Tal vez fuera por la preocupación implícita en el tono de la voz de Ché, pero Curl se volvió y les hizo un gesto con la mano para que la siguieran.
Ash se limitó a encogerse de hombros cuando el diplomático lo miró y ambos salieron detrás de la muchacha.
—Vosotros los diplomáticos sois más blandos de lo que imaginaba —comentó Ash mientras caminaba al lado de Ché.
Curl era toda una velocista, y cuando la alcanzaron, Ché volvía a sentir náuseas y Ash se había quedado sin aire. Siguieron corriendo a lo largo de una hilera de viviendas residenciales: enormes bloques de edificios de madera separados por estrechos callejones. Un pelotón de soldados imperiales cruzó a la carrera la bocacalle sin mirar en su dirección.
Cuando llegaron al final de un callejón se agazaparon en la acera y oyeron varios disparos. Un miembro de la Guardia Roja los rebasó como un rayo. Curl hizo el ademán de llamarlo, pero Ché le tapó la boca con la mano. La muchacha se la quitó de encima furiosa, y ya se disponía a insultarlo cuando un trío de soldados imperiales pasó junto a ellos persiguiendo al primero.
—Mirad —musitó Ash.
Al otro lado de la calle, a su derecha, en un pequeño grupo de árboles que rodeaba una cisterna de piedra, una figura salía sigilosamente de las sombras: un especial con el rostro tiznado. El soldado siguió con la mirada al trío de soldados imperiales, echó a correr en el sentido opuesto y pasó por delante de su posición.
En esta ocasión Ché estuvo lento.
—¡Eh! —gritó Curl antes de que el diplomático pudiera impedírselo.
El especial miró a su alrededor alarmado, pero bajó el cuchillo cuando Curl agitó la mano en su dirección y él vio la ropa de cuero de la muchacha. Entonces se dirigió corriendo hacia ellos y se puso en cuclillas al lado de Curl; parecía tranquilo mientras examinaba uno a uno a los integrantes del grupo. Tenía el cuello y las manos ennegrecidos cubiertos de sangre. Ché pensó que no debía de ser suya.
El especial sobre todo prestó una atención al anciano extranjero de tierras remotas.
—Buenos días —dijo Ash, acompañando sus palabras con una leve inclinación de la cabeza.
El especial sacudió la cabeza a modo de respuesta.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Curl de sopetón—. ¿Cómo es posible que la ciudad haya caído tan rápido?
El especial echó un nuevo vistazo a Ché y a Ash antes de contestar a Curl.
—No te preguntaré por qué no lo sabes.
Curl se lo quedó mirando con el ceño fruncido.
—Terminaron el puente anoche —explicó el especial—, mientras todavía estábamos evacuando a la gente. También enviaron comandos que cruzaron desde la otra orilla a nado.
—¿Cuántos se han marchado ya?
—¿Del ejército? La mayoría. También Creed. Tengo la sensación de que los únicos que continuamos en la ciudad somos los que hemos quedado atrapados aquí, en el suroeste.
—¿Hay algún plan para salir? —preguntó Ché.
El especial se inclinó para escupir en la acera y luego lo miró con los ojos entornados.
—Nos llegó un mensaje cuando perdimos las posiciones de tiro en el sur. Se intentará una operación de rescate esta noche. A medianoche. Con aeronaves.
—¿Desde dónde?
—Hay un puerto en el extremo suroeste de la isla. Se nos ha dicho que nos reunamos en la azotea de uno de los almacenes. Allí es adonde estoy intentando llegar.
—¿A plena luz del día? —preguntó Ash con su serenidad habitual.
—Creo que si voy con cuidado lo conseguiré. ¿Tenéis agua?
Ché le pasó su cantimplora.
—Gracias —dijo el especial, secándose los labios. Hizo un gesto de despedida con la cabeza antes de añadir—: Os deseo buena suerte.
Devolvió la cantimplora a Ché. Echó un vistazo a la calle y, sin añadir más, salió corriendo por ella.
Curl se levantó con la intención de salir detrás de él, pero Ché la agarró de la muñeca y la retuvo.
