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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (62 page)

—¡Hermes! —gritó aporreando la puerta.

Unos instantes después oyó caminar a alguien arrastrando los pies y luego abrir unos pestillos. La puerta se entreabrió y el agente Hermes asomó la cabeza y lo miró a través de unos gruesos anteojos.

—¡Ash! —exclamó el diminuto hombre abriendo completamente los ojos con gesto de sorpresa—. ¡Viejo perro! ¿De verdad eres tú?

Hermes abrió un poco más la puerta y lo invitó a entrar.

—Lo que queda de mí —respondió Ash.

El roshun entró en el espacio penumbroso y polvoriento de una habitación con un puñado de sillas dispuestas a lo largo de las paredes, de las que colgaban unos cuantos dibujos de la bahía. De las habitaciones vecinas llegaba el graznido estridente de unos pájaros.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tienes cerrada la sede?

El hombre lo miró como si acabara de recibir una bofetada, con las mejillas redondeadas encendidas y con los ojos entornados y humedecidos detrás de los vidrios de las gafas. Se aclaró la garganta y se apartó un mechón de pelo rizado de la frente.

—¿Estás diciéndome… que no lo sabes?

—¿Que no sé el qué?

Hermes se retorció las manos compungido. A Ash no le gustaba un pelo la mirada que le dirigía, como si estuviera contemplado el fantasma de un hombre muerto a quien todavía no le han dicho que lo está.

—Ven —dijo Hermes con delicadeza—, y cogió a Ash del brazo y lo condujo hacia una puerta que había en el interior de la habitación—. Será mejor que te sientes. Vayamos a sentarnos junto al fuego, ¿te parece bien?

A Hermes le gustaban más los pájaros que la gente, y todas las habitaciones de la casa parecían repletas de jaulas con criaturas que graznaban y batían las alas. Ash estornudó más de una vez mientras escuchaba el relato del agente, agarrándose cada vez con más fuerza a los brazos del sillón según progresaba su narración. Hermes estaba sentado enfrente de él, en el sillón que había mandado construir expresamente para su cuerpo diminuto, bañado por la luz del fuego. A pesar del calor, Ash estaba helado hasta los huesos.

No daba crédito a lo que escuchaba.

—Al principio no sabía muy bien qué estaba ocurriendo —dijo el agente—. Estaba esperando una remesa de sellos nuevos, pero nunca llegaron. Nada de sellos, nada de aves mensajeras, nada de cartas… Transcurrido un tiempo, yo mismo envié una misiva a Cheem a través de uno de los contrabandistas con los que trabajamos habitualmente. Sin embargo, seguía sin tener noticias de Sato. Entonces empecé a preocuparme de verdad.

Hizo una pausa para quitarse las gafas y enjugarse los ojos.

«Todo ha desaparecido —dijo para sus adentros Ash—.Todo.»

—La semana pasada por fin recibí una carta. Me la enviaba Baracha. Me pidió que cerrara la sede hasta nueva orden. En su escrito me explicaba que Sato había sufrido el ataque de las tropas imperiales, que lo habían quemado, que habían matado a cuanto ser viviente habían encontrado. Al parecer él no estaba allí cuando ocurrió, y al regresar se encontró todo en ruinas. Eso ponía exactamente en la carta, Ash. Esas mismas palabras utilizó: «en ruinas».

—¿Encontraron algún superviviente? —se oyó preguntar Ash con una voz distante, increíblemente tranquila.

—No me decía nada en la carta al respecto. Pero no lo creo. Osho, sin embargo… decía que Osho había muerto durante la lucha.

Ash cerró los ojos mientas los pájaros chillaban y brincaban en sus jaulas.

«Ché —pensó—. Utilizaron sus conocimientos para encontrarnos.»

Durante una eternidad no pudo moverse; ni tan siquiera hablar.

Capítulo 45

Ciudad Pantoque

El bosque era un mundo dentro del mundo, le había gustado decir a su madre contrarè.

Mientras se internaba por la línea de árboles que marcaban su inicio, chorreando tras vadear el río y con la ropa colgándole del cuerpo convertida en jirones, advirtió que el aire era diferente, al igual que los olores que llegaban hasta su nariz; también vio cómo la luz que se filtraba por entre las altas copas de los árboles, y comprendió que la afirmación de su madre era cierta.

Continuó avanzando hacia las profundidades del bosque de la Racha de Viento hasta que sus piernas dijeron basta. Se desplomó sobre el suelo mullido, cubierto de hojas secas y de tierra, y se sumió en un sueño profundo y sin imágenes.

Cuando despertó, Toro sabía que no podría dar otro paso sin antes recuperar las fuerzas. Montó un campamento no muy lejos de los regueros que escapaban de un arroyo ancho y poco profundo; encendió una hoguera con ramas húmedas que despedían una gran humareda y acercó hasta ella un tronco enorme para sentarse. Comió bayas y lo que pudo pescar con una rama cuya punta afiló; incluso se arriesgó con las setas que resultaban familiares a sus ojos de hombre de ciudad. También había en abundancia frutos secos de todo tipo, aunque no le sentaban bien si los comía en exceso.

