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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (54 page)

—En ese caso no se demore. Noto cómo empeora cada vez que respiro.

La matriarca ladeó la cabeza y observó al doctor Klint, que estaba desenroscando la tapa del tarro que contenía la cabeza de Lucian. El volumen de Leche había descendido tanto que el cuero cabelludo de Lucian sobresalía del líquido.

—Sólo lo imprescindible —dijo Sasheen mientras el médico introducía un pequeño cucharón en el bote.

Klint se acercó a ella y vertió una parte del contenido del cucharón en su boca abierta. De pronto sus labios perdieron palidez y su tez recuperó algo de color.

—Sácala —ordenó la matriarca—. Ponla a mi lado.

Klint miró a Sparus como si éste tuviera voz y voto en el asunto antes de extraer la cabeza del tarro y posarla sobre la mesita de noche junto a Sasheen. Lucian tenía los ojos cerrados y le temblaban los párpados como si estuviera soñando.

—Ya hablaremos luego —dijo suavemente Sasheen cerrando también ella los ojos.

—Entendido, matriarca —respondió el general.

Sparus dio media vuelta y abandonó el dormitorio seguido por el médico. Se sintió aliviado de salir de allí.

—No hable con nadie sobre su estado —ordenó a Klint mientras se quitaban las máscaras y los guantes—.Tampoco mencione lo del veneno.

El general enfiló con la cabeza hecha un lío hacia la escalera que lo conduciría arriba, donde sería recibido por la luz del sol.

—Está muriéndose. Es cuestión de días.

—¿Está seguro? —inquirió Romano.

El doctor Klint trató de disimular su irritación.

—Por supuesto. Han ido a buscar más Leche Real, pero dudo que la traigan a tiempo.

El general Romano digirió la noticia con un estremecimiento de excitación. Su tío había acertado en todo cuando le había dicho, que sólo había que ser paciente y dejar pasar el tiempo para acabar obteniendo lo que se ansiaba.

Miró al médico rubicundo que tenía enfrente.

—Su ayuda será recompensada.

—Gracias —respondió Klint, inclinando cortésmente la cabeza—. Ahora debo regresar antes de que me echen en falta.

—Váyase, pues —repuso Romano arrastrando las palabras.

Observó al médico mientras éste trepaba a su zel y espoleaba al animal con dureza hasta que enfiló a medio galope de regreso al puente de Tume.

Junto a Romano, su segundo al mando exhibía en el rostro su habitual expresión sombría.

—Así que por fin ha llegado el momento —dijo Scalp con su voz bronca.

—Eso parece. —Romano esbozó una sonrisa atroz que dejaba al descubierto su dentadura—. Espero que esa zorra sufra hasta el último momento.

La tienda estaba abierta por un costado, y mientras contemplaba —con la molesta brisa azotándole la cara— a sus hombres, el lago y la isla que flotaba sobre su superficie, Romano se sintió recuperado en todos los aspectos y notó cómo se disipaban sus dudas como si fueran una vulgar cháchara sin importancia. ¡Qué extraña podía llegar a ser la vida a veces! En Q’os le había resultado imposible encontrar la oportunidad de usurpar el poder de la matriarca, y sin embargo ahora estaba en Khos, nada menos, en el momento preciso en el que Sasheen iba a perder el trono.

—¿Y qué pasa con el archigeneral? —preguntó Scalp.

—Sparus no es idiota. Ahora mismo estará considerando sus opciones. Cuando ella muera le exigiré que me prometa su lealtad y la de la fuerza expedicionaria. Con el ejército en mi poder puedo tomar Bar-Khos. Nadie podrá discutirme entonces mi derecho a convertirme en Santo Patriarca.

—Si esperamos demasiado podríamos perder la ocasión de apoderarnos de la ciudad.

—¡Chsss! —exclamó Romano—. No me bajes de la nube aún. Déjame disfrutar un poco del momento.

—Debemos actuar rápido —insistió Scalp.

—No puedo pedir ayuda. Ya te lo he dicho. Estamos jugando a un juego a gran escala, aunque tu cerebro de mosquito no te permita entenderlo.

«Romano, Santo Patriarca de Mann», pensó deleitándose en el título.

—Al menos podríamos empezar con los preparativos.

Romano suspiró. Lo único que deseaba en ese momento era que le libraran de aquel tipo para poder celebrar la noticia como se merecía con su séquito.

—De acuerdo. Reúne al capitán y al resto de los oficiales de menor grado y ofréceles un ascenso por unirse a nosotros. Toma nota para la purga de todo aquel que se niegue a darte una respuesta inmediata.

Capítulo 37

Caminos divergentes

Pasaron buena parte del día durmiendo por culpa de la resaca, y sólo se despertaron con los cañonazos que de vez en cuando tronaban en la distancia. Curl estaba tendida sobre las tejas que habían colocado en las vigas del desván. Ché se había apretado contra su espalda y le había pasado un brazo alrededor para ayudarla a entrar en calor.

El viejo extranjero de tierras remotas permanecía fuera, en el tejado inclinado, y observaba la ciudadela y las calles de debajo agazapado bajo la sombra de una chimenea.

