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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (57 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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El palo de madera atravesó la garganta de Swan con un crujido de dientes y de huesos. La diplomática sufrió un espasmo, como si fuera la reacción retardada a un susto, y luego quedó tendida en el suelo, absolutamente inmóvil.

Una suave ráfaga de aire escapó de sus pulmones cuando su cuerpo se desinfló.

Ché tomó aire resollando y se dejó caer a un lado. Permaneció un rato quieto; las pocas fuerzas que le quedaban parecían abandonarse y su cabeza no era capaz de albergar pensamientos ni razonar.

Cuando reunió las fuerzas necesarias para levantarse estaba temblequeando. Miró al par de diplomáticos. Swan yacía despatarrada con la cabeza pegada a la de su hermano; los cuerpos de ambos estaban tendidos en sentidos opuestos. Parecían dos amantes besándose.

—¡Aquí estoy! —les espetó Ché palmeándose fuerte el pecho.

Ash ultimó los preparativos oculto en la penumbra de un canal secundario mientras oía el ruido distante de jolgorio. Observó las altas mansiones de la otra orilla del canal, por cuyas ventanas iluminadas aparecían y desaparecían las figuras de los sacerdotes que se habían apropiado de las suites abandonadas. El peñón de la ciudadela sobresalía de los tejados de las elegantes viviendas alto en el cielo. La bandera de Sasheen todavía ondeaba sobre él.

Se abrió una ventana y una mujer arrojó al agua el contenido de un orinal. Alguien estaba cantando en la habitación. Ash se mantuvo inmóvil, confiado en que la oscuridad lo ocultaba, hasta que la mujer cerró la ventana y la canción se cortó en mitad del estribillo.

Ash se desnudó rápidamente y apiló la ropa perfectamente doblada junto a sus armas. Junto a ellas había un barrilete de pólvora: una mina que había afanado de un carro manniano con municiones.

Las caricias del aire frío le pusieron la piel de gallina y se frotó los brazos y las piernas para entrar en calor. Su aliento era visible bajo el haz de luz que las farolas lanzaban sobre la superficie negra del canal.

En aquel tramo se habían arrancado las hierbas del lago para hacer verticales las paredes del canal, afirmadas por unos pilotes de madera. Ash se sentó el borde del entarimado y se metió lentamente en el agua tibia. Se solazó en la sensación agradable que le produjo la relajación de los músculos y el contacto del agua con las abrasiones en su piel. Y así permaneció un rato, en un estado casi de delirio provocado por la sensación de alivio. Bajo sus pies, en las profundidades del agua cristalina, vislumbró el destello lejano de luces. Mientras observaba su fulgor entre los dedos de los pies batía las piernas para no hundirse.

Cuando se sintió preparado, se levantó, cogió la mina y la tiró al agua, donde cayó con gran estrépito. Sacudió la cabeza y comprobó la mecha que colgaba de un orificio del barrilete que cabeceaba en el canal. La mecha se extendía flotando por la superficie y llegaba hasta la plataforma, donde estaba atada a su peto de armadura de acólito y luego a una pesada bobina —con el resto de la mecha enrollada— fijada al entarimado con un cuchillo.

Tiró de la mecha hasta que la armadura se zambulló con otra estrepitosa explosión de agua. El peto se hundió de inmediato y enseguida arrastró la mina hacia el fondo. Ash se ató la mecha a la muñeca mientras tomaba breves y rápidas bocanadas de aire. Entonces notó en la mano el tirón de la mecha y se sumergió dejándose llevar hacia las profundidades, mientras la bobina fija en la superficie iba soltando mecha.

A pesar de que le escocían los ojos, Ash parpadeaba y se obligaba a mantenerlos abiertos. Sintió una opresión en el pecho a medida que se sumergía en dirección al peñón. Más abajo, la luz salía de las ventanas de gruesos vidrios cavadas en las paredes inclinadas de la roca sobre la que se levantaba la ciudadela. Ash nadó para dirigirse hacia ellas según descendía, tirando de la mecha tanto como la mecha lo hacia de él. Sabía que tenía una oportunidad que no podía desaprovechar.

Espantó un banco de peces a su paso y entonces notó por fin que el peso dejaba de tirarle de la muñeca al posarse la armadura en el alféizar de una ventana. La mina giraba lentamente cerca del cristal. Ash se desenrolló la mecha de la muñeca y descendió un poco más. Echó un vistazo dentro y vio una cámara profusamente iluminada con sofás y candelabros, un sacerdote hablando con otro y un par de acólitos apostados en una puerta.

Ash empleó toda su maña para apartar la armadura y la mina atada a ella y reducir así las probabilidades de que fueran descubiertas.

Ahora sentía que su pecho iba a reventar. Aleteó con las piernas para regresar a la superficie. Los ojos le hacían chiribitas. El ascenso era más lento, y recordó el pánico que había sentido durante el hundimiento de la nave; la presión de toda el agua del mundo empujándolo hacia el fondo.