Cuando se quedaba dormido esas primeras noches sobre la alfombra mullida de musgo, con las estrellas titilando entre las hojas encima de su cabeza y rodeado por los árboles que se erguían como las paredes de una casa, se daba cuenta de que el mundo que había fuera del bosque estaba difuminándose en su memoria y que los problemas y los conflictos que lo asolaban estaban dejando de ser los suyos. Por fin había hallado la paz consigo mismo en aquel lugar silencioso y solitario del pueblo de su madre. Deseaba no abandonarlo nunca.

La mañana del cuarto día de su convalecencia, Toro se despertó con una punzada de dolor en el costado. Se incorporó y se encontró rodeado por un grupo de hombres contrarès que lo miraban boquiabiertos. Toro juzgó que eran guerreros por las pinturas que les cubrían los rostros en franjas verdes y negras de oreja a oreja y las plumas de cuervo que adornaban sus largas melenas negras.


¡Chushon! ¡Tekanari!
—espetó uno de ellos atizándole de nuevo con su lanza.

El guerrero parecía el más joven del grupo.

Toro agarró el asta de la lanza y se la arrancó de las manos.

En un abrir y cerrar de ojos tuvo una docena de puntas de lanza apretadas contra el cuerpo.

—¡Vale! ¡Vale! —exclamó Toro levantando una mano, y dejó caer la lanza de vuelta sobre la mano del guerrero azorado.

—Tranquilos… Soy un de los vuestros, ¿veis?

Toro se señaló la cara como si su afirmación fuera obvia.

Los guerreros lanzaron una mirada al más joven. Toro se daba cuenta de que querían matarlo allí mismo.

El guerrero joven, sin embargo, plantó con movimientos ágiles la punta de la lanza en la tierra, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se agachó frente a él. Le sujetó el rostro precavidamente con ambas manos y lo movió a un lado y al otro. Examinó la forma afilada de sus pómulos y el tono moreno de su tez. Miró detenidamente los cuernos tatuados en sus sienes e hizo un gesto de conformidad con la cabeza.

—En ese caso, bienvenido a casa, hermano de las tribus —dijo el joven guerrero en una rudimentaria lengua franca, y lo ayudó a levantarse.

Ash deambulaba perdido y sin rumbo bajo la lluvia. Estaba desolado, y se abandonó a la sensación que le producían los duros adoquines redondeados en las suelas de las botas. Ellos lo llevarían dondequiera que fueran.

Hermes le había ofrecido un cuarto donde podía quedarse el tiempo que necesitara. Ash, todavía aturdido, se lo había agradecido, pero había rechazado la invitación y dejado al agente en la puerta principal con sus pájaros chillando dentro.

«No sé qué hacer ahora, Ash. Entonces, ¿se ha acabado todo? ¿Ya está?»

Ash se había despedido con un simple gesto silencioso con la mano.

No se había dado cuenta de que estaba caminando hacia el sur, en dirección al Escudo, hasta que advirtió el olor a pescado, a algas y a salitre y levantó la mirada bajo el ala de su sombrero, de la que caían regueros de agua. Delante vio el mar Sargassi y las aguas más tranquilas del puerto oriental. Las incontables embarcaciones que se refugiaban en él cabeceaban y se mecían al ritmo del suave oleaje, mientras las gaviotas surcaban el cielo lluvioso de un lado a otro, chillando con desesperación y hambrientas. A lo largo del muelle había hombres sentados sobre taburetes, armados con cañas de pescar y cubiertos con ponchos con capucha para protegerse de las inclemencias del tiempo. Sus figuras rezumaban tranquilidad y paciencia mientras masticaban hojas de grindelia o fumaban en pipas de arcilla.

Ash pensó que parecían las personas más satisfechas del mundo.

Desde allí se veía el Escudo sobre la confusión de Todos los Necios. El istmo de Lans sobre el que se erguía se extendía por el mar hasta desaparecer en una oscuridad mate. Poco podía ver Ash de la lucha que estaba librándose allí; únicamente columnas de humo que se elevaban desde la muralla más externa y el fulgor esporádico de las llamas. La escena se desarrollaba en silencio, pues la brisa marina arrastraba el fragor de la batalla hacia otras partes de la ciudad.

Un poco más adelante, Ash llegó a un cruce concurrido dominado por las tabernas y los almacenes de los comerciantes. El cruce era el centro de un mercado callejero. Lujosos carruajes trataban de abrirse paso entre la multitud, que en su mayor parte estaba compuesta por vendedores ambulantes, prostitutas descaradas y alguna que otra pandilla de golfillos vagabundos. Una colina se levantaba abruptamente delante de él, con barrios residenciales y altas mansiones de mármol revestidas con coronadas con piezas puntiagudas; sin duda un enclave de los Michinè y de la gente común rica. Allí arriba se encontraba, según recordó Ash, el Congreso del Consejo.