—Ya le has oído —dijo la muchacha—. Tenemos que llegar al puerto.
—¿Crees que juntos lo conseguiremos a plena luz del día sin ser vistos? —dijo Ash, poniendo un poco de sentido común en el hacer impetuoso de Curl—. Ha dicho que la operación se realizará a medianoche. Tendremos más probabilidades de lograrlo si esperamos a que anochezca.
—Tiene razón —dijo Ché.
Curl dejó de forcejear con la mano que le aferraba la muñeca. Ché se la soltó.
—¿Quién diablos es usted? —soltó Curl de pronto dirigiéndose a Ash.
Al no recibir respuesta del roshun, la muchacha se volvió a Ché.
—Es una larga historia —respondió el joven diplomático—. Ahora debemos ponernos en marcha.
Ash asomó la cabeza por la puerta de un edifico de viviendas y echó una ojeada dentro. Curl y Ché llegaron corriendo hasta él.
Entraron y enfilaron por una escalera hasta la tercera y última planta. Ash se introdujo entonces en un apartamento diminuto por el hueco de una puerta abierta. Examinó el techo de cada una de las tres pequeñas estancias mientras sus compañeros esperaban en el pasillo haciendo guardia. El anciano extranjero de tierras remotas regresó junto a ellos y recorrió a trancos el pasillo sin dejar de inspeccionar el techo.
Finalmente, se detuvo al lado de una ventana y la abrió; echó un vistazo fuera y se encaramó de un salto al alféizar. Bajo la mirada atenta de los chicos, Ash dio otro salto para agarrarse al alero del tejado y trató de impulsarse para subir, pero empezó a resoplar sin lograr su objetivo.
—Echadme una mano —dijo con su cuerpo oscilando en el aire delante de la ventana.
Ché se ciñó la pistola al cinturón y le ofreció las manos entrelazadas a modo de estribo. Ash soltó un gruñido y se encaramó al tejado.
—Ahora tú —dijo Ché dirigiéndose a Curl, y la ayudó a subir antes de hacerlo él mismo.
Una vez sobre la superficie inclinada del tejado, Ash se dedicó a arrancar tejas de madera y a amontonarlas en un lado mientras Ché examinaba las calles que rodeaban el edificio.
Cuando el diplomático se volvió hacia Ash, éste había desaparecido y en su lugar había un agujero en el tejado. Ché se agachó para asomarse por el hueco y descubrió que debajo del alero había un espacio oscuro que parecía un pequeño desván. Dejó caer la mochila en las manos de Ash y ayudó a bajar a Curl antes de descender él. Apoyó con mucho cuidado un pie en una de las vigas de madera que cruzaban por encima los techos de yeso, entre las planchas de paja vieja prensada que rellenaba los amplios espacios intermedios.
Ché se presionó la nariz para sofocar un estornudo.
—Nada de trampillas en los techos. Ningún acceso… Me gusta su forma de pensar, Ash.
—Pásame las tejas —dijo el viejo roshun.
Ash fue colocando las tejas sobre dos vigas, de modo que tuvieran un lugar donde sentarse.
Permanecieron sentados en silencio mientras las briznas de paja bailoteaban en el aire a la luz brillante del día. Se repartieron a partes iguales el agua que les quedaba. Ninguno llevaba nada para comer.
Ché apoyó la cabeza sobre las manos y se compadeció de sí mismo. La resaca iba a peor, si es que eso era posible. Se sentía como si fuera a morirse.
—Si todavía tiene intención de matarme, abuelo, le aconsejo que aproveche ahora la oportunidad.
Ché recibió con sorpresa la sonrisa que el extranjero de tierras remotas le ofreció como respuesta.
—¿Qué bebiste? ¿keratch?
Ché asintió con la cabeza.
—Me obligaron.
—Eras tú el que no paraba de pedir más —espetó Curl.
Ash chasqueó la lengua como si estuviera reprendiendo a un par de chiquillos.
—Me dijeron una vez que en khosiano antiguo
keratch
significa “fuerte dolor de cabeza”.