Cuando emergió a la superficie sacudió piernas y brazos para mantenerse a flote, jadeando y con la sensación de que sus pulmones todavía no se habían recuperado del todo. El ruido de la ciudad regresó a sus oídos taponados. Miró a su alrededor y respiró aliviado al comprobar que la calle seguía desierta.

Trató en vano de salir del agua. Le resultaba imposible. Era incapaz de aspirar el aire suficiente para recuperar las fuerzas, así que permaneció en el canal hasta que su respiración se calmó, y volvió a intentarlo. Rodó por la plataforma resollando. Se sentó con los brazos apoyados en las rodillas y dejó que la cabeza le colgara entre ellos. Observó ensimismado los charcos que formaba a su alrededor el agua que chorreaba de su cuerpo.

Un hombre maldijo a no excesiva distancia de él y Ash vislumbró unas figuras en el lado penumbroso de la calle; alguien estaba aliviando la vejiga mientras sus compañeros esperaban inmersos en una charla de borrachos.

Ash se volvió hacia el tramo de mecha suspendido sobre el agua. Sólo tenía que cortarla, tirarla al agua y salir corriendo.

De pronto el cuchillo con la punta hundida en el entarimado atrapó su atención; tenía la hoja oscurecida por la sangre del sacerdote que había matado hacía una hora.

¿Cuánta gente había matado ya para cumplir su venganza?, se preguntó con un sobresalto.

Le resultaba imposible recordarlo. Había perdido la cuenta en algún momento durante el transcurso de su misión. Había convertido a sus víctimas en poco más que gente sin rostro y sin valor. Los dos civiles a los que había pegado durante la batalla simplemente para quitárselos de encima ahora sólo eran una imagen borrosa unida al crujido de una rótula en su memoria.

Había ido demasiado lejos. Su venganza lo había hecho escalar hasta una elevada cumbre recortada en un cielo enrarecido. Por el camino había renunciado a la orden Roshun: el único hogar que le quedaba, el único modo de vida donde su ira había permanecido controlada por el código y por las virtudes de su propia personalidad.

Se sentía como si durante todo ese tiempo hubiera estado escalando sin detenerse para echar un vistazo atrás; y ahora, cuando se volvía para observar lo que iba dejando a su espalda, sólo veía cadáveres amontonados a lo largo del camino empinado que había estado siguiendo. Había pasado de largo junto a todos ellos: Nico, con su risa juvenil y una madre que sentía un amor visceral por él; y un poco más allá de su aprendiz, casi en el lejano comienzo del camino, su hijo Lin, cantando a voz en grito con otros escuderos; y muy cerca de él, una granja con las paredes encaladas bañadas por el sol, donde su esposa aguardaba a un marido y a un hijo que nunca regresarán.

Ya casi había coronado la cumbre. Lo único que tenía que hacer era cortar la mecha.

Sasheen merecía morir. Todos los de su calaña merecían morir.

Ash alargó los dedos temblorosos hacia el cuchillo y lo extrajo del suelo de la plataforma.

Cuando Sasheen despertó, lo primero que vio fue que Lucian estaba mirándola fijamente. Y durante un momento fugaz pensó que volvían a ser amantes, con sus cuerpos rodeados por los brazos del otro.

Pero entonces se dio cuenta de que Lucian sólo era una cabeza cercenada apoyada sobre la mesita de noche. Recordó el modo en el que la había traicionado y la coraza de su corazón se derrumbó.

—Sabes que nunca quise esto, ¿verdad?

Los labios de Lucian se separaron y un reguero de Leche Real resbaló por su barbilla. Sin embargo no dijo nada; se limitó a mirarla.

—Ni siquiera quise jamás ser matriarca. Era el deseo de mi madre, no el mío.

—Lo sé —eructó Lucian. Sus ojos desbordaban odio.

¿Cómo hacerle entender? El dolor que le había causado, la pérdida de la fe en la persona en la que creía que por fin podía confiar. Sasheen lo había amado como no había amado a nadie más.

—Me muero, Lucian —dijo.

Él pareció complacido por la noticia, pues sonrió.

Incluso en esas condiciones tenía la capacidad de herirla.

—¿Recuerdas los días que pasamos en Brulé?

—No.

—Claro que los recuerdas. No parabas de hablar de ellos. Decías que teníamos que retirarnos allí. Cultivar olivos como simples campesinos.

—Yo. Era. Un. Imbécil.

—No eras ningún imbécil, Lucian. Ésa era una de las cosas que más me atraían de ti. —Y añadió con añoranza—: Tú y yo hacíamos una buena pareja.

Sasheen pensaba en ese momento cómo podría haber sido su vida si hubiera encontrado el valor para oponerse a los deseos de su madre, para renunciar a su posición como matriarca, para vivir una vida sencilla junto al hombre que amaba. ¿Qué había sacado ella de todo aquello? Sólo una muerte solitaria en las entrañas húmedas de una roca; cuatro líneas en la historia de Mann.