El roshun encontró poco sentido en seguir en esa dirección, de modo que continuó por el paseo marítimo y la carretera, que hacía un meandro internándose en el mar bordeando la base de la colina. Tras una sucesión de tabernas bulliciosas y hosterías, la carretera finalmente se estrechaba, con la colina y sus acantilados de piedra caliza a la izquierda.

Allí la costa era una angosta franja de piedra azotada por el viento entre los acantilados y el mar. Se habían construido chabolas entre las charcas de agua salobre, que resplandecían acribilladas por la lluvia. Ash deambuló entre las casuchas eludiendo algún que otro cangrejo o montón de algas. Las endebles casas estaban apuntaladas con piedras planas y muchas de ellas estaban interconectadas con tablas de madera.

Había oído hablar de ese distrito durante sus viajes previos a la ciudad, si bien nunca lo había visitado, el Bajío, lo llamaba la gente, debido a que la marea lo anegaba en momentos de fuertes temporales. Se decía que era el distrito más pobre de Bar-Khos, el lugar adonde la gente iba a parar cuando ya no podía caer más bajo. Muchos marineros sin blanca acudían allí y aguardaban la noticia de que una nave estaba contratando gente. Ellos tenían su propio nombre para el lugar. Lo llamaban Ciudad Pantoque.

Una sonrisa amarga asomó a los labios de Ash, asombrado por las ironías de su vida.

La zona apestaba a aguas residuales y pescado podrido. Ash enfiló por las rocas y corrió el riesgo de estirar el cuello para tratar de ver la cima del acantilado. Las aves marinas trazaban círculos en el cielo empujadas por las corrientes de aire más allá de las mansiones Michinè, donde los huertos se extendían por unos salientes de las paredes de piedra caliza. Allí arriba habían vivido reyes. Durante un milenio habían vivido en el Palacio Pálido, junto con sus familias y sus cortes, desde donde habían gobernado toda Khos.

El talón de Ash resbaló al pisar algo, pero el roshun reaccionó a tiempo para no caer. Bajó la mirada y vio una manzana ácida, aplastada y de color marrón, que había caído de uno de los árboles de los huertos que sobresalían del acantilado. Una racha de viento empujó la lluvia contra su rostro. Estaba temblando.

Enfiló hacia la pared del acantilado, donde la orilla rocosa se elevaba abruptamente y las chabolas se apiñaban dejando entre sí menos espacio aún que las casuchas de abajo. Los caminos de guijarros serpenteaban entre las viviendas minúsculas y castigadas por la severidad de los elementos, apoyadas unas contra otras y aferradas a las pendientes del acantilado. En el acantilado en sí, en las depresiones de la pared calcárea, se habían construido estructuras que a simple vista parecían imposibles. Encima de ellos se habían excavado cuevas que estaban conectadas con escaleras y castilletes que se mecían con el viento.

Recorrió, poniendo mucho cuidado en dónde pisaba, un sendero con continuas subidas y bajadas que discurría entre las chabolas y alguna que otra estructura de dos plantas. Había mujeres tendiendo la ropa debajo de unos rudimentarios toldos de lona, con los hombros y la cabeza cubiertos con pañuelos y los rostros enrojecidos por el viento. En el interior de las viviendas lloraban bebés. Los niños perseguían perros o saltaban al ritmo de canciones o luchaban con odres llenos de agua en lo alto de las pendientes. Ash se fijó en que parecía haber menos hombres que mujeres.

Estaba volviéndole el dolor de cabeza a pesar de las hojas que seguía mascando. En sus ojos flotaba una especie de neblina, y Ash los cerró los para tratar de aclararse la visión. Se metió más hojas de stevia en la boca y permaneció donde estaba hasta que empezó a ver con algo más de claridad, aunque el dolor no lo abandonaba y sentía punzadas en la frente al ritmo de su corazón. Empezó a sentir náuseas.

Detuvo a un vecino del poblado —un anciano famélico y con el pelo cano que llevaba un paraguas de paja— y le preguntó dónde podía encontrar una habitación y un plato de comida. El hombre se lo quedó mirando con curiosidad, pero lo ayudó, y Ash continuó ascendiendo por el sendero siguiendo sus indicaciones.

La Atalaya era un establecimiento destartalado erigido sobre un saliente llano en la pared del acantilado. Encima de la puerta y zarandeado por el viento, crujía el letrero, tan viejo y decrépito como el resto del edificio alargado y estrecho. La imagen descascarillada que tenía pintada mostraba una rata aterrorizada con la cola entre los dientes y tumbada sobre un barril que flotaba a la deriva en el mar.

La chimenea principal de la taberna despedía humo, y del interior del local llegaba el sonido de risas.

Ash empujó la puerta y apareció en el bar. La racha de lluvia que lo siguió cuando entró provocó que la llama de la lámpara que iluminaba el espacio penumbroso y lleno de humo se inclinara hacia la pared. Un par de cabezas se volvieron para evaluar al recién llegado.

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