Curl estaba hambrienta y sedienta, pues se les había acabado el agua. Sin embargo, abandonar el escondite no entraba en sus planes. Ya había tenido su buena ración de pánico cuando habían oído ruidos en las habitaciones de debajo: una puerta que se cerraba, el tintineo de cristales. Ella se había quedado paralizada, como una rata en su madriguera.

Ché se frotó contra ella a la luz tenue que se filtraba por el agujero en el tejado.

—¿Tienes pulgas? —le preguntó.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque siempre estás rascándote.

Ché se quedó quieto. Curl notaba su aliento en la nuca.

—Ya debe de quedar poco para largarnos —le susurró al oído.

Curl asintió. Había intentado no pensar en ello. Se sentía segura en aquel escondite, al menos todo lo segura que era posible dadas las circunstancias.

—Tengo miedo —confesó la muchacha.

Ché la abrazó más fuerte, aunque no era eso precisamente lo que necesitaba en ese momento. Habría preferido un poco de polvo para esnifar y una bebida fuerte con la que acompañarlo.

—¿Tú no tienes miedo? —preguntó girando ligeramente la cabeza.

—No —respondió Ché.

«Qué raro», pensó Curl.

—Todavía no me has contado nada sobre ti. Según recuerdo, anoche la única que habló fui yo.

—Entre otras muchas cosas. Y no. No soy demasiado hablador.

—No quieres contarme nada, ¿es eso?

Ché respiró hondo.

—Es lo mejor, créeme.

Curl se giró y se tumbó boca arriba. El hueso de la cadera le dolía de tenerlo apoyado sobre las tejas duras. Por el agujero del tejado divisó una estrella destellando en el cielo crepuscular. Se volvió con sus ojos cansados a Ché.

—Dime, ¿todavía piensas que soy guapa?

—¿Perdón?

—Cuando anoche estabas borracho me dijiste que era guapa.

—Bueno, considero que en lo que acabas de decir la palabra importante sería «borracho».

Curl fingió ofenderse y volvió a girarse para darle la espalda. Al punto notó la mano de Ché en el hombro y que ésta tiraba suavemente de ella para volverla hacia él.

—Curl, si tuviera enfrente un millar de mujeres guapas desnudas, tú serías la primera que elegirían mis ojos.

—¿Eh?

—¿Eh?

—Así que eso es lo único que te importa, una cara bonita y unas carnes prietas, ¿no?

En esta ocasión le tocó a Ché torcer el gesto. Sin embargo, su expresión se relajó y una sonrisa asomó a sus labios.

—No —respondió—. Contigo no.

Parecía sincero.

En el tejado sonó un chirrido y el rostro del viejo extranjero de tierras remotas apareció enmarcado por el agujero.

—Ché, tengo que hablar un momento contigo.

Curl se quedó mirando a Ché mientras éste se levantaba y salía al tejado para hablar con Ash, y luego se incorporó y se sacudió el polvo del cuerpo. De repente se puso a pensar en un baño caliente y en un plato de comida también caliente.

Los dos hombres empezaron a discutir en voz baja. Curl esperó observando una telaraña que se extendía en la penumbra de las vigas y en cuyo centro se apreciaba una araña gorda que sacudía las patas en el aire intentando cazar moscas.

—A lo mejor está ya agonizando —dijo Ché alzando la voz—, viejo loco. Va a conseguir que lo maten, ¿y para qué?

—Porque es mi deber —cuchicheó el anciano.

Ambos guardaron silencio unos segundos. Parecían muy enfadados. Ché echó un vistazo abajo y Curl fingió estar mirando en otra dirección.

El diplomático tendió la mano hacia el anciano roshun, que vaciló un instante antes de estrechársela. Cuando Ash fue a retirarla, Ché le agarró de pronto de la muñeca.

—En cuanto a usted y yo, ¿estamos en paz?

El viejo escudriñó el rostro de Ché.

—Creo que por lo menos no somos enemigos —respondió.

—Eso me basta —repuso Ché soltándole la mano.

Ash lanzó una mirada a Curl y luego se volvió hacia el crepúsculo.

Cuando la muchacha salió al tejado y se acercó a Ché, vio que el extranjero de tierras remotas avanzaba sigilosamente por el tejado con la espada en la mano. Un par de soldados imperiales estaban bebiendo de una cisterna en la calle de debajo, y cuando los hombres continuaron su camino Ash los siguió sin perderlos de vista.

El roshun se detuvo en el filo del tejado y se asomó a una calle que ni ella ni Ché podían ver. Ash dejó con sumo cuidado la espada y cogió una teja suelta en cada mano.

Estiró las manos por el borde del tejado todo lo que pudo y fue juntándolas lentamente con gesto de estar calculando algo. A continuación lanzó un chiflido hacia la calle y soltó las tejas a la vez.

Casi al mismo tiempo tanteó la superficie del tejado buscando un asidero.

—¡Ash! —gritó Ché.

El extranjero de tierras remotas se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Qué?