—Ojalá… Ojalá… —Cerró los ojos y se notó las mejillas húmedas, y una opresión en el pecho, como si todo el horrible mundo se apoyará sobre él.

Hizo un sobreesfuerzo para respirar, resollando fatigosamente hasta que el sudor le perló la piel. Entornó los ojos jadeando para ver con claridad a Lucian. Detrás de él, al otro lado del cristal de la ventana, las aguas del lago eran un abismo negro aguardando para engullirla.

—¿Qué hago? —se preguntó jadeando—. No sé qué hacer.

La mirada de Lucian poseía toda la fuerza de un golpe letal.

—Muérete.

Una bengala iluminó repentinamente el cielo nocturno sobre la cabeza de Ash, cuyos ojos se movieron por voluntad propia atraídos por el suelo bañado de luz.

Ash vio que su cuerpo acababa en una sombra que partía desde la base de sus pies. Vaciló.

Durante unos segundos que parecieron una eternidad continuó con la mirada fija en el cuchillo y en la mecha que sujetaba en sus manos temblorosas. «Un tipo raro», oyó en su cabeza. Nico había dicho eso mismo refiriéndose al Vidente roshun.

¿Por qué ahora le venía a la cabeza ese comentario?

El Vidente les había leído los tallos de carrizo antes de que partieran para cumplir la
vendetta
en Q’os. Había hablado del contratiempo inesperado que lo aguardaba y de los caminos que se le presentarían después.

«Después de ese contratiempo se presentarán ante vosotros dos caminos. Si seguís uno de ellos, fracasaréis en vuestro cometido, aunque con el honor intacto y todavía con un futuro por delante lleno de oportunidades… Si tomáis el otro, saldréis victoriosos, pero invadidos por la abyección y con un futuro aciago.»

«Invadido por la abyección —se repitió Ash—.Y con un futuro aciago.»

Cerró los párpados. Le escocían los ojos por las lágrimas. Dejó caer la mano y el cuchillo rebotó en el suelo.

La luz de la bengala se atenuó y la sombra desapareció.

Capítulo 39

Punto de encuentro

Curl aguardaba en la azotea del almacén mientras los hombres trepaban por la escalera de cuerda hasta la aeronave, que mostraba serios daños en su casco chamuscado y unas jarcias deshilachadas. Otra nave ya remontaba el vuelo lentamente con la cubierta atestada de soldados, trazando una curva abierta para enfilar hacia el sur.

Era el segundo viaje que realizaban las aeronaves desde que había llegado ella. Los Chaquetas Grises y los arqueros mantenían el orden en los bordes de la azotea y abatían a todas las unidades imperiales que se acercaban a la posición. Al puerto seguían llegando más fuerzas enemigas. Era evidente que sería el último viaje antes de que el edificio fuera invadido por los mannianos.

—¿A quién esperas? —le preguntó un voluntario pasando a su lado, un hombre tan demacrado que lo mismo podía tener veinte como cuarenta años.

—¡A un amigo! —gritó para que se le oyera por encima de los disparos.

—Muchacha, tenemos que irnos ya… no podemos esperar más.

El soldado intentó empujarla hacia la nave.

—¡Déjeme! —le espetó a la cara, soltándose de él.

El soldado la miró atónito unos segundos. Pero entonces se dio por vencido y corrió hacia la nave.

Curl escudriñó el cielo y no vio rastro alguno de naves enemigas. Se acercó un poco más al borde de la azotea para echar un vistazo a las calles de los alrededores, al puerto y a los soldados imperiales cada vez más próximos. Todavía seguía el goteo de tropas khosianas que llegaban al almacén, muchas a la carrera, otras agrupadas en pelotones que se batían en retirada.

«¿Dónde estás, idiota?»

Curl no sabía cómo encajar en su vida a aquel hombre. Lo acababa de conocer, sí, pero había tocado todas las teclas correctas con ella. El sexo con él había sido memorable durante las largas horas que habían pasado juntos, despreocupado y travieso cuando no de una pasión desenfrenada. Aparte de eso, ¿quién era?

Era un misterio; y presentía que peligroso.

Curl tenía muy presentes las dos veces que se había enamorado de hombres así, y empezaba a sospechar que era un rasgo de su personalidad que la persona amada no le convenía demasiado, ya que en ambos casos la experiencia había demostrado que se trataba de unos cabrones egoístas.

Sin embargo, ahora estaban en la guerra y pensaba que era cierto lo que los soldados decían: la guerra crea circunstancias excepcionales. Se siente la responsabilidad de vivir de una manera temeraria y plena, pues se es consciente de que quizá no se vea el siguiente amanecer.

Como si viniera a confirmarle esas afirmaciones, Curl identificó un rostro en el borde de la azotea y a una voluntaria ayudando a caminar a Ché. Le dio un vuelco el corazón.

—¡Ché! —gritó corriendo a su encuentro.

El diplomático estaba empapado de sangre y apenas si se mantenía consciente.

—¡Ché!

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