—Sí —repuso Ché—. Es muy posible que sea cierto.
Ash escrutó a Curl bajo los haces de luz.
—Pareces un poco joven para esto.
—Tengo diecisiete años —respondió resueltamente la muchacha—. Es edad suficiente para casi todo, ¿no le parece?
Ash parecía de acuerdo con su afirmación.
—Bueno, Curl. Me llamo Ash.
El extranjero tendió la mano hacia la chica, que se la estrechó tímidamente.
Ash se puso en pie y asomó la cabeza por el hueco en el techo, con los brazos apoyados sobre el borde. Debajo, Ché hurgó en su mochila hasta que dio con su cepillo de dientes, vertió encima de él lo que le quedaba del agua que le correspondía y se cepilló los dientes en la penumbra.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó a la muchacha mientras se lavaba los dientes con la esperanza de derribar el muro que Curl había levantado entre ambos.
—Me vendría bien que me dejaras el cepillo cuando acabes.
—Si no te importa compartirlo… —repuso el diplomático. Se volvió a Ash—. ¿Algo interesante ahí fuera, abuelo?
Ash no respondió. Parecía concentrado en algo que veía en la distancia.
Ché escupió y ofreció el cepillo a Curl. Luego se acercó renqueante a Ash y sacó la cabeza. Siguió la línea de la mirada del roshun a través de las columnas de humo y llegó hasta la ciudadela que se erguía en el centro.
—Dime qué ves —le pidió Ash.
—Una bandera ondeando de la ciudadela.
—¿Qué clase de bandera?
Ché entornó los ojos. Era un día luminoso; el cielo azul resplandecía en lo alto. El diplomático no daba crédito a sus ojos.
—Creía que me habías dicho que estaba muerta —dijo Ash con sequedad.
Ché echó un vistazo abajo para comprobar si Curl estaba escuchándoles. Se mordió el labio y afirmó los pies en las vigas mientras reflexionaba un momento.
—Podría tratarse de algún tipo de artimaña —respondió en voz baja—. Quizá quieren retrasar el anuncio de su fallecimiento. O tal vez está agonizando.
Ché meneó la cabeza.
El roshun gruñó entre dientes, con la mirada fija en la bandera —un cuervo negro estampado sobre fondo blanco— que flameaba desafiante en lo alto de la lejana ciudadela.
Prisioneros de guerra
El pozo tenía una profundidad de tres metros y estaba tapado con una trampilla de barrotes de madera. Desde el fondo mugriento del agujero, el cielo se veía como un círculo brillante surcado de tanto en tanto por algún ave arrastrada por un viento que a ellos no les rozaba. Los hombres contemplaban aquel círculo azul con el cuello estirado. No tenían otra cosa que mirar allí abajo salvo a los compañeros y sus cuerpos destrozados, y eso sólo servía para recordarles dónde se encontraban y el grado de su tormento.
Llevaban tres días en cautividad. Todos iban vestidos con sucios trajes de una pieza delicadamente confeccionados en algodón y que contaban con unos faldones con botones que podían desabrocharse cuando necesitaban aliviarse. Estaban atados de pies y manos y todos exhibían moratones y cortes y sufrían heridas internas.
Toro acababa de escupir al suelo el agua de la boca y se había quedado mirando la muela picada que se había arrancado.
—Ten —dijo, y entregó el odre con agua a su viejo camarada de armas.
Bahn tardó en reaccionar. Tenía la mirada perdida clavada en la pared de tierra opuesta. Su rostro estaba cubierto de mugre salvo en los ojos rojos y en la hinchazón amoratada que tenía en la mejilla, donde había recibido un tajo que se le había inflamado. Tenía una mano apoyada sobre una pierna extendida y temblaba terriblemente. Con la otra mano se apretaba el estómago quejumbroso. Todos estaban desnutridos y hambrientos.
Se había quejado de que no oía por el oído derecho, así que Toro le dio un empujoncito y Bahn giró la cabeza lentamente, miró el odre antes de levantar los ojos hacia su camarada y volver a clavarlos en la pared.