—Ojalá encuentre su paz, abuelo.

Ash se dejó caer del borde del tejado y desapareció. —¿Quién demonios eres? —inquirió el anciano sacerdote a dos centímetros de su cara.

Era la enésima vez que el responsable del interrogatorio repetía la misma pregunta a Bahn. Y por enésima vez le dijo quién era.

—Bahn —jadeó con la mirada fija en el suelo—. Bahn Calvone.

—¿Y cuál es su grado?

Bahn notó que le tiraban del pelo para que pudiera verle la cara el anciano sacerdote, quien tenía la tez surcada por profundas arrugas, aunque también mostraba las cicatrices del acné que debía de haber sufrido de adolescente.

—Teniente de la Guardia Roja koshiana.

—Ya —repuso parsimoniosamente el sacerdote acariciándose el rostro.

Su aliento apestoso le provocaba náuseas a Bahn y la necesidad acuciante de girar la cabeza.

—Pero, ¿quién eres realmente?

Hacía calor en el espacio cerrado de la tienda. Un brasero despedía humo junto a la pared opuesta. Bahn tenía la frente perlada de sudor.

—No entiendo qué quiere decir —respondió el khosiano entre sollozos.

El sacerdote esbozó una sonrisa y se volvió fugazmente a los acólitos apostados detrás de la silla a la que Bahn estaba atado. El soldado que lo agarraba del pelo lo soltó y la cabeza de Bahn volvió a precipitarse sobre su pecho, con los ojos clavados en el suelo de tierra.

Por entre las pestañas vio que el sacerdote le daba la espalda y alargaba sus manos arrugadas hacia una mesita donde había unos frasquitos, papeles doblados y cuchillas.

—¿Eres un traidor? —preguntó el sacerdote sin volverse.

Bahn sintió una punzada abrasadora en el estómago, y pensó que iba a vomitar allí mismo, sobre sus pies.

—¿Eres un traidor? —repitió el anciano.

Bahn recibió un puñetazo en la nuca.

Bahn intentó aclararse la visión. El sudor que le empapaba ahora la cara se mezclaba con la sangre.

—No —farfulló—. No soy un traidor.

—¡Vaya! Entonces nunca traicionarías a tus compatriotas, ¿verdad?

—¡Claro que no!

El sacerdote se dio la vuelta. En una mano sujetaba un papelito doblado, y en la otra, una delicada hoja curva.

—Sin embargo, todos los hombres son traidores.

Se inclinó hacia el rostro de Bahn y desplegó el trocito de papel con el dedo pulgar. Bahn echó la cabeza hacia atrás aguantando la respiración y vio que el sacerdote fruncía los labios y soplaba la superficie del papelito. Un fino polvo blanco envolvió la cara de Bahn, que respiró vencido por el pánico el aire repleto de partículas de polvo y, de inmediato, notó que se le dormía la lengua.

En los bordes de su campo de visión empezaron a bailar unas lucecitas de colores. Una luz blanca titilaba, rodeada por una oscuridad cada vez más abrumadora.

Bahn dejó caer la cabeza hacia atrás mientras le abandonaban las fuerzas. Unas manos lo sostuvieron por la espalda.

—Vamos —dijo la voz lejana del sacerdote—. Repítemelo. ¿Quién eres?

Ché levantó la mirada hacia el agujero en el tejado. Ya anochecía y el cielo había adquirido un tono violeta que se oscurecía gradualmente. Densas nubes de humo trepaban por él mientras la ciudad seguía ardiendo alrededor. El aire parecía cada vez más cargado de humo, y empezaban a escocerle los ojos.

Los diplomáticos estaban ahí fuera, en algún lugar, merodeando por la zona. Notaba su presencia como un leve cosquilleo de la glándula pulsátil; un tipo de picor que no se aliviaba rascándose. Había comenzado y ya no se había interrumpido desde que había empezado a ponerse el sol, si bien no se había agudizado en ningún momento.

«¿Qué estarán esperando?», se preguntó Ché.

—Esas llamas están acercándose —comentó.

Curl asintió mirándole la mano y evitando sus ojos. Ché estaba jugueteando con sus dedos sentado frente a ella, y Curl con los de él.

Ché la miró con afecto. Detrás de toda su mordacidad y su resolución se escondía una muchacha vulnerable.

—Deberíamos irnos ya —dijo Ché, y tiró de la mano de Curl.

Por fin la chica alzó la mirada hacia sus ojos y él vio cómo se armaba de valor para encarar la tarea que los aguardaba, las dificultades que habrían de sortear por las calles de la ciudad hasta llegar a un lugar seguro. Ché la ayudó a levantarse. Curl se llevó una mano a la boca y tosió. El humo era cada vez más denso.

Toda una hilera de edificios estaba ardiendo unas calles más al norte; las llamas crepitaban y chisporroteaban y crecían en el cielo a medida que devoraban cuanto encontraban a su paso, cada vez más cerca de ellos. A su izquierda se repetía la escena. Era como si ambos estuvieran en el centro de un infierno que convergía hacia ellos.

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